Mujeres de Calama
Ya hay varios libros sobre ellas, incluyendo el del español Gervasio Sánchez. Hay también una canción de Víctor Manuel que proclama la heroica gesta de la "mujer de Calama": casi veinte años recorriendo el árido desierto de Atacama, en el norte de Chile, buscando en la arena una señal de la tumba clandestina donde sepultaron a sus hombres.
Calama es una ciudad pequeña, construida a 2.500 metros de altura y al alero de la mina de cobre de Chuquicamata, la mina a tajo abierto más grande del mundo. La rodea el desierto más seco del mundo. Dos récords de la geografía que conforman el escenario para otro que habla sobre la crueldad humana.
La tragedia ocurrió el 19 de octubre de 1973. A Calama llegó ese día la misión militar ordenada por el general Pinochet. Veintiséis prisioneros políticos fueron sacados de la cárcel y -sin mediar condena de tribunal militar- fueron asesinados. Con las manos amarradas con alambre de púas, fueron masacrados con corvos (un grueso cuchillo curvo) y luego ráfagas de metralleta. Los asesinos cargaron los mutilados cadáveres en un camión y enfilaron quince kilómetros desierto adentro. Allí cavaron una gran fosa y los sepultaron clandestinamente. Lo cierto es que los asesinos -oficiales del Ejército- dejaron la tarea a soldados rasos, que debieron beber mucho aguardiente para embotar la conciencia.
La esposa de Domingo. La hermana de José. La hija de Alejandro. La madre de Rafael. Las mujeres de Calama -madres, esposas, hijas, novias- clamaron por años en los vientos del desierto y golpearon puertas de regimientos y tribunales. Hasta que al iniciarse la transición en Chile, en 1990, dieron con la fosa casi vacía. Sólo algunos huesos indicaban que allí fueron enterrados esos 26 hombres justos para transformarse en detenidos-desaparecidos. Diez años después, en 2001, un informe oficial del Ejército reveló el nuevo crimen. Para evitar que fueran hallados algún día, el general Pinochet había ordenado exhumar los cuerpos y lanzarlos al mar.
Esta semana, al conmemorarse 31 años de la tragedia de Calama, se inauguró el Memorial a las Víctimas. En la impresionante construcción alrededor de la fosa, las columnas evocan a cada asesinado con placas de metal grabadas con sus nombres. Allí estaban las mujeres de Calama, rodeadas de los nietos que sus hombres no llegaron a conocer. La pregonera fue voceando cada nombre. La campana lanzó un tañido por cada uno, un tañido que parecía lamento y que resumió más de tres décadas de dolor y peregrinaje por el desierto.
No hubo autoridades del Gobierno en la ceremonia, pese a que el Ministerio del Interior colaboró con fondos para la construcción. Los representantes locales del presidente Lagos recibieron la instrucción de no asistir. ¿Razón? La placa central redactada por las mujeres de Calama indica que los asesinos pertenecían al Ejército de Chile. No aceptaron eufemismos.
Hace 31 años que las mujeres de Calama esperan justicia. El caso judicial de la caravana de la muerte sigue en manos del juez Juan Guzmán, después de que en 2001 debió sobreseer al general Pinochet por "demencia senil". Una demencia que encubrió una "razón de Estado" para garantizar impunidad al otrora poderoso dictador. Allí siguen, en el banquillo de los acusados, los altos oficiales -encabezados por el general Sergio Arellano Stark- que formaron parte de la caravana de la muerte. Y las mujeres de Calama, en su heroica gesta de lealtad, despliegan la paciencia que enseña el desierto en la espera de sentencia.
Patricia Verdugo es periodista y escritora chilena, autora, entre muchos libros, de Los zarpazos del puma, investigación sobre este caso que abrió paso a la investigación judicial.
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