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Columna
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Respetar al adversario

En cualquier tipo de competición la primera exigencia para diseñar una estrategia que tenga posibilidades de tener éxito es respetar al adversario. Tanto cuando la competición es individual como cuando tiene lugar por equipos, no hay ningún competidor que sea tan insensato que menosprecie al rival y de por segura su victoria sin preocuparse de analizar los puntos fuertes y débiles del mismo. El análisis respetuoso del contrincante es el presupuesto inexcusable de toda estrategia que pueda conducir a la victoria.

Esta exigencia, como digo, es insoslayable en cualquier tipo de competición, pero es en la competición política en la que se expresa en su máximo nivel. La competición política es la única competición universal, es decir, la única que decidimos todos los ciudadanos sin excepción, tanto los que ejercemos el derecho del sufragio como los que deciden abstenerse. En el acto de la votación los millones de ciudadanos españoles nos transformamos en fracciones anónimas de un cuerpo electoral único que constituye la voluntad general. Voluntad general que es compleja, en la que se integran la mayoría y la minoría, con sus diversos matices cada una de ellas. Pero se constituye una voluntad general inapelable y únicamente revisable por el propio cuerpo electoral en las próximas elecciones, en la que cada uno de los competidores tiene asignado su lugar durante los cuatro años de la legislatura.

Los insultos y las descalificaciones no son expresión de firmeza, sino manifestación de impotencia

Los resultados de la voluntad general tienen que ser respetados. Y ello exige que quienes se han quedado en minoría en la última expresión de dicha voluntad general respeten a quienes han quedado en mayoría. Pero no sólo porque así lo exige el principio de legitimación democrática del poder, sino por puro egoísmo. La falta de respeto a la mayoría es, en última instancia, una falta de respeto al cuerpo electoral, que no puede no acabar siendo penalizada por él.

Tengo la impresión de que esto es algo que ni la derecha o, si se prefiere, el centro-derecha español en general y el andaluz en particular ha entendido. Más bien lo contrario. Parece como si los dirigentes del PP, tanto en España como en Andalucía, consideraran que la labor de oposición tiene que conllevar necesariamente la falta de respeto al adversario. Las referencias a la "sonrisa bobalicona", a la "estulticia", a la "insolvencia" de José Luis Rodríguez Zapatero y de su Gobierno han estado presentes de manera continua en el discurso de Mariano Rajoy. Y los calificativos que han acompañado la valoración del presidente de la Junta de Andalucía por parte de Javier Arenas, Teófila Martínez y todos los demás dirigentes regionales del PP han sido tan numerosos y reiterados que no es preciso siquiera recordarlos.

Así no se va a ningún lado. Y menos en Andalucía. Los dirigentes andaluces del PP deberían de reconocer y diseñar su estrategia de oposición partiendo de que tienen que enfrentarse con un adversario formidable. El actual presidente de la Junta de Andalucía, Manuel Chaves no es el candidato que vino en 1990, es decir, en el momento en que empezaba la erosión seria de la hegemonía socialista iniciada en 1982, señalado por el dedo de Alfonso Guerra y bajo la tutela de Carlos Sanjuán, sino que es el presidente que supo aguantar la legislatura de la pinza y superar el match ball de las elecciones de 1996 y que ha crecido políticamente desde entonces de una manera extraordinaria, tanto dentro del partido como en la sociedad en general. Manuel Chaves se ha convertido en el presidente del partido y en el presidente que tuvo que gestionar la crisis más importante por la que ha pasado el socialismo español desde el comienzo de la transición: la de la sustitución del liderazgo de Felipe González. El interregno de Joaquín Almunia y Josep Borrell acabó, como todos los interregnos, como el rosario de la aurora y amenazaba con mantener en la impotencia al PSOE durante muchos años. El presidente de la Junta de Andalucía fue quien gestionó esa crisis. Y los resultados de su gestión están a la vista, a pesar de que el candidato por el que apostó como secretario general Manuel Chaves no era José Luis Rodríguez Zapatero sino José Bono. Los resultados de las elecciones andaluzas de 2000 y, sobre todo, de 2004, han sido el reconocimiento por parte del cuerpo electoral del trabajo que el presidente de la Junta de Andalucía había realizado.

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Los dirigentes del PP deberían tomar nota de esta valoración de los ciudadanos andaluces y diseñar una estrategia de oposición acorde con la misma. La catarata de insultos y descalificaciones que acompañan al discurso de los dirigentes populares no es ejercicio de una tarea de oposición, sino que supone tirar piedras contra su propio tejado. Los insultos y las descalificaciones no son expresión de firmeza, sino manifestación de impotencia.

Como todos los estudios de opinión conocidos en los últimos doce meses ponen de manifiesto, no es el presidente de la Junta de Andalucía el que tiene un problema de credibilidad ante los ciudadanos de la comunidad, sino que quienes tienen un serio problema de credibilidad son los dirigentes del PP, incluido en este caso el propio líder nacional, Mariano Rajoy. Manuel Chaves continúa teniendo unos porcentajes de aceptación más que notables, cosa que no ocurre con Javier Arenas, que ha caído por debajo de un umbral desde el que es difícil recuperarse. En el PP deberían aplicarse la enseñanza evangélica respecto de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio y empezar a entender que si están donde están en la valoración de los ciudadanos andaluces es por méritos o, mejor dicho, por deméritos propios y no por manipulaciones ajenas. Y que no es despotricando y faltándole el respeto al adversario como van a conseguir que los ciudadanos le den un voto de confianza.

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