_
_
_
_
Reportaje:04 | Gente de 'Centropa' | LECTURA

Tres visitas a Santo Tomás

Una tarde de primavera del año pasado se celebró en la iglesia de Santo Tomás, en el barrio de la Mala Strana, junto a la plaza del mismo nombre, un servicio de difuntos por una desgracia impeorable que había sucedido en Madrid. Es lógico que se celebrase en este templo, y no en ninguna de las centenares de iglesias fastuosas con que la Contrarreforma sembró la ciudad, porque en Praga a Santo Tomás se lo conoce como "la iglesia de los españoles" por lo menos desde el siglo XVII, cuando los embajadores de la corte española empezaron a frecuentarlo y beneficiarlo con sus donativos, sufragando la estatuaria, los frescos de las bóvedas, los altares, los cuadros piadosos de las capillas y la fabulosa colección de reliquias -las reliquias entonces eran más valiosas que el dinero, y su sobreabundancia hacía reír al mismo Felipe II, según la biografía de Joseph Pérez- y allí encontraron también su sepultura algunos, de lo que testimonian las lápidas en la iglesia y el monasterio. A la entrada de la nave se exhiben en sus urnas de cristal los esqueletos venerables de San Justo y San Bonifacio, vestidos, como era lo propio entonces, con galas caballerescas, hoy algo mustias; era tan tétrica la visión de las calaveras asomando como flores podridas de las gorgueras que sensatamente se ha optado por cubrirlas con máscaras, la una de yeso y la otra de metal, que produce un escalofrío cuando uno, movido por la devoción, se acerca demasiado a la urna y ve su propio rostro reflejado en el rostro metálico. Ambos santos, en posición yacente, sostienen en la mano un corazón en llamas: símbolo de la orden de San Agustín.

En Praga, que tiene cerca de dos millones de habitantes, los domingos sólo 8.000 personas van a misa
El padre Vito había cargado sobre sus espaldas una historia de persecuciones y sufrimientos
Una nueva ley garantiza a partir del año próximo la enseñanza optativa de la religión

Al oficio de difuntos, que un sacerdote políglota celebró simultáneamente en idioma checo, inglés y español, asistieron nuestro embajador, algunos miembros del cuerpo diplomático y también la reducida comunidad que suele participar de la actividad religiosa de esta iglesia: apenas ochenta personas, casi todas latinas. A ochenta personas solamente atiende esta fábrica prodigiosa, con su apoteosis de angelotes mofletudos y su letanía de estatuas asomando de las columnas y de los altares, las santas Dymphna, Casilda, Catalina y Úrsula ofreciendo la palma del martirio, las extáticas Rosalía, Clara, Brígida y Verónica, los mitrados que señalan con el puntero un libro a los fieles, o sostienen la pluma de escribir, los caballeros de mármol y de madera de tilo pintada de blanco, San Vaclav con la bandera nacional y San Vito con el gallo de la vigilancia. Aun siendo uno de los templos más perfectos de Praga, Santo Tomás suele estar desierto, gracias a (o por culpa de) la vecindad de San Nicolás, que se considera el esplendor máximo del barroco y que arrambla con tantos turistas que, para disuadir a algunos, se cobra la entrada. Así que la marabunta se orienta hacia su cúpula verde, y luego sigue hacia el Castillo y la catedral, o baja como los tranvías camino al palacio Wallstein o al puente Carlos, pasa hacia todos esos puntos tan hermosos pero que a fuerza de reunirnos en ellos ya hemos vuelto invisibles para nosotros mismos, sin fijarse en una de las fachadas más espectaculares, que ya es decir, de la arquitectura de Praga. Eso, en cuanto a los turistas; en cuanto a feligresía, no la hay ni en santo Tomás ni en ningún otro lugar. La República Checa es el más agnóstico y descreído de todos los países europeos; el mito de su "conciencia nacional" se funda en las vencidas revueltas protoprotestantes del siglo XV y en un supuesto anhelo secular de independizarse del imperio Habsburgo, tan asociado a la Iglesia Católica. Por estos y otros motivos, entre ellos la comparación con Eslovaquia y Polonia, países católicos que en estos últimos quince años han prosperado menos, cuanto huela a religiosidad los checos lo asocian con ignorancia, servidumbre y retraso económico. En el último censo, el año 2001, el 70 por ciento de los ciudadanos se declaraban ateos, y un 20 por ciento, "bautizados". En toda Praga, que tiene cerca de dos millones de habitantes, los domingos sólo 8.000 personas van a misa.

