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LECTURA

Paisajes de guerra con Madrid al fondo

1 Las viejas y socorridas polémicas sobre lo que dice o no dice el Corán se han reiterado hasta la saciedad desde el 11-S, y muy especialmente a partir de los atentados mortíferos de Madrid. Los politólogos han asumido el lenguaje de la teología sin aportar con ello un esclarecimiento a las causas de tanta barbarie y obcecación suicida. Las exhortaciones a la violencia de la divinidad no son, como sabemos, una exclusiva del islam: los arrebatos de cólera de Jehová, lo de "no he venido a traer la paz, sino la guerra", las visiones alucinantes del Apocalipsis, han alimentado también en el decurso de los siglos una larga secuencia de conflictos de índole política e ideológica disfrazados de cruzada, como el que en mi niñez ensangrentó nuestra Península. Los lenitivos mensajes de paz coexisten en las tres religiones del libro con la cotidiana brutalidad de los sistemas inquisitoriales y regímenes represivos. La "red de sombra religiosa / encubierta tiranía", bellamente evocada por Juan de Mena, se prolongó durante centurias y asoló el ámbito de la cristiandad hasta la paz de Westfalia. En la actualidad, el recurso al Dios justiciero, convenientemente privatizado, aglutina a personalidades tan dispares y de objetivos tan disímiles como el presidente Bush y Osama Bin Laden.

Mas lo que importa no es el texto, siempre contradictorio y sujeto a toda suerte de interpretaciones de los mensajes divinos, sino las razones por las que la violencia virtual de los mismos se activa de pronto y cobra una precisión implacable. ¿Qué mecanismo desencadena el cambio? ¿Qué dispositivo actúa de disparador? ¿Por qué los relojes del segundo milenio retroceden en la mente de determinados individuos y grupos minoritarios a las postrimerías del siglo VII, sin tener en cuenta la evolución de la civilización y de las costumbres a lo largo de este tiempo? Las causas son más que complejas y obedecen a un cúmulo de razones internas y externas que debemos esforzarnos en desentrañar.

2En los años sesenta del pasado siglo, el ahora denominado islamismo era un fenómeno marginal en la comunidad de naciones musulmanas recién liberadas del yugo colonial: los líderes del movimiento tercermundista, como Nasser, Ben Bella o Sukarno, encarnaban entonces el modelo político mayoritario. El wahabismo saudí constituía aún un fenómeno periférico, y el salafismo y la doctrina de los Hermanos Musulmanes carecían de un poder movilizador comparable al del nacionalismo laico y populista del FLN argelino, del nasserismo egipcio y del primitivo Baas.

El viajero barcelonés Domingo Badía, que, disfrazado de príncipe abasí, recorrió la península Arábiga durante la peregrinación a La Meca y Medina en los albores del siglo XIX, coincidiendo con el triunfo de los guerreros beduinos de Abdel Waheb, auguró razonablemente que sus ideales religiosos y sociales, cifrados en estricta aplicación de la Sharia, encontraría un gran impedimento a su difusión en las ciudades y regiones musulmanas más ricas y adelantadas en razón de la extrema rigidez de sus preceptos, incompatibles con las costumbres de las naciones conocedoras de los logros de la civilización y habituadas a los beneficios que las acompañan. "De manera que", concluía, "si los wahabíes no ceden un poco en la severidad de sus principios, me parece imposible que su doctrina pueda propagarse a otros países más allá del desierto".

