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Crónica:COSTA LITERARIA | VERANO 2004
Crónica
Texto informativo con interpretación

El amor es algo inmenso

En otro tiempo yo era feliz e indocumentado, y aunque las playas en general y cada playa en particular siempre me han despertado un sentimiento híbrido entre el pánico y la fiebre, un verano de hace casi diez años yo resolví irme a la playa. La decisión era insólita en los anales familiares, porque mis padres aún recordaban mis pataletas o el humor de doberman del que hacía gala cada vez que anunciaban que pasábamos agosto en Matalascañas, y es que como buen general yo tenía mis motivos secretos: estaba enamorado. Salía con una chica que, en conversaciones aisladas frente a unos vasos o dejándolo caer como botones descosidos, me había sugerido pasar unos días en la playa con el dinero que yo había acumulado gracias a un pequeño trabajo unas semanas atrás. Lo cual me hace reflexionar sobre un principio que ya Platón dejó sentado dos mil quinientos años antes de mi decisión de aquel verano y que acabo de encontrar en el librito de Jung que me ayuda a dormir la siesta estos días: "Sabido es que el amor es algo inmenso, que se extiende del cielo hasta el infierno y abarca lo bueno y lo malo, lo alto y lo bajo". Y, sin que yo lo supiera, ese ascensor iba para abajo con toda la fuerza de sus motores.

Junto a nuestra tienda se había establecido una banda de motoristas adolescentes

Mis amigos suelen acusarme de elitista porque siempre elijo hotel frente a camping y sábanas contra bolsa de plástico. Tal vez mi experiencia en el viaje que aquí documento les sirva para comprender, si no compartir, mis razones: el destino de Conil por el que finalmente nos decantamos, que haciendo uso de una educada convención del siglo XIX llamaremos camping F..., consistía en una especie de campo de concentración donde los internos vestían bermudas y camisas tropicales en vez de levitas a rayas. Pero no había que dejarse llevar por los espejismos: probablemente Primo Levi habría vuelto a temblar aquí al contemplar los baños y las letrinas comunales, o el modo en que cada inquilino torturaba psicológicamente a su vecino de parcela impidiéndole el sueño con la música puesta o deglutir el almuerzo con una sucesión sádica de ronquidos. Durante varios días yo vagué desesperado por este terrario: junto a nuestra tienda de campaña se había establecido una banda de motoristas adolescentes que no consideraba honroso concluir la jornada antes de que el amanecer convirtiese la borrachera en jaqueca; frente a nosotros, una familia que nada tenía que envidiar en natalidad a la del almirante Von Trapp reproducía sobre el césped las escenas que ya había ensayado suficientemente sobre baldosas: porque además de la caravana, las sillas, las mesas y el televisor, se habían traído consigo el mando a distancia y toda la mala leche que es necesaria para mantener una familia en estado de buena salud. En el bar de la entrada, que contaba con una mesa de billar, yo desfogué todos los billetes que llevaba en el bolsillo, en la esperanza de que cerveza y cubatas me hicieran creer que un canje de prisioneros o la irrupción del ejército aliado me devolverían pronto a casa.

En honor a la verdad, debo reconocer que la playa no estaba mal, a pesar de que sólo la vi dos veces en todo el tiempo que nos pasamos aprisionados allí: el cartel de publicidad de F... proclamaba en letras amarillas que la playa se encontraba justo al lado de las instalaciones, y era cierto; pero se callaba que para acceder al mar había que realizar un arriesgado ejercicio de alpinismo debatiéndose entre rocas y salientes hasta alcanzar la arena. Después de dos excursiones de estas, uno acababa por reconocer que Livingstone y Burton le venían demasiado grandes y que las magulladuras y los cardenales aconsejaban reposo, tenderse laxamente en la tienda tratando de olvidar a los vecinos y suplicar para que los días corrieran rápido, como esos automóviles que yo miraba cruzar la carretera al otro lado de la valla, a toda velocidad hacia el mundo lejano y libre.

En el camino de vuelta hacia el pueblo, mis sandalias desertaron a través de una trabilla rota y decidí andar descalzo sobre el asfalto antes que detenerme a buscar una zapatería. Además, aquella parada habría resultado inútil porque había agotado todo mi capital tratando de olvidar que tenía dos piernas y dónde las tenía, y nos consolamos el último día, mientras esperábamos al autobús de salvamento, con el magro almuerzo de un trozo de pan untado de atún. En efecto, todo este largo rosario de catástrofes no podía presagiar nada bueno y cualquier ojo avezado lo habría tomado por una colección de presagios del peor agüero: sin embargo, yo insistí en mis labores de desmentido y ahora aquella chica y yo vivimos juntos, somos felices y comemos caracoles. Jamás hemos vuelto a un camping, y las películas sobre el holocausto judío me ponen de peor humor que a Muñoz Molina.

Luis Manuel Ruiz (Sevilla, 1973) es escritor. La habitación de cristal (Alfaguara, 2004) es su última obra.

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