Aquella tarde escuchando el consolador sermón, igual que horas antes al leer los artículos en los periódicos, me dije una vez más que hablamos después de las catástrofes no tanto para comprenderlas, evitar que se repitan o extraer de ellas enseñanzas, como nos gusta creer, cuanto para asimilarlas, para aceptarlas; mencionándolas una y otra vez nos figuramos que las domesticamos un poquito, siendo la glosa propiamente un conjuro atenuado. Concluido el oficio saludé en la puerta al sacerdote políglota, que resultó ser español y llamarse Juan Provecho; se ofreció a enseñarme la iglesia.

Unos días más tarde vi todos los prodigios que he mencionado y otros, irreductibles a palabras, y en la sacristía, donde una viejecilla beata escuchaba una misa de Bach en un tenue transistor y donde aún se conservan vestigios de frescos medievales (los agustinos llegaron a este país en el siglo XIII), Juan me mostró, disimulada en la lámina de labrada madera que forra las paredes, la puerta estrecha de una estancia secreta. Durante los tiempos de persecución comunista, cuando cerraron los siete monasterios checoslovacos, los miembros de la orden se reunían una vez al mes en ese cuartito secreto: iban entrando en la helada nave de la iglesia de uno en uno, a intervalos de unos minutos, como fieles seglares salidos del "basurero de la historia"; pasaban a la sacristía, se deslizaban en el cuarto secreto, y allí, después de las imaginables escenas de emocionado reencuentro, leían las reglas de San Agustín, las Constituciones, leían las cartas de ánimo que llegaban desde Roma, donde tiene su sede la "curia general" de los agustinos, a través de Alemania, se informaban de los problemas de tal o cual compañero, la defunción de uno o la rendición de otro. Estas reuniones confortaban un poco a los asistentes, condenados a vivir separados los unos de los otros y quebrando las normas monásticas, y a asistir con resignación a la mengua y lenta extinción de la orden. Luego iban saliendo del cuarto secreto, se arrodillaban un rato en la nave central frente al altar mayor y pasando ante el coche de la policía secreta que vigilaba todos aquellos movimientos y desapariciones, regresaban a la estación de tren y de allí a sus provincias perdidas.

Esa habitación de las conspiraciones ha sido reciclada como un cuarto de aseo, que ahora es más útil, y bajo el mismo signo de la praxis y de lo pragmático se desarrolla la vida de los agustinos en Praga, esforzados en mantener el patrimonio que las autoridades les han restituido, en pleitear por los lienzos de Rubens que les fueron expoliados y que se exhiben en la Galería Nacional, y en educar a una generación que revitalice la desfalleciente orden en la agnóstica Praga.

Prolongamos aquella segunda visita con un paseo por el claustro. Bajo los arcos de la galería me llamó la atención la silueta de un hombre entrado en años, y era, creo, el último checo de la comunidad de cinco agustinos que viven en este país (los otros cuatro son dos americanos y dos españoles). El padre Vit, o sea Vito, había cargado sobre aquellas espaldas suyas, que aún mantenían cierto empaque en su ropa seglar, una historia de persecuciones y sufrimientos. El lento aplomo con el que se alejaba hacia una oscura puerta me recordó un poema que el jesuita barcelonés Juan Bautista Bertrán compuso después de ver al poeta Humberto Saba una tarde de otoño, paseando abstraído por un puerto italiano. Bertrán le vio tan abstraído que prefirió no saludarle:

"(...) fue la última vez. Un sol postrero / de rayo horizontal trazó más larga / en las losas de piedra / del malecón desierto su figura".