Alí Bey no podía adivinar, claro está, que el descubrimiento del petróleo en la década de los veinte del pasado siglo iba a transformar a la dinastía feudal de Ibn Saud, imbuida de los principios teocráticos del wahabismo, en una gran potencia económica, cuyos petrodólares permitirían la financiación de una constelación de mezquitas, medersas y fundaciones piadosas en todo el ámbito del islam. La victoria relámpago de Israel en 1967, la muerte de Nasser y la crisis petrolera de 1973 marcan el comienzo de este cambio radical: la difusión de la doctrina rigorista saudí en el Magreb, Egipto, Sudán, Pakistán, Malaisia, Insulindia. La política de arabización forzada de Bumedián, con la consiguiente importación masiva de profesores de Oriente Próximo educados en los principios del wahabismo, produjo, por ejemplo, según pude advertir en el curso de mis viajes a Argelia, un resultado insospechado: la arabización lingüística fracasó, pero la semilla doctrinaria rigorista tomó arraigo en una población desengañada de los supuestos principios revolucionarios enarbolados por la oligarquía militar y enfrentada a una situación económica sin salida: burocratismo, paro, corrupción, crecientes dificultades de emigrar a la antigua metrópoli. La victoria electoral del FIS, el golpe militar y una guerra civil que causó 150.000 víctimas fueron el resultado directo de esta deriva político-religiosa perceptible ya en los últimos años de la época del dictador. Los jóvenes que a finales de los ochenta clamaban en los estadios "¡rana dayaain, dduna Fillistin (¡estamos perdidos, enviadnos a Palestina!)" eran la avanzadilla y almáciga de la futura Yihad.

Lo mismo, en menor grado, iba a acaecer en Marruecos. La omnipotencia del Majcén, el descrédito de los partidos políticos manipulados durante el reinado de Hassan II por el todopoderoso ministro del Interior Driss Basri, la pobreza y abandono de las zonas rurales, así como la creciente extensión de los guetos en torno a las grandes ciudades, fueron el caldo de cultivo del discurso extremista difundido en numerosas mezquitas y oratorios financiados a menudo con dinero saudí. Aunque la cruenta experiencia del país vecino moderó el radicalismo de los movimientos islamistas legales o tolerados, la doctrina de Bin Laden ganó adeptos en las franjas más desamparadas de la población: la mayoría de los suicidas del atentado de Casablanca del 16 de mayo del pasado año procedían de Sidi Mumen, uno de los arrabales más míseros del cinturón de chabolas de la ciudad.

Para un observador atento a los cambios sociales en el Magreb y Oriente Próximo, el engranaje mental del dispositivo yihadista se había puesto en marcha desde el comienzo de los noventa con unas consecuencias fáciles de aventurar.

3Unas semanas después del atentado a las Torres Gemelas, mientras zapeaba en busca de los informativos de Canal +, di por casualidad con un programa, creo de la BBC, en el que un "experto en islamología y terrorismo" trazaba el perfil o retrato robot de los militantes del Al Qaeda refugiados en Afganistán: todos ellos defendían la causa palestina y habían pasado por Bosnia, Argelia y Chechenia. Entre regocijado e inquieto, descubrí que yo reunía inopinadamente los requisitos del prototipo de sospechoso. ¡A lo mejor -o, para ser más exacto, a lo peor- mi nombre figuraba ya entre los terroristas buscados por la Interpol!

¿Qué puede conducir a un escritor entrado en la sesentena y que además, como es mi caso, odia profundamente el aventurerismo ligado a las guerras, a intervenir como testigo en algunos de los conflictos más duros de la pasada década, conflictos cuyas vicisitudes y consecuencias se prolongan de una forma u otra hasta el día de hoy? La respuesta es muy simple: el afán de conocer, si no la verdad, al menos mi verdad de los hechos, verdad oculta tras la gigantesca manipulación de la que fuimos víctimas durante la videoguerra del Golfo: montajes informativos, fotos trucadas, eufemismos obscenos, noticias omitidas, comunicados neutralizadores de una insoportable brutalidad. En el curso de mis tres viajes al Sarajevo asediado pude comprobar de visu idéntica manipulación: el asedio medieval, pero con armas modernas, de una ciudad cosmopolita y europea, cuyos habitantes, sociológicamente musulmanes, pagaban por serlo un precio monstruoso, en medio de la indiferencia de la opinión pública occidental. Poco importaba que su Gobierno defendiese los valores de una ciudadanía compuesta de diferentes credos frente a las invocaciones a la raza, la sangre y las afrentas históricas viejas de siglos esgrimidas por Karadzic y sus sicarios. Como en el caso de los terroristas de Nueva York, Bali, Casablanca, Estambul y Madrid, los relojes habían retrocedido también varios siglos. La invasión otomana, derrota del Campo de los Mirlos, el príncipe Lazar, la "destrucción de la Serbia Celeste" eran vividos como hechos contemporáneos por las huestes del hoy criminal de guerra en fuga, pero proclamado entonces Hijo Predilecto de Jesucristo por la Iglesia ortodoxa de su país. El 14 de julio de 1995, en el enclave de Srebrenica, teóricamente protegido por las Naciones Unidas, los matones de Mladic ejecutaron a más de 7.000 musulmanes bosnios, más del doble de víctimas que en las Torres Gemelas, sin que nadie interviniera ni informase siquiera de lo acaecido sino dos meses más tarde. Gracias a los testimonios de media docena de fugitivos de la matanza recogidos en el hospital de Kosovo en la capital asediada, rompí este silencio en el artículo Cayó sobre nosotros un diluvio de fuego, publicado en EL PAÍS el 24 de agosto de 1995. Las grandes agencias de prensa lo hicieron 15 días más tarde.

