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LECTURA

Mi vida de niña soldado

Mi grupo y yo estábamos descansando a la sombra en un lugar próximo a Ruenzori. Eran las tres de la tarde y caía un sol de justicia cuando llegó Salem Saleh, oficial de alta graduación y hermano menor de Museveni. En su arenga dijo que empezaba a ser hora de que el NRA le arrebatase el poder al doctor Milton Obote. Sonrió con ferocidad cuando contó que el día anterior la brigada móvil se había apoderado de una katusha, un lanzacohetes de tubos múltiples, lo que minaba bastante la moral de los gubernamentales. Antes de dejarnos afirmó que la victoria del NRA era cuestión de semanas. Con esto nuestra moral subió mucho y nos pusimos a cantar, y poco después de la marcha de Saleh tomó la palabra nuestro comandante. Nos advirtió que debíamos estar preparados porque íbamos a atacar un campamento de los gubernamentales situado a unos cuatro kilómetros de distancia. Cuando hubimos recibido las instrucciones, mis camaradas y yo nos miramos, y luego bajamos los ojos sin hacer ningún comentario.

"Cuando hayáis cavado vuestras tumbas, los voluntarios os machacarán la cabeza". Los prisioneros acabaron la tarea y, para recibir el golpe, formaron en fila al borde de las fosas
Estábamos mirando con espanto cuando apareció de repente un helicóptero. Aterrorizados, nos arrojamos al suelo procurando cubrirnos mientras pasaba la tormenta de fuego
De pronto se oyó un grito de alarma y vimos que nuestro centinela regresaba corriendo con expresión de pánico. Gritaba tanto que todos oyeron que el enemigo estaba cerca

Poco después fui al otro lado del campamento y me prepararon una metralleta Uzi, mucho más ligera que el AK-47. Luego me arranqué los bolsillos de las faltriqueras y me acorté la guerrera, que me quedaba demasiado larga. Al ponérmela de nuevo la hallé más liviana, lo que me satisfizo, porque no ignoraba que a la hora de correr importaba mucho no llevar exceso de peso. No lo comenté con nadie, por temor a que me llamasen cobarde. Siempre nos observábamos mutuamente a ver quién demostraba el miedo que en realidad todos sentíamos, haciéndonos los fuertes. Después de quedarnos un rato sentados alrededor de la fogata, una mujer soldado nos mandó a dormir, lo que hicimos sobre la misma hierba. Pero los mosquitos y la ansiedad no me dejaron conciliar el sueño y no hice más que dar vueltas. Por último me rendí y abandoné la idea de dormir. Estuve toda la noche pensando mientras contemplaba el cielo estrellado, en espera de la hora de la batalla.

Orientándonos a la luz de la luna y las estrellas, echamos a andar entre la vegetación hasta que encontramos a nuestros compañeros, que ya habían tomado posiciones. El cabo nos mandó tumbarnos y esperar órdenes. Bien ocultos detrás de los troncos más cercanos al lindero, con las armas a punto, contemplamos el campamento enemigo, donde todos dormían, mientras soportábamos las dolorosas picaduras de los mosquitos. No podíamos defendernos de ellos, porque se nos había dicho que no hiciéramos ruido, así que no tuve más remedio que morderme el labio. Se oyeron entonces las primeras ráfagas de AK-47, lo que significaba que era hora de matar a todo bicho viviente en el campamento. Hombres y mujeres salían corriendo y caían en desordenado montón, desnudos todavía y agitando las ropas en sus manos. A nuestros oídos, ensordecidos por el tableteo de las armas, los balidos de las cabras, los cacareos de las gallinas y los gritos de los humanos, apenas sonaban como un lejano rumor. Cuando entramos en el campamento yacían bajo el sol de la mañana en confusa mezcolanza las bestias, los hombres y las mujeres que habían venido a visitarlos. Todos muertos. Recogimos las armas y las provisiones que pudiéramos acarrear, y atamos a los prisioneros codo con codo.

