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Reportaje:

La tragedia de mil vecinos

Los políticos pueden sentarse en el sofá de su casa, pero nosotros llevamos un mes fuera de nuestros pisos. ¡Es la mayor injusticia del mundo!". Laura Alcampel es uno de los 1.057 vecinos del barrio del Carmel de Barcelona que fueron desalojados el 27 de enero, cuando la tierra se tragó un garaje sobre las obras de la línea 5 del metro. Ella es de las que han salido peor paradas. El edificio en el que vivía no aguantó el movimiento de tierras y será uno de los tres que se derribarán en los próximos días.

"Me han destrozado el pasado, el presente y el futuro". Así de claro describe su estado de ánimo Josep Montero, propietario desde hace 40 años de una tienda de productos para bebés. El establecimiento lleva un mes con la persiana echada. Otros 51 comercios han corrido la misma suerte. En muchos casos eran el único sustento económico de familias enteras. Dos de los colegios del barrio también están cerrados y los alumnos han de acudir a otras escuelas.

"Me han destrozado el pasado, el presente y el futuro". Así de claro describe su ánimo Josep Montero, propietario desde hace 40 años de un comercio de productos para bebés
"Los negocios familiares no tenemos colchón", afirma Salvador Carmona. Los nervios no le dejan dormir. Como otros, él y su mujer toman pastillas
Las revelaciones sobre las irregularidades en las obras son como puñaladas en un barrio que llevaba meses alertando que la tierra se movía bajo sus pies
31 familias se han quedado definitivamente sin casa. 400 afectados, los más próximos a la 'zona cero', no tienen aún fecha de regreso a sus hogares
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Eran las nueve y media de aquel fatídico día. De repente, un ruido sordo. Y una intensa polvareda seguida de un fuerte olor a gas. Beatriz, la del bar Gallego, acababa de servir dos cafés. Laura todavía dormía. La familia Carmona despachaba en su negocio de recambios. Gemma había preparado judías y había sacado pescado del congelador, todo listo para el almuerzo, y llevaba rato trabajando en la gestoría. Josep también atendía a la clientela. Las hermanas Raygal vendían periódicos.

Todos salieron pitando. Con lo puesto. Milagrosamente no hubo heridos. Pero el brutal socavón paralizó un barrio que todavía está lejos de recuperar la normalidad. El derrumbe ha abierto grietas en centenares de casas y profundas heridas en el alma de sus vecinos.

El millar de afectados que han visto resquebrajadas sus vidas siguen viviendo en la incertidumbre de no saber cuándo podrán regresar a sus hogares. "¿Por qué nos ha tocado esto a nosotros?", se preguntan los vecinos de un barrio humilde, lleno de vitalidad, que ha luchado durante décadas para sacudirse el estigma del chabolismo y la marginalidad.

Sin fecha de regreso

Treinta y una familias se han quedado definitivamente sin vivienda. Unos 400 afectados, los más próximos a la llamada zona cero, todavía no tienen fecha de regreso. En teoría, el resto debería volver en breve, pero el plante que una treintena de ellos protagonizó el miércoles ante los técnicos que debían inspeccionar sus viviendas fue la expresión de la desconfianza que se generó cuando, una semana después del primero, la aparición de un segundo socavón paralizó los planes de regreso de los afectados. El certificado de solidez de sus viviendas que les habían entregado las autoridades se había convertido en papel mojado.

La paciencia de los vecinos comienza a agotarse. El pasado jueves, en el exterior del Parlamento, durante el pleno extraordinario celebrado para debatir la crisis, ni la lluvia enfrió los ánimos de unos vecinos que coreaban una evidencia aplastante: "Por culpa vuestra, no tenemos casa".

Instantes después del hundimiento, el Carmel parecía un escenario de catástrofe. Guardias urbanos, mossos d'esquadra y policías nacionales acordonaron la zona; bomberos, ambulancias trasladando ancianos, y el sonido de las sirenas como banda sonora.

"Me avisaron en el trabajo. Rompí a llorar, cogí el abrigo, corrí e intenté acercarme a casa, pero había geos por todas partes". Gemma Velasco, la vecina de 25 años que había preparado las judías para la hora de comer, llevaba sólo seis meses viviendo en el piso en el que ha invertido todo el tiempo libre y los ahorros de los últimos cuatro años. Con Javier, su marido, también habían comprado una plaza de aparcamiento. Ya no existe. Por suerte, retiraron el coche a tiempo. "Nuestro hogar era nuestro refugio, el lugar donde rompes con tus obligaciones y te sacas de encima todas las tensiones", afirma Javier.

El gran socavón del metro del Carmel no fue una sorpresa porque la tierra ya había dado síntomas de alerta antes de hundirse aquel fatídico jueves. El martes anterior se produjo un pequeño desprendimiento de tierras en el túnel de maniobras de la ampliación de la línea. El agujero estaba a 32 metros de profundidad, pero aun así se decidió vaciar el garaje y desalojar a los vecinos del edificio contiguo, el número 10 del pasaje de Calafell. Allí vivían las 12 familias que han protagonizado las escenas más dramáticas de toda la crisis del barrio: una semana después vieron cómo una enorme pinza derribaba sus casas sin que hubieran podido vaciarlas.

