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Columna
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Fracasar

Ponga un fracaso en su vida. Ese es el lema del número que la revista barcelonesa El Ciervo, dirigida por ese viejo poeta juvenil que es Lorenzo Gomis, dedica a debelar la llamada cultura del éxito. Nada más oportuno en los tiempos que corren, donde el más tonto aprende a fabricar relojes suizos y el que no corre vuela. Nada más necesario que airear la gambara de nuestras frustraciones y asumir el fracaso inevitable.

No se trata de hacerse por las bravas, de un día para otro y sin antídoto ni paracaídas, un existencialista adicto al cianuro de Sartre y a la trenka. Estamos en agosto, brilla el sol, se supone que somos felices o que debemos serlo aunque en una jornada mueran en las carreteras quince o veinte personas tontamente, a bordo de sus coches macizados de air-bags, mientras vienen y van de un lado a otro porque se trata de eso, de cambiar de lugar, de cambiar el aquí por el allí para que no se diga, para que no se note que, en el fondo, siempre estamos aquí, con el mismo trabajo y la misma familia y la misma joroba discreta, aunque visible, del fracaso tenaz. No se trata de clavarse un letrero en la frente recordándonos que la vida no es más que una pasión baldía. Quizás se trata sólo de quitarnos de encima la joroba invisible del éxito que no tenemos.

Aprender a vivir sin el éxito debería ser una asignatura obligatoria en los planes de estudio. Nos han inoculado en las últimas décadas, entre concursos cutres de televisión y libros de autoayuda, el deseo febril de distinguirnos (aunque sea durante los inanes quince minutos que ofrecía Warhol) por encima de la masa anónima. Los tipos y las tipas más ordinarios sueñan con alcanzar la fama para hacerse visibles, distinguibles aunque no distinguidos o distintos. Sobre todo famosos. La Cubana satiriza el asunto en un teatro bilbaíno con su obra Mamá, quiero ser famoso. Y ser famoso es ya alcanzar el éxito y burlar el fracaso. Lo primero es hacerse famoso y luego viene todo lo demás: luego se escriben libros que ganan el Planeta o se hace que se canta o cualquier cosa, porque todo es posible una vez traspasado el umbral del anonimato. La vida, al parecer, es una monstruosa operación triunfo llena de profesores chungos, jurados amañados y demás. Pero la vida es algo más que el éxito y algo más que el fracaso (ya lo decía Kipling, esos dos impostores). El éxito es efímero. ¿Quién leerá dentro de cincuenta años las horteradas de Isabel Allende? Aprender a vivir sin el éxito es lo más saludable que podemos hacer. Pero parece que hay gente empeñada en que no lo logremos. ¿Por qué no nos ofrecen, por lo menos cada dos o tres meses, la imagen de Mario Conde regresando a la cárcel con su petate después de un permiso? De su éxito supimos hasta la extenuación y hasta la náusea, pero de su fracaso no se sabe. Y su fracaso, en cambio, es la cosa más digna de este hombre y su mejor ejemplo.

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