Cuando regresamos al campamento se ordenó a los prisioneros que cavasen sus propias tumbas. Algunos oficiales nos dijeron, a nosotros los niños, que les escupiéramos en los ojos. A los prisioneros se les anunció que no se iban a malgastar balas con ellos. Sentí un vuelco en el corazón cuando les explicaron cómo iban a matarlos.

-Cuando hayáis cavado vuestras tumbas pediremos voluntarios para que os machaquen la cabeza con el akakumbi, una especie de azadón corto y muy pesado.

Los prisioneros acabaron la tarea y, para recibir el golpe en la frente o la nuca, los obligaron a formar en fila al borde de las fosas, donde iban cayendo por turnos.

Terminado el asunto, levantamos otra vez el campamento porque el enemigo nos perseguía con su armamento pesado. A veces nos tocaba marchar todo el día sin hacer alto en ninguna parte, mientras los helicópteros daban pasadas sobre nuestras cabezas instándonos a la rendición con altavoces, so amenaza de ser "exterminados". Pero nosotros no íbamos a rendirnos, porque habíamos cruzado un punto de no retorno y estábamos decididos a terminar lo comenzado. Caminábamos llevando nuestros pertrechos sobre la cabeza, procurando mantener el paso de los adultos en aquellos llanos ardientes mientras nuestros labios resecos suplicaban una gota de agua.

Exploración habitual

Cuando ya habíamos perdido toda esperanza, uno de los jefes propuso que nos acercáramos a un poblado cercano para pedir agua. Nunca tomábamos precauciones cuando entrábamos en una aldea porque todas eran más o menos partidarias del NRA. Únicamente la exploración habitual: la cabeza oscilando lentamente de un lado a otro y la mirada procurando abarcar un sector lo más amplio posible. En un momento dado, mientras nos acercábamos, algunos notaron un débil olor a carne en descomposición. Al entrar en la aldea nos tropezamos con el desagradable espectáculo de unos compañeros acribillados a balazos. Los cadáveres rezumaban sangre y otros fluidos corporales por todos los orificios. Sacudí la cabeza y cerré los ojos. En ese instante comprendí que aquello no era más que el principio y que ya no podía hacer nada por remediar mi situación, salvo tratar de salvar el pellejo. La deserción era prácticamente imposible; los que la intentaban eran capturados y se les infligía una muerte horrible delante de todos. A los que robaban comida a los civiles los ataban a un tronco y los fusilaban. En cuanto a los civiles, siempre nos trataban bien y nos daban una vaca u otros alimentos, siempre escasos para el hambre atrasada de los soldados.

Todavía estábamos mirando con espanto cuando apareció de repente un helicóptero de los gubernamentales. Aterrorizados, nos arrojamos al suelo procurando cubrirnos mientras pasaba sobre nosotros la tormenta de fuego.

Una vez se alejó, nos pusimos en pie tocándonos el cuerpo para ver si teníamos alguna herida. Miré alrededor y vi que uno de los niños compañeros míos había quedado en el suelo. Me acerqué. Estaba inmóvil, como sumido en un sueño profundo. Lo sacudí, pero no reaccionó. Yo apenas lograba creer que se hubiese ido para siempre. Era el niño veterano que siempre nos reconfortaba con sus palabras y nos incitaba a ser fuertes. Al cabo de unos minutos, un sargento nos alejó de allí diciéndonos que estaba muerto. No había tiempo para llorar, era preciso reunirnos con los demás y continuar la marcha. Ahora ya no sentía el hambre ni la sed, sólo lloraba en silencio y tenía la mente llena de imágenes de los compañeros acribillados en el poblado. Estaba confusa y asustada, consciente de que a mí podía pasarme lo mismo.

Acampamos junto a una charca rodeada de vegetación, donde nos sentamos a descansar. Llevábamos allí unos minutos cuando un oficial ordenó llamar por radio al batallón.