Esas losas de piedra, el ambiente de soledad y recogimiento, el aldabonazo sonoro de la palabra "malecón" como el tañido de una campana grave, y la sombra que se alargaba agregando más dignidad a la figura de un anciano, lo vi también en el padre Vit y el otro día volví a la iglesia por tercera vez con el propósito de conocerle. Pero me dijeron que ya ha pasado a mejor vida.

La que deja detrás, me dijo Juan Provecho, no ha sido un camino de rosas. En 1952, el Estado lanzó la llamada "Operación K", de Klaster, monasterio. La vida religiosa quedaba tolerada en Checoslovaquia bajo estrictas regulaciones; en cuanto a la vida monástica, quedaba prohibida por decreto. Como las órdenes se mostraban renuentes a autodisolverse, cada mes llegaba una caravana militar a la puerta de un monasterio, lo evacuaba y trasportaba a los religiosos a un campo de concentración. En Praga había 30 agustinos estudiantes internos en un "seminario menor" y algunos otros que habían concluido ya los estudios de Teología pero no habían sido todavía ordenados; a todos ellos se les envió a su casa. En cambio el provincial y 20 sacerdotes fueron embarcados en el camión. A Vit Marecek y a 150 compañeros de infortunio procedentes de otros monasterios y otras órdenes les tocaron trabajos forzados en el campo de Kralik (en checo, Conejera), un monasterio cisterciense. Allí se dedicó a trabajos forestales durante los siguientes ocho años. En aquellos tiempos preconciliares las misas no se podían concelebrar y los doscientos prisioneros organizaban turnos para poder celebrar misa todos desde las cinco a las siete de la mañana, antes de salir al tajo. En el año 1960 Vit Marecek fue liberado, pero con la prohibición de llevar vida religiosa, de modo que para eludir la ley de vagos y maleantes siguió siendo leñador. Durante diez años más trabajó en los bosques hasta que el padre provincial de los Agustinos, Wojtiech Primes, que se había reciclado en sacristán de la catedral de Pilsen, logró hablar con el obispo de Praga, el cardenal Tomasek, que en atención a los problemas de salud de Marecek consiguió que se le permitiese volver a la capital, con el cargo de capellán o coadjutor parroquial de la iglesia de Santo Tomás. Desde los acontecimientos de 1968 -la "primavera de Praga", su liquidación por las tropas del Pacto de Varsovia y la "normalización" del país- la presión del Estado sobre la sociedad se había suavizado un poco mediante un pacto tácito entre gobernantes y gobernados, por el que los primeros no extremarían la represión ni las exigencias laborales y los segundos se mantendrían sumisos y podrían holgazanear. Cuando Marecek regresó a Santo Tomás había perdido la salud y el monasterio expropiado se había convertido en asilo de ancianos.

No es fácil de entender la situación de los religiosos bajo el régimen comunista sin saber que dentro de la iglesia católica convivían tres curias: en primer lugar, los religiosos de la iglesia romana "normal"; en segundo lugar los que se adscribieron a la organización Pacem in terris, que bajo el nombre de esta encíclica del Papa Juan XXIII colaboraba con el régimen. Finalmente, la escasez de vocaciones religiosas y el desmantelamiento de los seminarios llevó a Pío XII a autorizar una "iglesia subterránea" o clandestina, donde el aprendizaje del ministerio y el cumplimiento de los dogmas de la vida sacerdotal se relajaban mucho. Los sacerdotes incluso eran autorizados a casarse. La Iglesia se resignaba a ese apostolado precario porque los eclesiásticos estaban convencidos de que la situación no cambiaría ya nunca en Checoslovaquia. Vit impartía la catequesis a salto de mata, en estaciones de tren y en bancos de parques públicos, la Dogmática en Brno, el derecho Eclesiástico en Kutna Hora, y los encuentros clandestinos entre el sacerdote y los "seminaristas" se desarrollaban como los encuentros entre espías en las novelas de John LeCarré. (Años más tarde, una vez recobrada la libertad de culto, Juan Pablo II impartió nueva doctrina por la que se permitía a los miembros casados de esta curia subterránea ser diáconos, un rango inmediatamente inferior al de sacerdote; pero la mayoría, alegando que si habían asumido la dignidad sacerdotal en los años de privaciones extremas tenían derecho a mantenerla cuando ya no era un calvario tan empinado, no aceptaron esta solución y siguieron ejerciendo como sacerdotes, incluso con sus obispos paralelos. Este conflicto se aireó en la prensa, enajenó simpatías a la Iglesia y dejó heridas abiertas entre escasos fieles.