Suponer que la abierta complicidad de Unprofor con los asediadores -de ella di cuenta, con pruebas fehacientes, en una reunión organizada por Le Monde Diplomatique- no iba a tener consecuencias en la creciente fractura entre las democracias occidentales y el mundo islámico, constituía un caso de voluntaria ceguera o de política de avestruz. En el aeropuerto de Split, el hospital sarajevita y junto a la Asociación Benéfica Saudí cercana a la hermosa gran mezquita otomana de la ciudad, me crucé con algunos muyahidin que, ante el horror e impunidad del genocidio, acudían en socorro de los sitiados. Como sabemos, Bosnia fue el bautismo de fuego de algunos millares de combatientes venidos de todo el ámbito del islam, combatientes que, tras los acuerdos paticojos de Dayton, liaron su petate y regresaron a sus países de origen o se concentraron en Afganistán.

La misma experiencia se repetiría en Chechenia. Allí, el cotidiano salvajismo de la ocupación rusa actuaba mediante el terror y la política de tierra quemada. En las ruinas de Grozni, los secuestros y desapariciones de presuntos o reales independentistas eran pan de todos los días. La prensa occidental no cubría sino esporádicamente el martirio de la población. Durante mi estancia sólo tropecé con un periodista mientras trataba de filmar el exterior de los siniestros puntos de filtración: Ricardo Ortega, recientemente asesinado en Haití. Mis contactos locales, con quienes trabé conocimiento gracias a la corresponsal de este periódico en Moscú, Pilar Bonet, me informaron de la llegada de muyahidin turcos y árabes, agrupados en torno al carismático guerrillero Shamil Basayef. Intenté entrevistarme con éste en el área de Vedeno y Bamut, pero las lluvias lo impidieron. Desde entonces -casi ocho años-, el exterminio selectivo de la población continúa, ahora sin testigos: el zar Putin acalla el clamor de las víctimas y diluye la identidad de los combatientes chechenos en la nebulosa del "terrorismo internacional". Tras las investigaciones de la matanza del 11-M, sabemos que algunos de quienes la planearon se foguearon en las montañas del Cáucaso. El afán de venganza y de retribución perversa trastocó las mentes de quienes, a falta de arremeter contra los culpables, se ensañan fríamente, sin misericordia alguna, con poblaciones inocentes y exentas de toda responsabilidad en los horrores que presenciaron.

Si a todo ello agregamos las escenas intolerables de violencia -represalias colectivas, muro del apartheid, asesinatos selectivos retransmitidos a diario desde los territorios ocupados de Palestina por los canales de televisión árabes- tendremos un cuadro completo de las circunstancias -en modo alguno atenuantes de los crímenes de Al Qaeda- que activaron la violencia virtual de las referencias coránicas en la mente de los suicidas de Nueva York, Bali, Casablanca y Madrid.