Al cabo de un rato me despertó la presencia de Museveni, que había acudido con un grupo de soldados. Llevaba en la mano una especie de bastón decorado con abalorios negros y blancos que nunca le había visto, y vestía una guerrera sin galones. Dijo que nos sentáramos los unos cerca de los otros para no perdernos nada de lo que iba a decirnos. Yo estaba en la primera fila, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, y le miraba fijamente a la cara. Pero él apartó los ojos como si no me hubiera visto, lo que me molestó porque me figuré que se había olvidado de mí. En su arenga nos dijo que luchábamos por la libertad y contra el ukabira o tribalismo, que lo más importante para el NRA era luchar con espíritu de unidad y para liberar a los que estaban en las cárceles del gobierno sin haber cometido ningún delito. Como muchos niños ignoraban lo que les había ocurrido a sus padres, anunció que muchos de éstos habían muerto a manos de los gubernamentales y que los supervivientes se hallaban en las cárceles, de donde era preciso sacarlos. A lo que todos se pusieron en pie y gritaron:

-Sí, afande (señor) -alzaron los fusiles al aire y añadieron-: ¡Ni un paso atrás!

Museveni sonrió y también agitó en el aire su bastón. A mí no me impresionó demasiado. Yo era de otra región, sabía dónde estaban mis padres y sólo aspiraba a sobrevivir, de modo que algún día pudiera regresar a casa y acabar con ellos. Tenía decidido que iban a pagar por todas las penalidades que yo estaba pasando.

Cuando se marchó Museveni pusimos a hervir las alubias secas y el maíz, que tardaban eternidades en cocerse. Los niños estábamos de pie, apoyados contra los troncos de los árboles, y los demás diseminados entre la hierba, con los ojos inyectados en sangre por no haber dormido durante días. Todo el mundo guardaba silencio, excepto algún comentario aislado. Esperábamos con la vista fija en las ollas a que las legumbres quedasen comestibles.

De pronto se oyó un grito de alarma y vimos que nuestro centinela regresaba corriendo con expresión de pánico. Gritaba tanto que todos oyeron que el enemigo estaba muy cerca. Algunos no tuvimos reparo en meter las manos en el agua hirviendo, dado que aquélla podía ser nuestra última comida en muchos días. Corrimos a toda velocidad entre los arbustos y los herbazales. Cuando llegamos a lo que parecía un lugar seguro, vimos que faltaban algunos de nosotros. Supuse que estarían tan debilitados por el hambre que habían quedado rezagados.

Condiciones infrahumanas

A muchos de los nuestros les costaba creer que el NRA estuviera en condiciones de ganar la guerra. Muchos entregaban la vida no en combate, sino a causa de las condiciones infrahumanas que padecíamos. Otros habían dejado de confiar en la victoria final y en la esperanza de una vida mejor. Veían caer uno tras otro a sus camaradas, y cada uno sabía que él podía ser el siguiente. Para los niños era distinto. Nuestros recuerdos y experiencias de la vida anterior y nuestra conciencia de la muerte eran mucho más limitados que los de los soldados adultos. Nosotros sí peleábamos con espíritu de unidad, totalmente entregados a una causa que ni siquiera comprendíamos y conscientes, a diferencia de los adultos, de que no había vuelta atrás. Ellos siempre podían ponerse a cubierto y esquivar las balas, porque conocían el peligro, y nos dejaban a nosotros para cubrir sus retiradas.

