_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Mensaje de la botella

Alberto Ruiz-Gallardón se fue a Singapur con la moral muy alta y las banderas desplegadas y dejó a su segunda teniente de alcalde al cuidado de la casa (consistorial) y, cuando regresó, con la moral y las banderas por los suelos, se encontró con un desaguisado preparado por Ana Botella según una receta clásica de la cocina monclovita cuando Josemari era el chef indiscutible, pura cocina creativa, pero sin fundamento. Desde que el matrimonio Aznar fue desahuciado de La Moncloa por los votos, la única estrategia del Partido Popular consiste en achacarle al Gobierno todo lo que sale mal, en España y en Singapur, en Washington y en Bruselas, de la pertinaz sequía a la situación de Irak.

Esta vez, la alcalde en funciones aprovechó su momento de gloria para culpar del olímpico fracaso a Rodríguez Zapatero por no haberse levantado en una ocasión al paso de la bandera de las barras y estrellas, una ofensa que, según la peregrina hipótesis de doña Ana, el presidente Bush habría guardado como una espinita en su noble corazón de patriota hasta el día de la venganza. Que, una vez eliminada la candidatura neoyorquina, los votos estadounidenses viajarían a Londres era algo cantado, incluso se especulaba con la posibilidad de que el amigo americano hubiera amañado las cosas para ponerle el triunfo en bandeja a su primo y aliado británico, hipótesis creíble por la proclividad, demostrada ampliamente por algunos funcionarios del COI, a dejarse corromper y sobornar olímpicamente, o sea, cada cuatro años, y al poder, casi omnímodo de los USA para influir en todos los foros internacionales. Aunque Zapatero se hubiera postrado de rodillas y cantado una saeta al paso de la bandera americana, los jefes de Washington hubieran obrado igual.

Si en Singapur se hubiera premiado el entusiasmo, el triunfalismo y la moral de combate, la candidatura de Madrid hubiera barrido. Nunca se vio tanta seguridad, tanto aplomo, la cosa estaba hecha, éramos los mejores, casi los únicos que habíamos hecho los deberes, mientras que, por ejemplo, los vencedores londinenses sólo exhibían buenas palabras y buenas intenciones. Dos días antes de que se produjera la decisión final, escuché en un informativo las declaraciones de un propagandista contratado que explicaba a los televidentes lo que era un lobby y contaba maravillas sobre lo bien que funcionaba el lobby madrileño, presionando, convidando y trapicheando con los comisarios olímpicos en pro de su justa causa. El lobby es un invento anglosajón que funciona a las mil maravillas en los Estados Unidos, donde los grupos de presión al servicio de las grandes empresas y de sus intereses presionan o subvencionan a los políticos, de forma manifiesta y legal, aunque no precisamente lícita. Si el lobby neoyorquino hubiera querido realmente llevarse los juegos a casa, creo que lo hubiera conseguido, presentando a los colegas del COI una de esas ofertas que no se pueden rechazar, pero desde el primer momento se les vio algo desganados y con poca confianza en sí mismos, el polo opuesto de la activísima delegación madrileña.

La decepción del alcalde de Madrid y de una buena parte de los ciudadanos madrileños, por lo menos de los que desfilaron portando la kilométrica bandera, ha sido mayúscula, una caída vertiginosa desde las cumbres del éxito a los abismos del fracaso; pero de algo ha servido la victoriosa marcha hacia la derrota final. A Shakira le quedó un estupendo concierto de promoción, la banderona debió inscribir su récord en el Guinness y políticos de distintos signos aceptaron a posar juntos y sonrientes sin que nadie les forzara a hacerlo, unidos, esta vez no ante la desgracia, sino ante la gracia olímpica. El único sonido discordante y a destiempo fue el mensaje de la alcalde en funciones, inspirado, a todas luces, por las no muy brillantes del concejal consorte, era como si Aznar o Acebes, o tal vez Zaplana, hablaran por su boca. Un punto de amargura más para el sufriente Gallardón en sus amargas horas. La próxima vez que el alcalde haya de viajar a lejanas tierras, escudado por su vicealcalde para promocionar algo, que mire mejor a quién deja las llaves de la casa (consistorial). Si el viaje hubiera durado algo más, doña Ana podría haberle cambiado los muebles de sitio y hacerle la cama.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_