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Columna
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Escándalos

No se puede pensar con las vísceras, pero esa parece la opción preferida de muchos medios de comunicación y de algunos legisladores. Las vísceras esperan agazapadas que en el horizonte aparezca un buen escándalo cargado con su promesa de chuzos de indignación bíblica; cuando descargue, un calambre de orgía farisaica recorrerá el resto del cuerpo, definitivamente a merced del éxtasis de las vísceras. Y entonces será el momento de que alguien diga desde arriba que es hora de calmarse pero que la lección de las vísceras no puede ser olvidada: es la memoria de la sangre de la tribu.

Nadie renuncia a la renta del escándalo, y eso equivale a volcar periódicamente en la vida social cargas de visceralidad que son, objetivamente, un retroceso en todos los sentidos. No cuesta mucho activar esas cargas: basta con que, a la media de hora de un suceso espantoso, un canal de televisión suelte a un reportero en la calle con la misión de preguntar a la gente -por ejemplo- qué opina de los beneficios penitenciarios. Esto acaba de ocurrir a raíz del doble crimen de Hospitalet. Y los resultados han estado a la altura del propósito: el buen pueblo sano se ha deshecho en barbaridades -castración química y cosas por el estilo-, sin que de nada sirvan los datos y las consideraciones que invitan a pensar con un poco de serenidad: el número de delincuentes que, en periodos de permiso, delinquen de nuevo es ínfimo comparado con el de que los disfrutan sin hacerlo, los errores de quienes deciden todos los días en tantísimos casos son un porcentaje igualmente ínfimo. Y sobre todo: el sistema penitenciario no es un triturador de basura, sino una institución en la que se cumplen condenas cuyo objetivo es "la reeducación y reinserción social", según la definición constitucional. El caso de Dolores Vázquez me parece tristemente ejemplar en este sentido: un auténtico proceso paralelo organizado desde los medios de comunicación ve contrariado su veredicto de culpabilidad cuando el TSJA anula lo decidido por el Jurado popular. Lo que escocía era el escamoteo del culpable elegido por las vísceras; la renta del escándalo fue una campaña completa contra la institución del jurado. ¿Recuerdan al entonces ministro Michavila proclamando gozoso su preocupación por lo ocurrido? Un último ejemplo: tras la proyección de Padre coraje, de Benito Zambrano, el moderador del debate lanzó al público la pregunta: ¿confía usted en la justicia?

Vivir del escándalo. ¿No es una perversión demasiado peligrosa? ¿Qué hace falta para que la explotación de un escándalo rentable parezca excesiva, inmoral? La renta del escándalo indica que vale todo. Ya hubo una noche en la televisión de España en la que se saltaron muchos límites: cuando Nieves Herrero se fue a Alcaçer a meter el micrófono en la cara de unos padres que acababan de descubrir los cadáveres de sus hijas para preguntarles qué se siente en momentos como ese. Aquella misma noche se pidió agravamiento de penas y todo lo demás que, desde entonces, salta a la pantalla puntualmente cada vez que un ejecutivo de televisión opta por lo rentable en vez de por lo difícil. Como el resto de la sociedad.

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