Pocos días después cinco amigos míos y yo fuimos destinados al Quinto Batallón. Cuando nos vio nuestro nuevo comandante, Stephen Kashaka, eligió a dos para el pelotón que formaba su guardia personal. Muchos oficiales eran aficionados a tener niños como guardaespaldas, porque obedecíamos sin rechistar y guardábamos la lealtad a nuestros afandes. Éramos los más activos en todo y para todo. Algunos se habían habituado a matar y torturar, y creían que era la mejor manera de congraciarse con sus jefes. Así acentuábamos nuestra brutalidad para con los prisioneros a fin de conseguir grados, es decir, reconocimiento y autoridad. Éramos demasiado jóvenes para saber que los actos perpetrados contra los enemigos prisioneros nos perseguirían toda la vida en nuestros pensamientos y nuestras pesadillas, dondequiera que estuviéramos. Todo esto hacían los niños para complacer a sus jefes, y éstos se lo pagaban con la traición: sospecho que ninguno de ellos pensó nunca que nos haríamos mayores, ni en lo que iba a ser de nosotros. Creo que intuían que ninguno de nosotros sobreviviría tras pasar por el frente. Nuestras penalidades eran mucho más difíciles de soportar que las de los soldados adultos. Además, apenas cabía esperar que unos niños como nosotros nos desarrolláramos como adultos normales. Para nosotros, casi todo giraba alrededor de las necesidades más elementales, como el hambre y la sed, el frío y el calor. La mayoría actuábamos como robots atentos únicamente a la voluntad de sus creadores, y cuando alguno se "estropeaba", lo enviaban a primera línea para que muriese y cayese en el olvido para siempre. Muchos de los nuestros desaparecieron así, y heroicidades dignas de recuerdo quedaban olvidadas por los demás en cuestión de una semana. Yo volvía la mirada con frecuencia hacia los oficiales, tratando de leer en sus expresiones si nosotros les importábamos o no, y así descubrí que lo único que les importaba a la mayoría de ellos era el interés propio, o cómo y cuándo lograrían hacerse con el poder y lo que harían entonces. Fue entonces cuando empecé a pensar que los niños soldado ni siquiera existíamos en los corazones de nuestros jefes, ni siquiera los más altos, como el mismo Y. K. Museveni, aunque supongo que por aquel entonces no pretendía convertirse en un dictador parecido al mismo que estábamos combatiendo.

El sino de dos amigas

Una tarde estaba yo sentada a la sombra de un árbol con mis amigos, charlando de nuestras experiencias, cuando llamaron a formar. Nos visitaba el comandante de otra unidad y llamaron a dos pelotones. Yo iba en uno de ellos. Dijeron que nos incorporarían a otra unidad que tenía la misión de atacar el batallón Simba, estacionado en la parte occidental de Uganda.

Cuando llegamos, todo mi pesar desapareció al ver las sonrisas de mis antiguas camaradas Narongo y Mukombozi. Me recibieron con los brazos abiertos, con lo que recuperé la confianza y las fuerzas. Me pregunté cómo había podido apañármelas sin tener a mi lado a esas dos mujeres, porque todo lo demás me parecía cruel y horrible.

Los camiones requisados al Ministerio de Obras Públicas estaban alineados delante de nosotros mientras escuchábamos las instrucciones. Desde la formación y arma al hombro escuché las palabras de nuestro comandante Chihanda, que versaban sobre las glorias de la guerra. A continuación nos ordenaron subir a los camiones y acto seguido empezamos a cantar, para mantener alta la moral tras haber escuchado aquella arenga. Empezó el viaje y se intuía que la cosa iba en serio, lo que me transmitió la sensación de que muchos de nosotros no sobreviviríamos. Miré alrededor tratando de descubrir un par de ojos menos asustados que los míos, pero no los hallé. Muchos se veían llenos de lágrimas y otros casi querían salirse de sus órbitas. Íbamos apretujados y el ambiente estaba casi tan espeso como nuestro estado de ánimo. Nuestros jefes eran Fred Ruigyema, un oficial de alta graduación, y el mentado Julius Chihanda. El más popular era Ruigyema, un hombre alto, bien parecido y un gran comandante que no sólo hablaba de morir heroicamente, sino también de lo importante que era tratar de conservar la vida. De camino tomamos un puesto de policía, que se rindió sin disparar un tiro. El viaje continuó durante toda la jornada, pero después de Kamuenge hallamos un lugar donde pernoctar hasta el amanecer. Muchos lugareños acudieron al campamento para saludarnos y nos dirigían palabras lisonjeras. Algunos incluso entonaron a coro "queremos a nuestros libertadores". Muchos se emocionaron al ver niños soldado, algunos de los cuales apenas habían cumplido los siete años, y nos traían regalos y comida. Lástima que no estaba permitido aceptar nada. Pero me sentí orgullosa, lo mismo que mis compañeros, y empecé a comprender que nosotros importábamos mucho más a aquellos civiles, madres y padres, que a la mayoría de nuestros mandos y jefes militares.

