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Reportaje:MAPA LITERARIO DE CHILE

Dentro de un subterráneo caos chileno

Alejandro Zambra

ANTES DE que comenzaran a llegar los libros de Roberto Bolaño, la literatura chilena se debatía entre el triunfalismo y la desesperación: los narradores -que, por entonces, no leían poesía- intentaban, con mayor o menor delicadeza, contradecir o al menos reproducir la atormentada perfección de las novelas de José Donoso; los malos poetas -que no leían novelas- procuraban no parecerse a Neruda, mientras que los buenos -que tampoco leían novelas, en el mejor de los casos leían cuentos, con la condición de que fueran breves, muy breves, de una o dos líneas, a lo sumo- luchaban sin pausa y sin método por no parecerse a Nicanor Parra o a Gonzalo Rojas o a Enrique Lihn o a Rodrigo Lira; por su parte, los críticos elogiaban o condenaban a los escritores nacionales con celosa cortesía, pero reservaban sus adjetivos predilectos para ponderar a los clásicos (y durante aquellos aciagos años hasta Tolkien era considerado un clásico). Los profesores, en tanto, algo desorientados, aprovecharon ese valioso tiempo -el de la renaciente democracia- para modificar a su antojo la lista de lecturas obligatorias: fue así como las novelas de Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Marcela Serrano y Antonio Skármeta, los intelectuales de moda, se transformaron en materiales de estudio.

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Los libros de Bolaño -de un tal Bolaño, Roberto, chileno sólo a medias, porque "ha pasado la mayor parte de su vida en México y en España"- más temprano que tarde aparecieron. Fue el origen de un subterráneo pero efectivo caos. Los narradores comenzaron a leer poesía y los poetas a leer y hasta a escribir cuentos y novelas. Secretamente, eso sí: después de comparar Los perros románticos con La literatura nazi en América o Estrella distante, la conclusión oficial del gremio lírico fue unánime: como poeta, Bolaño es un estupendo novelista. No faltó el narrador, en tanto, que definió Los detectives salvajes como una buena novela de aventuras, ni el que caracterizó a Bolaño, con calculada malicia, como un escritor "para poetas". Los críticos reaccionaron con desconfianza o con razonable incredulidad: muy pronto las aguas se dividieron entre quienes pasaron de Bolaño -y siguieron buscando al sucesor de José Donoso o glosando a Tolkien- y quienes reseñaron Llamadas telefónicas y Los detectives salvajes con indisimulado entusiasmo, un entusiasmo que desde luego muchos consideraron excesivo y hasta pueril. Los profesores, siempre más aplicados que el resto, aprovecharon el bullicio para diversificar un poco el corpus de lecturas obligatorias: sumaron, entonces, a Hernán Rivera Letelier, a Roberto Ampuero y -para internacionalizar un poco el asunto- a Paulo Coelho.

En fin: la literatura chilena es propensa a la endogamia y a los espaldarazos. Se piensa a sí misma como un espacio autónomo, como una isla orgullosamente distante, que recibe con los brazos abiertos a los turistas, pero mira con desconfianza a los hijos pródigos. "La cantinela, entonada por latinoamericanos y también por escritores de otras zonas depauperadas o traumatizadas, insiste en la nostalgia, en el regreso al país natal, y a mí eso siempre me ha sonado a mentira", opinaba, en cambio, Bolaño, y ese descreimiento -que sólo puede ser considerado saludable- le valió la antipatía de unos cuantos. Fue, claro está, el mayor escritor hispanoamericano de su generación, y más allá de las querellas literarias -tan necesarias como mezquinas- el hecho es que vamos a seguir varias décadas leyendo y releyendo sus libros con ansiedad y con legítima envidia. ¿Bolaño, entonces, es el nuevo Parra o el nuevo José Donoso de la literatura chilena? La pregunta está mal formulada pero, en un notable aunque algo injusto artículo sobre el propio Donoso, Bolaño ya la contestó: "Desde los neoestalinistas hasta los opusdeístas, desde los matones de la derecha hasta los matones de la izquierda, desde las feministas hasta los tristes machitos de Santiago, en Chile todos, veladamente o no, se reclaman discípulos de Donoso. Grave error. Mejor harían leyéndolo. Mejor sería que dejaran de escribir y se pusieran a leer. Mucho mejor leer".

Por lo pronto -y es aquí donde entra Borges que, en realidad, nunca ha estado fuera- Bolaño no tiene sucesores, sólo precursores: voces que aún no hemos descubierto, pero que sin duda vagan dispersas por las páginas de Amuleto, Nocturno de Chile o 2666. Los lectores chilenos de Bolaño son también lectores de Wilcock, Marcel Schwob y Raymond Carver, de Enrique Vila-Matas y Sergio Pitol, de Macedonio Fernández, de Nicanor Parra, de Enrique Lihn; autores, todos, enormemente diversos y libres que, por lo mismo, no suelen figurar -afortunadamente- en las listas de lecturas obligatorias.

Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) es autor de los libros de poemas Bahía inútil y Mudanza.

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