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Columna
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Zulueta

Se reunían una sola vez y por un único motivo, se llamaban a sí mismos arrebatados. Cada vez que se exhibía Arrebato de Iván Zulueta, algo que no sucedía con frecuencia, aparecían desde las sombras de sus propias vidas, para encontrarse en el hall de un cine de segunda. Los conocí a todos una noche de domingo en el Príncipe Pío, de esto hace ya casi 20 años, y me parecieron vampiros inofensivos. Vampiros que no iban a beber más sangre que la suya. Eran otros tiempos y yo era otra persona. Tenía un solo amigo, José Márquez, que me había iniciado en los misterios de Arrebato, mucho antes de ver la película. La anticipación es tan necesaria para la construcción de una leyenda como la mala memoria.

Arrebato era, antes de haberla visto siquiera, el pedazo de celuloide más importante de mi juventud,y ya se sabe que no hay momento en la vida más dado a la importancia. Por supuesto, todo era una pose y por supuesto, todo era condenadamente real al mismo tiempo. Recitábamos los diálogos de memoria, mirábamos los cromos en albumes imaginarios, pasábamos los dedos por las orlas y el tiempo se detenía en un lugar impreciso de la infancia. Bebíamos mucho, dormíamos poco. No sabíamos, ni queríamos saber, nada de la movida, para nosotros, en aquellos días, Iván Zulueta era la única persona en este país en la que se podía confiar. Corríamos por los tejados, cruzábamos la Castellana con los ojos cerrados, queríamos morir jóvenes, pero Dios cuida de los tontos.

Los arrebatados no tenían mucho que ver unos con otros, seguramente todos tenían trabajos, mujeres, maridos y amigos distintos, pero de cuando en cuando, coincidían en un cine para no ser más que arrebatados.

Llegamos pronto, con las luces de la sala aún encendidas y vi como mi amigo saludaba al resto de los espectadores como si se tratase de viejos camaradas. Debía ser el 86 o el 87, y todo el mundo llevaba gafas oscuras.

Arrebato no era una película de culto, era la Película y el Culto. No se parecía a nada, estaba hecha de otra cosa. Le daba nombre a algo que no sabíamos que llevábamos dentro. Nuestro amor al cine, sí, pero también algo más. El miedo, el fracaso, la euforia, el tiempo, maleable pero al fin inquebrantable. La muerte. Una película en blanco y negro, que alguna vez fue en color, y otras certezas inexplicables.

Iván Zulueta rodó Arrebato en 1979, y después el silencio. Párpados en el 89, para la televisión y miles o cientos de miles de polaroids, imágenes sin atar, sin domar, imágenes que aun no han muerto, como las que pueden verse estos días en la Casa Encendida. Nada más. La pausa. Y mientras tanto...

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Mientras tanto la pregunta que me hice aquella noche al ver Arrebato por vez primera, nunca dejó de incordiarme: ¿Quién es Iván Zulueta y por qué?

Contaba el gran Antonio Gasset que en la sala de montaje, Zulueta reclamaba con frecuencia imágenes que no había rodado. También lloraba el campanero de Tarkowski al escuchar el sonido de su campana, como lloraba Willmore. Como lloramos todos. ¿Quién es Iván Zulueta y por qué? ¿Por qué tanto y por qué tan poco? Según me voy haciendo viejo, la respuesta parece más clara y por tanto, más temible. Zulueta ha pagado el precio de su precoz lucidez. Para seguir en esto, y ni siquiera se muy bien qué es esto, hay que arrastrar un engaño insoportable. La campana no suena, las mejores imágenes no se han rodado, el Madrid no va a ganar la liga, Dios no existe.

La lucidez de Zulueta sigue siendo una amenaza para quienes vivimos de nuestra fértil estupidez. Pero es una amenaza amiga y no puedo sino darle las gracias.

El cine Príncipe Pío ya no existe, muchos amigos ya no están, guardo una copia de Arrebato en video betamax como si fuera un tesoro, un tesoro que ya no puede abrirse. La vida sigue, mientras tanto.

Pasó Zulueta por Madrid con su sorprendente buen aspecto habitual, como un fantasma saludable, con un millón de películas en la cabeza y nada en las manos. Elegante como sólo las leyendas pueden serlo.

Muchas cosas han cambiado y apenas reconozco nada de aquellos años como mío, quien cree que su pasado le pertenece se engaña, pero Arrebato sigue en pie. Tan extraña y tan familiar como entonces.

Corríamos por los tejados, cruzábamos la Castellana con los ojos cerrados, queríamos morir jóvenes, pero como Dios cuida de los tontos, aquí estamos.

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