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Columna
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Turismo y recuerdos

De las recientes vacaciones he traído recuerdos, como otros recopilan cartuchos de fotografías y cintas de vídeo. Mi destino, durante aquellos días, fue el pequeño pueblo de pescadores en el litoral asturiano de donde proceden mis antepasados. Pocos hombres salen ya a la mar y no han tomado el relevo las mujeres en el duro y abnegado oficio. Florecen, de unos años a esta parte, las casas de aldea, el turismo rural, estupendo invento sustitutorio de las estancias en hoteles superpoblados y parcamente atendidos. Cinco habitaciones dobles por las que pasan gentes de toda edad, origen y condición, aunque la mayoría vienen de Madrid y tierras adyacentes.

Nueva especie, amalgama del turista, el veraneante, el viajero, que quieren verlo todo, saborearlo todo, conocer en una semana el territorio cercano. Se levantan temprano, desayunan con excelente apetito el próvido yantar primero del día, único momento pasado en común, en el que se preguntan con cortesía las procedencias, para encontrar insospechables paisanos o vecinos de la lejana urbe.

La mayoría se lanza a la descubierta de paisajes, monumentos, pueblos, restaurantes o figones: los Picos de Europa, Cudillero, Luarca, Ribadesella, Oviedo, Gijón, Avilés, las playas, los bosques, los caminos, el paisaje hoy provisional que en breve plazo cruzará la comarca con airosos viaductos... Regresan por la noche rendidos, tras una cena frugal en cualquier parte, llamados al descanso en estos escondidos lugares donde hasta el silencio duerme. Mis viejos ojos y mis cansados huesos prefieren el reposo, la mirada anegada en el mar, azul o gris según pinte el día, y esa inextinguible gama de verdes que se oscurecen en las altas montañas próximas. Rara vez cruzo el río, porque el puente sigue lejos y ya no hay barqueros que nos pasen a la otra orilla, donde van envejeciendo las inertes grúas que antaño alimentaron de carbón las calderas de los buques mercantes.

Fui, como cuando niño, a la fiesta el día de San Roque. Misa mayor, concelebrada. Tomé asiento, con antelación, en la pequeña y luminosa iglesia que domina el horizonte, en la misma cota que el cercano aeropuerto. Entre la previsora feligresía, gran número de mujeres, desterrado el ropaje negro, las mangas hasta el puño y el velo cubriendo la cabeza. Ahora se ven alegres trajes veraniegos, brazos al aire y cabellos rubios, negros o canos recién salidos de las peluquerías, porque estamos en fiestas. El atuendo que recordaba el viejo estilo era el del párroco que este año, disponiendo la ceremonia, no llevaba la vieja sudadera y los vaqueros desteñidos, sino un corpiño negro y alzacuello, sobre el que se deslizarían los hábitos talares de la señalada celebración. Poco después de las 11.30 una fuerte explosión cercana. No era un heraldo terrorista, sino la serie de cohetes que, como golpes de macero, pespuntean el eco a través de los valles. Les llaman "voladores".

Las paredes lucen limpias, cobijando los cuadros que jalonan las estaciones del suplicio. En medio del altar, aunque la parroquia está bajo la advocación de un santo, la imagen gigantesca de la Virgen, omnipresente en la tradición marinera de estos lugares. Un secuaz san Roque lleva enriquecido su manto con panes de oro y el sumiso perro se le enrosca entre los tobillos. En el lugar habitual, de gran tamaño, un Santiago a la jineta blande la cruz como una lanza sobre el vencido moro a sus pies, ataviado como Rodolfo Valentino en El hijo del Caid. Siempre creí que el caballo estuvo antes en un tiovivo y evitaba patear con los cascos al infiel sin papeles.

Los muros devuelven las plegarias y rebota con suavidad la voz del órgano y el coro bien concertado de las mujeres que proceden de los distintos lugares de la parroquia. Terminada la misa salen las efigies en procesión, cediendo el primer puesto al jefe, a Jesucristo. Una banda de cinco gaitas, dos tambores, cuatro panderetas y un portaestandarte escolta a la comitiva que da una breve vuelta por los alrededores. La fiesta sigue, con el jolgorio de las campanas que mueven un artilugio eléctrico, punteado por el grave tañido de la más antigua.

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Sobre el prado, segado la víspera, se escancia la sidra, se cascan las avellanas y la gente revive su pasado y afronta su presente hasta que un famoso conjunto musical se apodera del festejo arrollándolo todo con una catarata de decibelios. Yo prefiero divertirme así y procuro no faltar en esta romería, mientras el cuerpo aguante.

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