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Columna
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Qué hacer con los inmigrantes

Si no fuese por los inmigrantes, la población de la Comunidad Valenciana descendería dramáticamente. En el último año se han censado 75.460 nuevos ciudadanos procedentes del exterior, y el número de extranjeros en situación clandestina es tres veces superior.

Los datos proceden de un estudio del profesor Carlos Gómez Gil recogido el otro día por EL PAÍS. No sé las cifras correspondientes a Cataluña, pero por ahí le andarán, ya que entre Madrid, Cataluña y nuestra Comunidad absorben -que no acogen- el 60% de los extranjeros que residen en España. Eso ha bastado para que Jordi Pujol haya alertado del peligro de mestizaje cultural, de esa posible integración que llegaría a difuminar las señas de identidad del Principado. Frente a la interpenetración cultural ya hay, pues, quien ha levantado la bandera del aislacionismo étnico o, dicho por lo breve, del clásico gueto.

Uno prefiere pensar, en cambio, que un día el Consell de la Generalitat podrá estar presidido por Merhan Mahmoud, por Ism Ben Nesab o por alguien con otro patronímico magrebí como éstos que acabo de inventarme a vuelapluma. El cineasta vasco Juanma Bajo Ulloa ya ironizó con una hipótesis semejante en su película Airbag al presentar un lehendakari negro.

Esa hipótesis posible, y hasta deseable, qué quieren que les diga, supondría que entre nosotros no habría valencianos de primera y de segunda clase, con valores, con culturas y con actitudes sociales de ignorancia recíproca, cuando no de hostilidad manifiesta entre ellas. Ese desiderátum es el que lleva dos siglos tratando de conseguirlo, sin éxito, una sociedad de aluvión, como la norteamericana, aunque los sociólogos más optimistas hablaron hace varias décadas del melting pot, o sea, de que se había producido ya una sociedad de fusión, con gentes mezcladas unas con otras.

Si aquí, escarmentados con los errores ajenos, no logramos esa integración o, al menos, no la intentamos, correremos el riesgo de esa confrontación étnica de la que la que nos vienen previniendo desde hace años autores como Carl T. Rowan, en su libro La guerra racial que viene.

El aislamiento propicia el extremismo, es decir, la exacerbación de los sentimientos de identidad propia y de diferenciación respecto al otro, al sedicente enemigo de nuestros valores, de nuestras esencias, de nuestra mismidad. ¿Les suena toda esta hojarasca retórica? Desde Rosemberg y los otros teóricos del nazismo, hasta sus epígonos del último nacionalismo cutre y provinciano, hay en Europa una triste tradición racista, sin necesidad de apelar para ello a las soflamas del renaciente islamismo radical, excluyente y agresivo.

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En esas estamos. O integramos a esa inmigración que, de una u otra forma, estamos atrayendo para que remedie nuestras carencias laborales, demográficas y de servicios, o la confrontación en un plazo indeterminado pero ineluctable está servida. Hasta ahora, terribles episodios como la matanza de Atocha son sólo la excepción exacerbada y agónica de ese fenómeno. Pero, curiosamente, a nadie le extraña que la policía o los jueces relacionen con semejantes episodios a ciudadanos como el imán de Torrent u otros vecinos de nuestra Comunidad que luego demuestran no haber tenido nada que ver con aquel crimen. A nadie extraña porque la prédica radical, la marginación social y el extremismo ideológico hacen estragos entre algunos colectivos.

Un ejemplo de ese totalitarismo excluyente se está produciendo, según cuentan, en la cárcel salmantina de Topas. Más de un centenar de reclusos magrebíes han convertido el módulo 9 de la prisión en un territorio islámico, en el que se producen hasta las cinco llamadas diarias del muecín a la oración coránica. ¡Y ay del preso que no se someta a ellas! Todo esto se produce con la más absoluta impunidad. ¿Se imaginan qué pasaría si un grupo de internos o quien fuese tratase de imponer, por ejemplo, el rezo del rosario? Eso se consideraría como la más oprobiosa de las tropelías. Lo otro, en cambio, se acepta como producto de la diferenciación, de la exclusión y del miedo.

No quiero ni imaginar que semejantes actitudes totalitarias lleguen a anidar definitivamente entre nosotros. Si así fuese, cada nuevo inmigrante sin apoyo, cada nueva regulación sin una acogida de tipo práctico, cada nueva patera que arribe sin control, supondrían otros tantos chorros de combustible con que alimentar la hoguera del conflicto. Así que, o espabilamos pronto, o sólo podremos lamentarnos ante los hechos consumados.

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