Los bomberos sólo pudieron entrar en siete pisos y salvar algunos objetos. El resto de los vecinos tuvieron que acudir al vertedero y rescatar lo que quedaba de sus pertenencias entre los cascotes. Los que tuvieron aguante. Mercedes Ibáñez, que lleva el quiosco con sus hijas, todavía no ha reunido suficiente valor para acercarse a la dantesca montaña de escombros a la que quedó reducido el edificio. "Prefiero guardar intacta la imagen de lo que durante 27 años fue mi casa", dice sin poder reprimir el llanto, cuatro semanas después.

Ibáñez y sus hijas han perdido una de las pertenencias que se ha revelado como el bien más preciado para los vecinos: las fotos familiares. Perderlas ha sido para ellos como desprenderse de un pedazo de su memoria. Y un trozo de su vida se ha esfumado también con la pérdida de recuerdos personales, cartas, piezas del ajuar, animales de compañía, o, en el caso de Ibáñez, la vajilla inglesa que con tanto sacrificio pagó a plazos.

El Carmel es un barrio popular. Nacido y crecido de las oleadas migratorias a partir de los años cuarenta, cuando los que llegaban compraban un pedazo de tierra y levantaban barracas en lo que era sólo una montaña, sus vecinos se sienten hoy orgullosos del progreso que han logrado y se indignan cuando todavía hay quien les imagina poco menos que chabolistas. "Somos gente normal, ni pobres, ni incultos, ni nuestro barrio es tan feo como se ha escrito", reivindica Susana Carmona.

Ella y sus dos hermanos se consideran la primera generación catalana de una familia originaria de Jaén y Almería cuyo patriarca, su abuelo, levantó con sus propias manos la primera casa de la saga en el barrio. Como los Carmona hay decenas de familias de origen andaluz y gallego. Los Carmona también son ejemplo de cómo el socavón ha salpicado a una familia entera, primos y tíos incluidos, cuyo pilar económico es un negocio que ha resultado tocado de lleno.

La familia posee una tienda de recambios de automóvil que es una de las que ha tenido que cerrar porque está dentro del perímetro de seguridad. Afortunadamente, a sólo dos calles regentan también un taller de reparación de vehículos que sigue abierto, pero a medio gas. Los coches lo tienen crudo para acceder debido a los cortes de tráfico que sigue el barrio y las piezas están en el otro local.

"Los negocios familiares no tenemos colchón", repite desde el primer momento Salvador Carmona, el padre. Los nervios no le dejan dormir, ni a él ni a su mujer, que, como muchos vecinos, toma tranquilizantes para aliviar la tensión acumulada. En la vida se habían medicado. Con el mono de mecánico puesto, Salvador acude casi a diario a las reuniones, a veces maratonianas, que se celebran con representantes del Ayuntamiento y de la Generalitat, con los vecinos de la finca donde tienen la tienda o con el resto de comerciantes afectados y los abogados que gestionarán las compensaciones.

Josep Montero, de 58 años, el dueño de la tienda de puericultura, lleva un mes "de reunión en reunión, haciendo números" para ver cómo saldrá de la crisis. E "intentando no caer en la depresión" mientras ve cómo el negocio que ha levantado durante cuatro décadas languidece. "Ahora", dice, "cuando comenzaba a pensar en la jubilación". Ni los 1.500 euros por empleado y otros 10 por metro cuadrado del local que la Generalitat les ha adelantado a cuenta de las indemnizaciones logran levantarle el ánimo.

Los Carmona y los Montero, sin embargo, no acuden a las mismas reuniones. Los vecinos, tampoco. La cantidad de afectados; la diversidad de sus situaciones; el hecho de que se alojen dispersos, y el cansancio, la tensión y la incertidumbre que arrastran han provocado la aparición de una decena de colectivos distintos de afectados -algunos, vinculados a bufetes de abogados- que se han sumado a las dos agrupaciones existentes antes de la crisis: la Asociación de Comerciantes Carmel Nord y la Asociación de Vecinos del Carmel.

Con una sólida trayectoria en la lucha por dignificar el barrio y dotarlo de equipamientos, la asociación de vecinos es el interlocutor que reconocen las administraciones, pero ha ido perdiendo peso a medida que pasaban los días, hasta el punto de emitir esta misma semana una nota en la que claman por la unidad de los afectados.

Inseguridad y desconfianza

A simple vista, el segundo socavón, justo una semana después del jueves maldito, no tuvo la gravedad del primero. No hubo desalojo, porque los vecinos ya estaban fuera, ni polvo, ni sirenas. Aun así, las administraciones decidieron entonces sellar el túnel con más de 14.500 metros cúbicos de hormigón. Fue entonces cuando la sensación de inseguridad y de desconfianza en la burocracia institucional, que con dos certificados por vivienda habían garantizado la firmeza del subsuelo, se apoderó definitivamente de los vecinos.

