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Columna
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El halcón y la escuela

El escritor norteamericano Dashiell Hammett dejó los estudios con 14 años, lo que no le impidió convertirse en un artista influyente, inventor de la novela negra y agitador eficaz de la técnica narrativa. No sabemos si sus éxitos posteriores tienen que ver con una escolarización que, aunque corta, le permitió adquirir una "buena base". Pero podemos suponer que Hammett no tenía una idea demasiado negativa de la enseñanza. En una de sus novelas más famosas El halcón maltés (1929) encontramos un diálogo muy curioso -sobre todo teniendo en cuenta la época y el ambiente bajofondista de la literatura negra-, salpicado de referencias geográficas e históricas: Carlos V, Soleimán el Magnífico, Templarios u Orden de Malta.

- ¿Qué sabe usted de la Orden de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, llamados más tarde Caballeros de Rodas?- pregunta uno de los personajes.

- Sólo lo que recuerdo de lo que aprendí en la escuela- responde el duro detective Sam Spade- ¿Era en tiempo de las Cruzadas, no?

- ¿Tiene usted idea de la inconmensurable riqueza de la Orden en esa época?

- Si no me falla la memoria, no estaban como para compadecerles.

Hasta Hammett me han conducido las recientes noticias sobre la preparación de nuestros alumnos, por la vía de imaginarme los resultados de una hipotética prueba de medir cuánto saben hoy nuestros menores de 14 años acerca de Carlos V o las Cruzadas o el Imperio Otomano (en pleno debate sobre Turquía); cuántos son capaces de situar correctamente en un mapa mudo la geografía citada en la novela: Creta, Malta (nuevo miembro de la UE), Jerusalén (de permanente y desoladora actualidad), Nápoles o Trípoli (con su renovada estrategia internacional). Cuántos podrían señalar con precisión o soltura verbal los rasgos literales o metafóricos de un halcón. Prefiero no pensarlo.

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Lo que quiero decir es que con el reciente Informe PISA me pasa como con muchas encuestas o barómetros sociológicos que no descubren nada realmente nuevo sino que se limitan a pasar a limpio lo que todo el mundo ya sabe o por lo menos ya sospecha. No es necesaria la publicidad de este examen para comprender la magnitud de la tragedia; basta con asomarse a la calle o a la red y rastrear la expresión de los más jóvenes; basta con enchufar la televisión, con hablar con profesores, para detectar en nuestro alumnado un dramático desagüe de conocimientos, de metodologías de estudio, de curiosidad intelectual, de capacidad conceptual y crítica. El Informe PISA se ha limitado a pasar el desastre como quien dice a escritura pública, a dar irrefutablemente fe de ese naufragio.

En otros países con resultados mucho mejores que los nuestros, los responsables políticos y educativos han comenzado inmediatamente con los mea culpa y los preparativos de rectificación. En Euskadi, no. Aquí (la cadencia autocrítica no figura entre los ritmos del país en marcha) la consejera de Educación ha calificado de éxito los resultados obtenidos por los nuestros. El hecho de que, con nuestros niveles de renta y nuestras condiciones demográficas, el 16,3% de los alumnos vascos no alcance el nivel elemental en matemáticas y sólo el 1,5% llegue a la excelencia; el que su puntuación media en Ciencia esté 16 puntos por debajo de la media de la OCDE (484 frente a 500); y el que 17,1% esté en el mínimo de comprensión lectora, es decir, funcionalmente no sepa leer, a Anjeles Iztueta le parece un éxito. Un éxito simplemente porque lo compara con quién está peor (y sin tener en cuenta, insisto, las condiciones económicas y sociológicas menos favorables de otras Comunidades Autónomas españolas). El retrato al carbón de nuestro sistema educativo que PISA ha fijado tiene muchas razones; creo que entre las menos desdeñables se encuentran esa autocomplaciencia política; y frente a ella, la ausencia y/o atonía de una crítica social constante, multifacética y agudamente adaptada.

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