4 Como no me canso de repetir, la palabra-maleta "terrorismo" reviste múltiples significados y varía en función del enfoque -tiempo, lugar, etcétera- de quienes la emplean. El resistente francés contra los ocupantes nazis era calificado de terrorista por éstos, y tras la liberación de Francia por los ejércitos aliados, se convirtió en héroe y mártir. Lo mismo ocurrió, durante el mandato británico, con los grupos armados sionistas que dinamitaron el hotel King David de Jerusalén, ocasionando más de un centenar de muertos, y con los héroes y heroínas del FLN a la firma de los Acuerdos de Evian: unos y otros son venerados como padres de la patria en Israel y en Argelia. Por eso, la inepta comparación del ex ministro de Asuntos Exterior Josep Piqué entre el terrorismo palestino y el de ETA, y el asentimiento silencioso de Aznar al indignante paralelo trazado por Putin entre los etarras y chechenos, me parecieron un torpe e inadmisible regalo a la banda terrorista, equiparada de golpe a la lucha desesperada de dos pueblos por su subsistencia. La resistencia al ocupante armado, ya sea en Palestina, Chechenia o Irak, no es terrorismo. Una cosa es atentar contra los militares o milicias armadas que invaden y ocupan un país, y otra muy distinta asesinar indiscriminadamente a civiles inocentes. Ni las víctimas de las Torres Gemelas ni las de las mochilas bomba colocadas en los trenes de Atocha tenían nada que ver con el apoyo incondicional de Bush a Sharon ni con la fotografía del sonriente Aznar en la grotesta cumbre de las Azores. En este último caso, el pueblo madrileño había manifestado una y otra vez, con dignidad y valentía, su rechazo a la participación española en la coalición invasora. La tragedia fue así aún más odiosa e inicua. El desajuste mental de quienes se inmolaron después en una apoteosis suicida se condensa en su sobrecogedor mensaje: una España devuelta a los tiempos de un fabuloso Al Andalus y el mítico Tarik de una invasión asimismo mítica -¡los hechos acaecieron de forma muy distinta!- sirven de peana al anuncio de un infierno con mares de sangre por unos visionarios empecinados en su increíble acronía. Ahora, con mayor apremio que nunca, se impone la necesidad de analizar las razones internas y externas de la crisis que afecta a la vasta y heterogénea comunidad musulmana que se extiende desde el Atlántico hasta el sur del archipiélago filipino.

5 Desde su liberación más o menos cruenta de los poderes coloniales, los pueblos árabes han sido gobernados por regímenes teocrático-feudales y dictaduras implacables y a menudo sangrientas. Unos y otras se han mantenido durante décadas sin que las antiguas metrópolis ni el emergente imperio norteamericano dijeran palabra en la medida en que el statu quo favorecía sus intereses. La ocupación ilegal de Gaza y Cisjordania por los israelíes y el despotismo de la familia de Ibn Saud, por citar dos ejemplos, no suscitaron reacción alguna a favor de las resoluciones de la ONU ni de los derechos humanos. Mientras que los disidentes de la Europa del Este fueron alentados en su lucha contra los sistemas de corte soviético y recibidos como héroes a su salida de la cárcel, los demócratas árabes no obtuvieron jamás apoyo alguno. Encarcelados, secuestrados, ejecutados, su lucha no les valió el sostén solidario concedido a rusos y húngaros, polacos y checos. Su suerte no interesó a nadie.

Este abandono de los principios democráticos por quienes deberían ser los primeros en defenderlos consolidó a los Gobiernos teocráticos y dictatoriales y ahogó la crítica y reflexión, excluidas a la vez del campo religioso y del político.

La crisis de los intelectuales árabes, denunciada con rigor por pensadores del fuste de Abdalá Larui, Hichem Djait y, en particular, Edward Said, se expuso en un contexto desfavorable y no se tradujo en una autocrítica eficaz de sus causas ni en una modernización de los poderes fácticos. Si a ello añadimos el peso de las tradiciones opresivas, la discriminación de la mujer, el subdesarrollo económico, el analfabetismo y un largo etcétera, comprenderemos mejor el callejón sin salida de unos pueblos náufragos, cuya única agarradera o cuerda salvadora es la religión. La práctica de ésta se extendió así en los años ochenta en el norte y sur del Mediterráneo: en los países del Magreb, Pakistán, Egipto y en el seno de la inmigración musulmana establecida en Europa. Los problemas de adaptación al nuevo medio social, el prejuicio racista de algunos sectores de la población nativa, el aumento del paro, el fracaso escolar de muchos jóvenes, se conjugaron para favorecer la resistencia a la integración en grupos minoritarios, con su consiguiente encierro en unas estructuras identitarias que Jean Daniel denomina justamente "prisión". El tiempo histórico desaparece entonces y es sustituido por un esencialismo atemporal, como es también el caso de los ultrarreligiosos judíos y de los radicales vascos.