Además, y como consecuencia del segundo agujero, el anuncio de que se derribarán otros tres edificios originó una psicosis sobre un posible efecto dominó. El resultado: decenas de afectados acudieron a sus pisos para sacar objetos de valor, en una de las mañanas más frenéticas de la crisis. Laura Alcampel, cuyo despertador estaba a punto de sonar cuando se produjo el primer socavón, lo pasó muy mal ese día.

Vive en uno de los edificios que desaparecerán, el número 6 de la calle de Conca de Tremp. Se aloja en casa de una hermana y nadie la avisó de que podía retirar sus cosas. Al final lo logró, y también consiguió recuperar a sus tres gatos. "Ahora estamos esperando para entrar en el piso puente en el que viviremos mientras se construyan edificios de nueva planta", explicaba el pasado jueves. La misma solución se aplicará al resto de familias que se quedarán sin vivienda.

El calendario de realojo depende, sin embargo, de las duras negociaciones que estas 31 familias mantienen para llegar a un acuerdo sobre el valor de sus antiguas viviendas, que determinará las que se construyan.

La proliferación de grietas fue la otra gran consecuencia del segundo hundimiento. Han aparecido en casi todas las viviendas del perímetro desalojado, pero las mayores, en número y tamaño, son las que afectan al gran bloque frente al socavón, en el que viven 200 de los afectados, una quinta parte del total. Las grietas centran, además, parte de las negociaciones entre afectados y administraciones sobre las condiciones del retorno.

Ayuntamiento y Generalitat se han comprometido a reparar cualquier desperfecto en pisos y edificios. Pero no hay fecha, y los vecinos exigen que se haga antes de volver a sus casas. También reclaman cobrar previamente las indemnizaciones. Otra cosa son los edificios más próximos al socavón, cuyos cimientos deberán ser reforzados inyectando hormigón adicional. "Ya veremos, pero nadie garantiza que en el futuro la tierra se vuelva a mover", señala Beatriz Lobeiras, la propietaria del bar Gallejo, situado justo enfrente del socavón. Ella ilustra la extrema preocupación de los vecinos por la firmeza del subsuelo. Por si fuera poco, Lobeiras está afectada doblemente, porque, además del bar, está desalojada de su casa.

En un mes de crisis, sólo dos situaciones han inyectado moral en los afectados. La primera fue la manifestación que el 6 de febrero congregó a 2.000 vecinos en el mismo barrio. El intento de repetirla el sábado siguiente en la plaza de Sant Jaume, sin embargo, fue un fracaso. La segunda alegría fue la visita del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, que llegó con el anuncio bajo el brazo de invertir 16 millones de euros en el barrio. El alcalde de Barcelona, Joan Clos, ha cifrado en 235 millones de euros la inversión que precisa el barrio, sumando fondos locales, autonómicos, estatales y de la Unión Europea.

Pero ni las promesas de inversión e indemnizaciones, ni las dimisiones que anunció el consejero de Política Territorial de la Generalitat de Cataluña, Joaquim Nadal, el pasado jueves en el Parlamento, ni el sellado del maldito túnel, ni los seis certificados sobre la seguridad de las viviendas que los vecinos recibirán a la vuelta, ni la querella que una juez ha admitido a trámite solucionan el día a día de esta gente.

Es más, las revelaciones sobre supuestas anomalías en las obras son como puñaladas en un barrio que llevaba meses advirtiendo de que la tierra se movía bajo sus pies. "Nos sentimos engañados. El parlamento somos los 1.057 vecinos que estamos fuera, y no los políticos y su palabrería", criticaba el jueves Laura Alcampel.

Ella jamás volverá a dormir en su cama. Beatriz, la dueña del bar, recogió hace unos días los cafés que nadie se llegó a tomar. Las judías y el pescado que pensaba comer Gemma aquel día se pudrieron y Josep sigue calculando hasta cuándo le durarán los ahorros de los que vive. Los Carmona se las apañan para conseguir piezas con las que reparar los vehículos. Y Mercedes quizá reúna algún día valor para volver a pisar el solar de lo que fue su casa.

Una vecina del Carmel retira de su domicilio una fotografía del día de su boda.
Una vecina del Carmel retira de su domicilio una fotografía del día de su boda.CARLES RIBAS
Gemma Velasco y su marido, Javier, en la habitación del hotel en el que viven desde hace cuatro semanas. 	



Un grupo de vecinos desalojados, el día de su llegada al hotel en el que viven de forma provisional.
Gemma Velasco y su marido, Javier, en la habitación del hotel en el que viven desde hace cuatro semanas. Un grupo de vecinos desalojados, el día de su llegada al hotel en el que viven de forma provisional.CARMEN SECANELLA

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