Fuenteovejuna es Cristina Plazas
Exagero un poco el titular para llamar su atención, desde luego que hay más actores y más aciertos, pero ella es lo que vuelve, el fulgor central, la irradiación básica de este tropiezo de Ramon Simó en el Nacional de Catalunya. ¿Cómo pudo gustarme tanto su Cara de plata en el María Guerrero, donde todos y todo tenían su hervor y su razón, y tan poco este Fuenteovejuna? Qué se le va a hacer, demasiadas veces el teatro es como el póquer, hay buenas y malas manos, escaleras pintadas de un color nuevo y cartas que no ligan. Primera mala mano: de nuevo, la puñetera sala grande del TNC. Fuenteovejuna ha varado allí, imagino, por su perfume épico, por la revuelta coral, por la etiqueta de clasicazo y, ojalá sea así, por su abundante público potencial, toda la parroquia que llenó el Mercat y el Victoria cada vez que nos visitó la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Problema de fondo, nunca mejor dicho, contra forma, porque Ramon Simó ha huido de lo épico para concebir un montaje intimista, sin grandes masas, con el tablado viejo de la comedia nueva por todo decorado, es decir, una propuesta que le iba de perlas a la sala pequeña, y ya para empezar han tenido que poner a los lados unos arbolicos que parecen el perejil que se le queda mustio a san Pancracio, y al fondo un ciclorama que sólo sirve para teñirse de rojo cuando hay batalla, y dos cachitos de puente levadizo que también tienen su coña, porque los actores pueden entrar perfectamente por los lados, que para eso están.
Sobre Fuenteovejuna, dirigida por Ramon Simó en el Nacional de Catalunya de Barcelona
La propuesta íntima tiene otros riesgos, digamos que logísticos, y ahí es donde brotan soluciones un tanto intrigantes. El texto pide que Laurencia acaudille a una tropa de mujeres en plan amazonas cabreadas, pero en el actual reparto sólo tenemos a tres (bueno, y a Isabel la Católica, que juega en el otro equipo). Es entonces, vuelvo a imaginar, cuando entran en juego las cuatro cantantes de la Formación Vocal Musdeveus, que por el mismo sueldo entonan coplas populares y empuñan lanzas con similar convicción. También se ven obligadas a gorjear una suerte de duduá pastoril harto anticlimático cada vez que salen de escena, pero no nos pelearemos por eso. Yo me pelearía (cordialmente, faltaría más) por la versión de Juan Mayorga, y por la sorprendente falta de emoción del espectáculo. Mayorga, un dramaturgo apasionado y riguroso, ha encontrado muy buenas y fluidas equivalencias lingüísticas, pero hay excesivos tajos, innecesarios cambios de sentido (sustituir, y cito un solo ejemplo, "seguro, Fernán, estaba de vuestra buena venida" por "ajeno, Fernán, estaba...) y unos cuantos versos nuevos, sacados de la manga (ese "Beltraneja la han llamado por hija de un don Beltrán") y más cercanos a Muñoz Seca que a Lope, como la cuarteta que le endilga al Maestre: "Este acero que hoy veis frío / hará temblar a Fernando / si Castilla atravesando / pongo en él todo mi brío". En cuanto a la frialdad de la función, predomina un alarmante desajuste de tonos, con escenas que van de lo exangüe (la boda campestre, más sosa que un menú macrobiótico) a lo pueril (ese partidito de fútbol con la cabeza del Comendador, que no cuela ni en una jarana de fin de curso).
Quizá la falta de costumbre del reparto a la hora de tratar con el idioma y el género (y una posible voluntad de esquivar la prosopopeya) generen esa sensación de que quien más quien menos habla y se mueve como pisando huevos. El veteranísimo Roberto Quintana, en el rol del alcalde, no tiene, desde luego, ese problema (aunque su dicción de terciopelo demasiadas veces viaja en serpentín), ni Oscar Rabadán, un Frondoso que brilla en el dúo final con Laurencia, cabalgando ambos sobre uno de los grandes sonetos de Lope, ni Jordi Martínez, siempre convincente, como el taimado Flores, pero Dios no ha llamado a Pep Jové, un actor capaz de interpretar a decenas de personajes, para encarnar a un labrador castellano. Tampoco me parece a mí que un actorazo como Jordi Bosch, un rey de la comedia, sea la elección idónea para el rol del Comendador, un canalla más plano que un lenguado y, como decían los cómicos antiguos, "con poquísimos efectos": cualquier secundario de colmillo retorcido estaría encantado de lucir esa casaca calatraveña que a Bosch parece oprimirle los bemoles del alma como unos calzoncillos de fibra de vidrio. Lástima grande que en el Pavón, o en cualquier punto de las Españas, no le vean bordando el Walter Burns de Primera plana o el Peppino Priore de Sábado, domingo y lunes. Lo mejor de Fuenteovejuna -es ahí donde realmente se luce Ramon Simó como director- son las actrices, una Pascuala (María Molins) y una Jacinta (Carme Poll) rebosantes de gracia y vigor, y, como les anticipé al principio, una fenomenal Cristina Plazas como Laurencia. Fenomenal, que viene de fenómeno: en esta función sólo pasa algo (atracción de moléculas, subidón energético, Big Bang, lo que ustedes prefieran) cuando ella mueve la escena. Entra Laurencia y entran la sensualidad, el sentimiento, el bien decir, la fuerza; la verdad, en suma, en la palabra y el gesto. Puede que ustedes, lectores de las Españas, tal vez no la conozcan, porque, aunque nacida en Madrid, su predio es el teatro valenciano, que todavía viaja menos que el catalán. También es sorprendente, dada la talla de esta señora, lo poco que se prodiga o, peor, lo poco que la llaman. A mí ya me cortó el hipo hará casi diez años, en clave de comedia: Mandíbula afilada, de Alberola. No volví a verla hasta el 2000, en un montaje de Carles Alfaro (su "director habitual") que recaló en el Lliure de Gracia, Nacidos culpables: un nuevo registro, trágico y conmovedor. Y pisó el TNC hará un par de años, por la puerta grande: ella era, como aquí ha vuelto a suceder, lo mejor, el gran regalo de La escuela de las mujeres. Productores todos, directores de compañía, clásicos y modernos: en beneficio de la afición, no la dejen escapar.
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