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Enseñar o investigar, ¿cuál es la misión de la Universidad?

Antón Costas

¿Qué esperan de la Universidad los estudiantes que cada año acceden a ella, los poderes públicos que la financian y la sociedad que la apoya? ¿Satisface la Universidad esas esperanzas y expectativas? La elección, estos días, de los rectores de dos de nuestras universidades públicas, la Universidad de Barcelona y la Universidad Pompeu Fabra, es buena ocasión para preguntarse cuál es la misión del sistema de enseñanza superior y, en su caso, qué habría que hacer para que sus resultados se orientasen en la dirección de lo que esperan todos aquellos que están interesados en ella.

Mi impresión es que, a pesar de la mejora indudable experimentada a lo largo de las dos ultimas décadas, nuestras universidades están lejos aún de satisfacer esas expectativas. La formación que ofrecen premia la rutina y la memorización de conocimientos, más que la adquisición de habilidades y capacidades para aplicarlos; no fomenta el espíritu innovador y emprendedor (en general, los nuevos empresarios no salen de la Universidad); la duración de las licenciaturas es excesiva, lo que provoca que los estudiantes entren a edad demasiado avanzada en el mercado laboral y haya un elevado fracaso escolar; la Universidad tiene poco contacto, en general, con las necesidades del entorno empresarial y social que le rodea, y, sin ánimo de ser exhaustivo, sigue siendo poco meritocrática, porque discrimina a favor de las clases más adineradas, que se ven favorecidas por el hecho de que no tienen que pagar la formación de sus hijos, mientras que los estudiantes procedentes de las clases trabajadoras, con buen expediente y ganas de abrirse camino en la vida, no disponen de becas adecuadas que les permitan dejar de ser una carga para sus familias.

Por todo ello, a pesar de la mejora experimentada, la Universidad tiene que emprender una reforma profunda. Esa reforma debe partir del reconocimiento de que el sistema universitario es un gran activo social, tanto para los individuos como para el país en su conjunto. Contribuye de forma esencial al desarrollo de las habilidades, la creatividad, la investigación y la creación de riqueza y puestos de trabajo. Y desempeña un papel esencial en la expansión de las oportunidades de las personas; como media, los graduados universitarios tienen menos desempleo, consiguen mejores puestos de trabajo y ganan más que quienes no tienen educación universitaria. Por lo tanto, para cualquier familia trabajadora que quiera ofrecer un futuro a sus hijos, esforzarse para que sigan una carrera universitaria sigue siendo una buena inversión.

Sin embargo, la institución universitaria y el poder político responsable de ella no saben muy bien qué camino seguir. Uno de los aspectos que mejor reflejan ese desconcierto es la falta de atención que se concede a la calidad de la enseñanza y del aprendizaje. Es más, no se concibe que una universidad pueda orientarse prioritariamente a la excelencia en docencia. Si lo hace, su reputación se ve perjudicada. Esta situación es perniciosa en sí misma y va contra una creciente corriente en los sistemas universitarios del mundo desarrollado que tiende a situar el objetivo de excelencia en docencia y aprendizaje como una de las misiones básicas de la Universidad y a que algunas de las mejores universidades se orienten especialmente a la docencia.

Pero esta orientación a la diversificación de los fines de las universidades choca en nuestro caso con una idea muy extendida: la de que no se puede ser un buen profesor si no se es un buen investigador. No es cierto. Es evidente que para ser un buen profesor es necesario estar al día sobre el estado del conocimiento y la investigación más reciente que se está haciendo en la materia que se enseña, pero eso no significa que haya que ser un investigador activo para ser un excelente profesor. Es más, algunas investigaciones internacionales recientes, comparando centros con elevados indicadores de investigación y docencia, no encontraron relación entre ambas variables.

Hay muchas y buenas razones para que las universidades hagan de la excelencia en docencia y aprendizaje su misión esencial. La primera y fundamental es que los estudiantes tienen derecho a una buena educación. Pero hay otras. Quizá una de las más importantes es que una educación y un aprendizaje de calidad durante los años universitarios favorecen de forma extraordinaria los vínculos de la Universidad con su entorno económico y social. La razón es que el buen recuerdo lleva a los ex alumnos, durante su etapa laboral y profesional, a favorecer los contactos y a ser más proclive a ayudarla y financiarla.

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Sin embargo, nuestras universidades, comenzando por las catalanas, prestan poca atención a la docencia y al aprendizaje de calidad. La promoción universitaria y los ingresos que recibe un académico están relacionados con la investigación y no con la docencia. A muchos de los mejores jóvenes investigadores que hoy tenemos en la Universidad no les importa que sus estudiantes les consideren malos profesores, porque vinculan su reputación sólo a la investigación.

Es urgente reequilibrar esa situación. En otras cosas, es necesario que los recursos públicos que llegan a las universidades no vengan sólo del número de estudiantes y de la investigación, sino también de la docencia y el aprendizaje de calidad. Es necesario retribuir mejor la docencia y que haya incentivos para premiar a los buenos profesores. Para ello hay que desarrollar criterios y estándares de calidad de docencia, medir el valor añadido que aporta, difundir las buenas prácticas y dar una voz más decisiva a los estudiantes para exigir estándares más elevados de calidad docente y denunciar lo que funciona mal.

El presidente Pasqual Maragall no se cansa de repetir que la reforma del sistema de financiación y del Estatut están relacionada con la "reforma social" y no con el nacionalismo. Si es así, mi propuesta es que haga de la orientación a la docencia y el aprendizaje de calidad de la Universidad catalana una de las prioridades de sus "reformas sociales".

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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