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La universidad de Charlotte

Pablo Salvador Coderch

Es excelente, una de las dos o tres mejores del mundo, pero no la busque en ningún mapa, pues no la encontraría. En Yo soy Charlotte Simmons (I am Charlotte Simmons), editada próximamente en español, el escritor y periodista Tom Wolfe cuenta la iniciación a la vida de una chica lista en la Universidad de Dupont, trasunto fantástico de cualquiera de los 10 o 12 centros de élite que los norteamericanos miman más que a sus propios hijos y que los universitarios europeos miran con el color pálido del asombro desteñido por la envidia. El college norteamericano es el equivalente a nuestra licenciatura corta de cuatro años, con la diferencia esencial de que sus estudiantes viven en el campus para, tras graduarse, entrar en el mercado laboral o seguir un segundo ciclo de graduate studies. El genio de la enseñanza universitaria en Estados Unidos reside en esa estudiada sucesión de ciclos académicos basada, a partes iguales, en el mérito individual y en el privilegio social. Charlotte Simmons llega a Dupont por sus merecimientos: no habría podido hacerlo de otro modo, pues es pobre y los costes de la matrícula, residencia y gastos en universidades de esa liga superan los 40.000 dólares por curso.

La nueva novela del escritor y periodista Tom Wolfe cuenta la iniciación a la vida de una chica en la Universidad de Dupont

En torno a Charlotte giran tres hombres que encarnan sendos arquetipos del privilegio intelectual, físico y social: Adam, un empollón inevitablemente frustrado como persona que se ve forzado a buscarse la vida repartiendo pizzas; Jojo, un gigantesco atleta-estudiante -oxímoron de universitario- pero de corazón blanco, y Hoyt, un chico rico mayor que los otros dos, crápula encantador, con mucha, con demasiada clase.

Wolfe, inventor del Nuevo Periodismo, es un crítico social de acidez legendaria, aunque en Yo soy Charlotte Simmons se le nota su bíblica edad: los estudiantes de Dupont deambulan insaciables por el campus en pos de dos únicos objetivos, beber y fornicar, en el bien entendido de que lo segundo sin lo primero es hazaña. Algunos críticos han visto en esta obsesión escatológica por el sexo entre el alcohol un intento de horrorizar a los padres, paganos de las andanzas educativas de sus hijos. No lo veo así: en la novela, más bien resuena la voz de un hombre que encara la vejez rememorando, nostálgico, el encanto descarado de su juventud lejana. Nadie que viva en el mundo real puede llegar a imaginar que las pulsiones primarias de la juventud cambian en cada generación. Pero la herencia del Nuevo Periodismo está viva: la irrupción de las técnicas de la narrativa de ficción en la descripción de la realidad universitaria permite a Wolfe contar lo que todos piensan y nadie osa narrar, romper las convenciones de la corrección política y arrasar con la hipocresía untuosa de los campus universitarios de media América. Para quienes creemos que la novela es el último refugio de la libertad de expresión, la mirada cáustica del viejo periodista es un ejemplo de lucidez. Como el relato salta sin solución de continuidad desde el pensamiento, siempre libre, al discurso público más relamido pasando por el lenguaje privado de la panda de amigos, el cuadro resultante es de una sinceridad demoledora. Los chicos son así, pero nosotros no fuimos tan distintos.

En la novela, salen más dormitorios que aulas, los profesores aparecen tarde y, como era de esperar, resultan malparados. Así, un tal Jerome Quat, historiador y miembro de esa ubicua especie de roedores académicos siempre dispuestos a evaluar a los estudiantes por su actitud en vez de por sus resultados, no sólo se limita a autodestruirse cada vez que piensa, dice o escribe algo, sino que consigue que su sola presencia y lenguaje corporal le delaten sin remedio. Wolfe soporta mal la autocomplacencia del sistema liberal de la academia norteamericana y, siempre sarcástico, apuñala los estudios culturales con una venganza histórica, pues los modelos académicos que nos pone ante los ojos provienen de los campos de investigación más detestados por el núcleo siempre blando de los estudios críticos: la obra de José Delgado, un catedrático español pionero de la estimulación eléctrica del cerebro (Physical control of the mind, 1969) y ex director del departamento de neuropsiquiatría de la Facultad de Medicina de la Universidad de Yale, es el ejemplo más notable. Charlotte queda deslumbrada y el lector, con la impresión de que los chicos listos pueden recitar a los Quat de este mundo precisamente lo que éstos ansían oír, pero luego siguen estudios de neurociencia. Hay más, muchos más personajes en la novela de Tom Wolfe, y algunos no son tan mala gente, como el entrenador profesional de baloncesto, mejor conocedor de la condición humana que todo un departamento de psicología, pero tan manipulador de sus pupilos como cualquier otro diosecillo de Dupont.

Dupont destila sexo y acohol, pero también da lo mejor de aquel país. Hace pocas semanas, un conocido buscador de Internet anunció su intención de poner en la red las bibliotecas de cinco de las instituciones académicas más importantes del mundo, tres de las cuales son universidades como Dupont. Gracias a esta iniciativa, dentro de no mucho podremos consultar en la red millones de libros de las universidades de Michigan, Harvard y Stanford. La empresa se llama Google y la fundaron hace menos de siete años dos estudiantes de esta última universidad californiana. Se llaman Sergei Brinn y Lawrence Page.

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Pablo Salvador Coderch es catedrático de derecho civil de la Universidad Pompeu Fabra

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