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Columna
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Economías

Vamos a tener que llamar al economista. Aunque hemos llegado con mucha disciplina al final de las vacaciones, parece que los andaluces sufriremos para llegar a fin de mes. Los números no salen, y cuando los números no salen hay problemas. Porque los números no se quedan en casa con ganas de estudiar, o de hacer obras en la cocina, o de compensar los excesos de agosto. Los números no salen porque no tienen un duro. Las hipotecas son un cazamariposas trenzado con el hilo estrecho de la vida cotidiana y la estabilidad del trabajo parece una sábana llena de remiendos inútiles. Dan tanta vergüenza los interiores del trabajo, que los números se ponen rojos y no quieren salir a la calle. Las exportaciones van mal, los ingresos del turismo no consiguen equilibrar el déficit y las ayudas europeas han sido novias muy cariñosas, pero hay signos evidentes de que nos abandonan para irse con otro, igual que las inversiones de capital extranjero. Uno está en la cama con una ayuda europea o con una inversión extranjera y en seguida se da cuenta de que fingen, de que cierran los ojos y piensan en los atractivos de un búlgaro. Nadie se preocupó de utilizar los buenos tiempos para consolidar la economía española y para democratizar el gasto público, y ahora hay que llamar a un economista. El problema es que la mayoría de los economistas son unos regañones. Si las tuberías están mal, se llama al fontanero, que cobra un ojo de la cara, pero arregla las averías. Al fontanero no se le ocurre dictaminar que deben cerrarse para siempre los grifos de la casa, o que conviene despedir a la bañera, o que es más eficaz salir al campo a hacer nuestras necesidades. El fontanero cobra por arreglar las averías, mientras que los economistas disfrutan regañándonos. Los problemas se solucionan cerrando fábricas, abaratando los despidos y degradando las condiciones del trabajo.

Como la economía se parece cada vez más a la religión, los economistas se comportan igual que los curas. En cuanto los llamas, te ponen una penitencia. Son los elegidos para interpretar una sabiduría que no queda al alcance de los ciudadanos. Más que de intereses circunstanciales y de especulaciones concretas, los economistas parecen hablar de un orden intocable, de unas leyes divinas que no pueden alterarse. Si uno se queda al margen de ellas sólo cabe el infierno. Sus cuentas están al servicio de un camino, una verdad y una vida, y poner en duda las ganancias excesivas de algunos supone el hundimiento de todos. Por eso hay que sacrificarse, para rogar a los millonarios que sigan ganando el dinero que asegura la supervivencia del mundo desigual y los sermones de los economistas. Su saber es sagrado porque las verdades del negocio son intocables y, sobre todo, porque han conseguido el derecho a regañar. No podemos llamar a un economista para encargarle que arregle las cuentas sin amenazar nuestro bienestar y sin bajar los impuestos de los ricos, consiguiendo además una propina para invertir en sanidad y en enseñanza pública. Sería un milagro, y en el mundo de las religiones todos los milagros son falsos. Como no les cabe en la cabeza otro mundo, los economistas cumplen su papel de confesores estrictos y nos imponen cuarenta avemarías y un padrenuestro. Están a la vuelta de la esquina.

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