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Columna
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Schnabel en el Retiro

Esa vaca está muy triste.

Mi hijo mira a Julian Schnabel mientras pinta una vaca enorme, todo es grande en este hombre pero no de manera caprichosa y no porque sea grande su arrogancia, sino porque es grande su miedo. El pintor se queda mirando su vaca y de vuelta al cuadro acentúa un poco su sonrisa. Los niños casi siempre tienen razón, dice. Pensé que la vaca debía de estar triste porque se la van a comer, pero claro, eso la vaca no lo sabe.

Pasan los meses y ahora Julian Schnabel está en Madrid, en el parque del Retiro, montando una gran exposición retrospectiva en el palacio de Velázquez. Los responsables del Museo Nacional y Centro de Arte Reina Sofía le ven mover los cuadros a un lado y otro con infinita paciencia. Schnabel en el museo me recuerda a Schnabel en el estudio.

El mismo tigre enjaulado.

Le ayudo a cargar con los lienzos y me doy cuenta de que son inmensos y ligeros a la vez. Mientras cargamos me cuenta historias. Historias que tienen que ver con cada uno de ellos, que no cuentan el qué, sino el porqué.

Los cuadros nunca cuentan historias, dice, las pinturas son lo que son, pero de alguna manera hay una historia que precede a cada cuadro.

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Entiendo que se trata del camino recorrido para llegar a cada una de estas impresionantes y al tiempo delicadas pinturas, historias que tienen que ver con el momento anterior a la pintura como los largos corredores son el momento anterior a las puertas abiertas.

Los patos del Retiro, que vuelven a casa, la foto de una desconocida encontrada en Roma, el reencuentro con una hija nunca perdida, la lona de un cuadrilátero. Momentos de vida que empujan al arte y que el arte detiene.

No es importante, dice. Todo lo que precede a un cuadro se esfuma a la hora de pintarlo, o tal vez no, tal vez algo permanece.

La sombra de una historia.

Schnabel repasa ahora la disposición de los cuadros por enésima vez, se trata de encontrar el ritmo exacto o al menos uno de los ritmos exactos, un ritmo que no es cronológico, sino emocional y no se trata ya de las emociones que preceden a los cuadros en la cabeza del pintor, sino de las emociones que nacen de la pintura misma en los ojos del visitante.

Tras la muerte de mi padre, dice, veo estos cuadros mejor, porque ya no son míos, fueron pintados por un hombre distinto. Tal vez ahora me gustan más, porque están más lejos.

Así es como vemos los demás la obras ajenas, con una distancia que quisiéramos tener con respecto a las propias, por más que sepamos que no es posible.

El arte que nos hace sentir cosas que no entendemos es siempre superior a aquel que nos hace entender cosas que no sentimos. Paseando entre las paredes del palacio de Velázquez reventadas por la pintura de Schnabel, tiene uno la sensación de estar navegando una vida, llena como todas las vidas, de muchas otras.

Me viene a la cabeza el Andréi Rublev de Tarkowski, acosado por la responsabilidad de pintar, atenazado por el temor a decir, que es al fin y al cabo el temor a ser.

Los grandes artistas nos obligan a convivir con nuestro miedo al tener el coraje de mostrar el suyo. Sólo por eso hay que darles las gracias.

Schnabel nos regala en el parque del Retiro la grandeza de sus temores, de la misma manera que Melville le dio a Moby Dick el tamaño desproporcionado y a la vez exacto de los suyos.

Hay algo que comunica todas estas pinturas, concluye, como si unas extendieran la mano para tocar las otras.

Supongo que todas cuentan siempre la misma historia, que uno trata siempre de decir siempre los mismo, algo que finalmente uno nunca dice.

De ahí la grandeza de esta muestra que impresiona, no por su ruido, sino por sus silencios. En el corazón del corazón de Madrid, Julian Schnabel nos regala la oportunidad de estar solos y perdidos y de sentir al mismo tiempo el callado rumor de la euforia.

Frente a estos cuadros, nos alcanza la extraña sensación de estar vivos.

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