Hasta que llegó la hora de levantar el campamento. Para entonces, por razones desconocidas para nosotros, los planes habían cambiado. El proyecto inicial era atacar de madrugada el cuartel enemigo, mientras todos estuvieran durmiendo. Ahora, sin embargo, el sol ya lucía bastante alto. El cuartel del Simba estaba emplazado en una colina cerca de la carretera principal. Nos acercamos, cortamos las alambradas y segundos después comenzó la lluvia de balas por ambas partes. Matamos a la mayor parte de los enemigos que aún se hallaban dentro de los barracones, y ya dábamos por descontada nuestra victoria. Algunos se ensañaban con los caídos, una manera como otra de escaquearse. Estábamos recontando nuestras bajas y mientras llorábamos a los compañeros caídos, el enemigo lanzó un ataque por sorpresa desde el otro lado de la colina. Nos batimos en retirada bajo el fuego cruzado. Muchos de los nuestros recibieron un tiro en la espalda mientras corrían tratando de ponerse a cubierto. Seguimos luchando desesperadamente.

Hábito fatal

Mukombozi no pudo cubrirse porque solía disparar el lanzagranadas a la altura de la cadera, hábito que en esta ocasión le resultó fatal. Cuando Narongo vio lo ocurrido, trepó a un árbol y se puso a disparar como loca. Ruigyema le ordenó que se bajase, pero ella no lo escuchó. Nadie vio que cayese, pero después de retirarnos la echamos en falta.

Al darme cuenta de que las dos mujeres habían muerto, sentí deseos de salir corriendo y no parar hasta llegar a casa de mi padre, a muchos kilómetros de allí. Imaginé cuál sería su reacción cuando me viese de uniforme y con un arma al hombro. ¿Lloraría o se arrodillaría delante de mí para implorar perdón? Como no había manera de saberlo, decidí continuar en la guerra hasta el final. Muchos de los nuestros parecían aterrorizados mientras bajábamos por la ladera para salir al camino principal, tras haber visto cómo corría la sangre de nuestros camaradas formando riachuelos que la tierra sedienta absorbía enseguida. Pero, como siempre, lo único que podíamos hacer era parpadear y tragarnos nuestro dolor. Algunos continuaron hasta un lugar llamado Nyamitanga. Otros recibieron la orden de quedarse atrás para intentar de nuevo la conquista del cuartel Simba. Por lo visto se había formado otro frente más peligroso a partir de un acuartelamiento llamado Masaka. Requisamos algunos camiones en la aldea de Biharwe y emprendimos el recorrido hacia el nuevo peligro. Algunos reían y cantaban, y los más callados iban pensando en la cercanía de la muerte. Yo pensaba en mi lugar natal, Mbarara, que una vez más quedaba atrás, y me pregunté si alguna vez volvería a verlo. Cuando la palabra "muerte" surgió en mis pensamientos, me estremecí de miedo. Me puse en pie y traté de mantener el equilibrio en el bamboleante camión. La cabeza me daba vueltas. Para evitar el mareo empecé a cantar con desafío, y pronto los demás me hicieron coro. Vi caras sonrientes a mi alrededor. Así continuamos hasta que los vehículos se detuvieron delante de un pequeño centro comercial y nos apeamos todos.

China Keitetsi, a los 18 años, en uniforme de campaña en Kampala
China Keitetsi, a los 18 años, en uniforme de campaña en Kampala

China Keitetsi

'Mi vida de niña soldado'. Maeva Ediciones. La autora de estas memorias narra los horrores vividos por ella cuando era una niña soldado de Uganda, país en el que nació en 1976, hasta que se exilió en Dinamarca. Su padre la rechazó por ser niña y la dejó en manos de una abuela y una madrastra que la maltrataron. A los ocho años escapó de casa y cayó en manos del indisciplinado y vengativo Ejército Nacional de Resistencia de Museveni, donde llegó a ser jefa de la escolta de un ministro.

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