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SOMBRAS NADA MÁS
Columna
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Un hombre entre 6.569

Juan Cruz

Un columnista dijo de él, cuando arreció la polémica desencadenada por su propia cuñada, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, que Íñigo Ramírez, ingeniero, filólogo, diplomático, dramaturgo, es un personaje "prescindible".

Él va más allá: "Soy nada, y aun diría que soy menos que nada". Y si tenemos en cuenta que en España hay registrados hasta 6.569 autores dramáticos, y que de él no se sabía prácticamente nada hasta que se divulgó más de la cuenta que en el Círculo de Bellas Artes de Madrid se había estrenado su obra Me cago en Dios, para espanto de su pariente, es lógico que a pocos le sonara como imprescindible este voluntarioso autor dramático que ahora desempeña en el Ministerio de Asuntos Exteriores el cargo de guardia de cifra, un diplomático que trabaja una jornada íntegra cada cinco días, ocupándose de que siempre haya alguien responsable en el centro de la diplomacia de este país.

El autor de Me cago en Dios es diplomático por un desengaño teatral. Cuando tenía 28 años (ahora frisa los 50) era actor de una compañía que fue desvalijada por su productor; y por despecho se entregó al estudio de la carrera diplomática. Pero antes había estudiado ingeniería aeronáutica, pues en su familia entendían que quien no fuera ingeniero sería un fracasado, un "prescindible", y después se hizo filólogo, y después ha querido ser filósofo. La obra teatral que ahora tanto revuelo ha armado tiene rastros de su autobiografía, y él mismo explica lo que muestra: "Cómo la autobiografía religiosa ayuda a resolver el problema del estreñimiento".

Es de Zarauz, de abuelos de casi todas las regiones, lo cual le ha convertido también en un ser de ninguna parte. Estudió con los jesuitas y fue traumatizado, según él mismo ha dicho, por "el tono siniestro" de los ejercicios espirituales. El teatro le ha ayudado a curarse de esos traumas; es ateo, y hace profesión civil de ello, de modo que cuando una mujer intentó agredirle mientras pegaba con sus hijos carteles de Me cago en Dios se sirvió de ello para explicar a sus chicos los males que acarrea la intolerancia religiosa.

No es la primera vez que se enfrenta a un estamento tan potente como la Iglesia, pero jamás había sido tan notoria su presencia inconforme en este mundo. Volvió locos a sus jefes militares, en 1977, cuando decidió quedarse en la cama el segundo día de su ingreso en el cuartel. Su objeción a aceptar la disciplina militar le convirtió en un contumaz recluso en el hospital Militar de Sevilla, donde ya le dieron por imposible, le declararon inútil y le pusieron en la hoja de servicios que ahora exhibe: "Inútil total por esquizofrenia bien delimitada".

Como diplomático, ha sido agregado cultural en lugares tan dispares como Colombia, Japón o Tailandia, y de regreso a España estuvo seis años de agitador cultural como funcionario de la Casa de América de Madrid. Mientras hizo esos trabajos, no renunció al teatro, que es donde él deja que se mueva su "caldera de yoes", y ha sido actor, director y autor. Ahora está a la espera de que se estrene (el 5 de mayo, en el teatro Galileo de Madrid) su nueva obra, Un tal Pedro, cuyo personaje, Calderón de la Parca, es el que se revuelve en esa caldera de yoes con la que él se identifica... Y aún tiene previsto otro estreno: Lo siento, Sanum, Letizia es nuestra reina, cuyo título proviene de una famosa pintada vista en un partido de fútbol de españoles contra noruegos. Lo que él piensa de la boda queda reflejado en lo que ha dicho acerca del uso que se hace en un Estado como el nuestro del dinero de los impuestos que pagan los que son ateos o los que no son monárquicos.

Cuando hizo su tesina en Filología, se inspiró en los ejercicios espirituales para imaginar cómo se sentían las llamas del infierno y tituló su ensayo La influencia de Ignacio de Loyola en Stanislavsky. No cree en el infierno, pero dice que se lo hicieron sentir. Por eso escribe teatro.

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