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Columna
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Paraíso de plástico

Luces de Navidad y frío. Aglomeraciones y prisas. Gente enfurruñada, rauda, constipada, avanza con la mirada fija, como si quisiera estar en otra parte. El centro comercial hierve el sábado por la mañana: niños indómitos y gritones, padres agobiados, guardias de seguridad frenéticos, dependientes desbordados con un ojo en el cliente y otro en la seguridad de lo que venden. Es como para salir corriendo, pero este es hoy el rito semanal de las clases medias españolas. Aunque haga un sol espléndido, el centro comercial rebosa, y el hervor humano es signo paradójico de paz.

Familias enteras entran y salen del supermercado y de los puestos de baratijas o golosinas que aplacarán la hiperactividad infantil hasta la tregua televisiva de la tarde. Todos van bien vestidos, con chaquetas de cuero a la moda, jerséis estupendos; en el aparcamiento les espera una berlina de tamaño medio y prestaciones tan grandes como el consumo de gasolina que derrocharán, después, en el atasco para salir del centro comercial. Parecen americanos de película: lo saben y les gusta. No estarían de más en un anuncio.

Llevan los paquetes imprescindibles: se compra poco. Los euros dan para lo que dan y ellos se quejan de que permiten menos de lo que prometían: ah, el sueño de una Europa sin esfuerzos -nadie lo ignora a estas alturas- es un viaje al realismo. Así que han acudido, en masa -eso dicen los comerciantes-, a mirar, a calcular su pacto anual con lo que da de si su presupuesto navideño. Caprichos, pocos. Tentaciones, no tantas. El euro ha introducido cierta autodisciplina consumidora, pero el centro comercial les acoge como si fueran jeques árabes: todo son facilidades, promesas, distracciones.

Hoy, por ejemplo, han sucumbido -los niños presionan tanto- y han comprado una tontería obligada, motivo de jolgorio familiar, que es lo más: el CD de ese portento de niña, María Isabel, de nueve añitos, ganadora de un concurso también europeo. La canción, Antes muerta que sencilla, es una invitación a la marcha salerosa del rap autóctono y una declaración de principios: "(...) Nos gusta ir a la moda, que nos gusta presumir. Que más nos da lo que digas tú de mí (...)". La autora de ese retrato social, para mayor regocijo, es la propia niña. La canción ha resonado en el centro comercial toda la mañana como si fuera un villancico. Hay muy buen rollo, ¿por qué no llevárselo a casa en un CD? Eso es lo que se vende.

La Navidad -incluido el niño Jesús disfrazado de Papá Noel- es la promesa del paraíso más asequible: comprar garantiza el orgasmo, un ratito de felicidad moderna. Hoy nadie da más por menos, desde luego. Así que, como aún quedan un par de semanas para ceder al placer del regalo y del autorregalo, mirar es un anticipo, un paréntesis idílico y una necesidad cuando la vida, en general, da tan poco de sí. En un centro comercial no hay malos tratos, ni broncas políticas, ni multas por exceso de velocidad o trabas burocráticas, autoridades implacables, autonomías díscolas y catástrofes.

La única mala noticia, en un lugar así, es la de que el sueño siempre es mayor que las posibilidades de alcanzarlo, lo cual es un estímulo para seguir soñando y luchando por llegar a él. Esta gente supera el estrés de la espera eterna con la promesa constante. Ellos son realidad palpable: protagonizan uno de los mayores cambios sociales de nuestro entorno: dan vida a una clase media dócil, anónima, dispuesta a seguir siéndolo sábado tras sábado. El país ya no podría vivir sin ellos, sin su estabilidad, sin su estampa de familia de anuncio, sin su fidelidad al centro comercial, la nueva patria común donde la lengua universal es la tarjeta de crédito. Navidad: sólido paraíso de plástico. ¿Quién pide más tal como están las cosas?

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