Estábamos sentados en el jardín del claustro, el padre Juan explicándome la vida de Vit. En un momento determinado se levantó para atender a unos caballeros que venían con una oferta para establecer un negocio en el claustro, un restaurante o un hotel. De los siete conventos que el Estado restituyó a la orden en el año 91, dentro de la política general de devolver a sus dueños las propiedades nacionalizadas a la fuerza después de la segunda guerra mundial, los agustinos ya se han desprendido de dos para reparar Santo Tomás con los beneficios de la venta; el de Domalzlice, casi en la frontera con Alemania, se ha alquilado a una escuela de música; en el de Rocov se han instalado unas casitas; el de Bela ha sido dividido en once viviendas; el de Santa Dobrotiva, a unos sesenta kilómetros de Praga, se reconvertirá en centro juvenil. En el monasterio de Praga todavía está por decidir si se instalan oficinas o un albergue... Estas operaciones inmobiliarias eran inevitables para mantener viva la orden y restaurar los edificios, me explicaba Juan. Es un hombre joven, animado por una fiebre de actividad, despierto, obviamente inteligente.

Le pregunto qué hace un castellano como él en este monasterio praguense y me entero de que hace unos años ya sólo quedaban tres agustinos checos, los tres de muy avanzada edad; a principios de los años noventa Checoslovaquia, como otros países de Centropa, experimentó un boom de vocaciones religiosas y las iglesias volvieron a llenarse. Pero rápidamente los nuevos adeptos se encontraron que las exigencias de la vida religiosa eran más elevadas o más severas de lo que esperaban y fueron colgando los hábitos. Casi puede decirse que la mayor actividad de estas iglesias checas es como sala de conciertos y atracción turística. Por cierto que también Santo Tomás cuenta con un coro excelente y un órgano soberbio. La menguada orden recibió algunos refuerzos de España. Entre ellos, Juan. Los dos primeros años en Praga los dedicó a estudiar el idioma a fondo, para predicar sin acento. Ahora esa inversión de tiempo en su formación le hace prever que se quedará aquí por mucho tiempo, hasta que su misión se haya cumplido: hasta que pueda pasar el testigo a diez agustinos checos, salidos de una generación nueva de cristianos. Para lograrlo, los agustinos organizan algunas actividades en el cercano gimnasium Josefská, donde centenares de niños estudian bachillerato. Además, una nueva ley garantiza a partir del año próximo la enseñanza de la religión, como asignatura optativa que las escuelas deben proveer en el caso de que haya siete alumnos por lo menos interesados en estudiarla: es una luz que ven al fondo de un túnel que paradójicamente se les ha hecho más oscuro y más estrecho después del fin de las persecuciones.

El agustino español Juan Provecho desarrolla su labor en la iglesia de Santo Tomás, conocida popularmente desde el siglo XVII como "la iglesia de los españoles".
El agustino español Juan Provecho desarrolla su labor en la iglesia de Santo Tomás, conocida popularmente desde el siglo XVII como "la iglesia de los españoles".I. V.-F.
Interior de la iglesia de Santo Tomás, cuya mayor actividad es como sala de conciertos.
Interior de la iglesia de Santo Tomás, cuya mayor actividad es como sala de conciertos.I. V.-F.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_