Las tesis de Huntington sobre el choque de civilizaciones -ampliadas hoy por sus invectivas contra una comunidad hispana cuya lozanía pondría supuestamente en peligro la supremacía de los blancos anglosajones y protestantes- han generado a su vez reacciones más viscerales, como la de Oriana Fallaci con sus prédicas apocalípticas, en perfecta sintonía con el mensaje de los suicidas de Leganés, sobre la invasión islámica y la necesidad de una nueva cruzada destinada a impedirla.

Las comparaciones históricas son casi siempre engañosas y pecan en cualquier caso de inexactitud en el manejo de sus términos. En situaciones como las que vivimos resulta inútil recurrir al lenguaje teológico, objeto ya de controversias entre las distintas escuelas jurídicas y las 71 o 73 sectas de la comunidad islámica establecidas por Ibn Hanbal, el referente de la más rigurosa de aquéllas.

En el marco de las constituciones europeas debemos hablar de derechos y deberes, aplicados en pie de igualdad a ciudadanos e inmigrantes. En lo tocante al mundo musulmán, la política del nuevo Gobierno debe ser exactamente la contraria del de Aznar: acercamiento económico y cultural a Marruecos, apoyo a los intelectuales y partidos demócratas, abandono de la puntillosa confrontación tocante al Sáhara, fluidez en la concesión de contratos de trabajo necesarios a nuestra economía, sustitución de la arrogancia "perejilesca" por una política firme de amistad y de cooperación. Respecto a Oriente Próximo, la del respaldo, con el conjunto de la Unión Europea, a una solución justa del conflicto palestino-israelí y la retirada, confirmada ya por Rodríguez Zapatero en sus nuevas funciones de presidente del Gobierno, de nuestro contingente militar en Irak. Ésta no es una medida de amedrentado apaciguamiento, ni menos aún de rendición a las fuerzas conjugadas del nacionalismo suní y de la insurgencia del autotitulado Ejército del Mahdi, como sostienen los halcones de Washington, de The Wall Street Journal y de la Fox, sino de elemental sensatez: la de no arrojar más aceite al fuego que amenaza con propagarse a todo Oriente Próximo. Si sumamos a ello el cínico acuerdo entre Bush y Sharon sobre el futuro de los palestinos a espaldas de los interesados -apriscados así en bantustanes míseros e inviables-, amén de la política de asesinatos selectivos de los líderes de Hamás y quién sabe si del propio Arafat -terrorismo de Estado frente a terrorismo artesanal-, no hace falta ser un profeta para predecir la multiplicación de los muyahidin y la intensificación de sus atentados en tierras de los "cruzados" y en todo el ámbito musulmán presuntamente ligado a éstos.

6 La diferencia entre el antiguo colonialismo anglofrancés y el del actual imperio americano resulta instructiva y reveladora. Cuando los franceses impusieron el régimen de protectorado en Marruecos, el mariscal Lyautey poseía mejores conocimientos de este país que ningún marroquí: de su religión, costumbres, leyes, instituciones en las que apoyarse, enemigos a quienes combatir. Unas decenas de millares de ingleses gobernaron la India durante dos siglos jugando hábilmente con las rivalidades religiosas, étnicas y tribales...

La decisión de Bush de invadir Irak, impulsada por los intereses petroleros y los fundamentalistas religiosos de la Gran Tribulación, partía de una ignorancia absoluta del país "liberado". La fábrica de manipulaciones y mentiras de la Casa Blanca ha desembocado con rapidez en una previsible catástrofe: espiral de violencia, atentados y castigos, desafección creciente de la población, amenaza de una interminable guerra civil y, a la postre, de un nuevo Vietnam. Las supuestas relaciones del tirano depuesto con Al Qaeda carecían de toda credibilidad. En el Irak de Sadam, nadie podía mover un dedo sin que sus omnipotentes servicios de seguridad lo supieran. Tras un año de ocupación, el país se ha convertido en un vivero de terroristas, como antes lo fue Afganistán. El suculento negocio del petróleo se desvanece como un espejismo a causa de la guerra y la inseguridad reinante. El fiasco ha sido absoluto.

Contrariamente a las ensoñaciones de Aznar y a su delirio de grandezas, España no tiene nada que ganar en Irak ni que justifique la presencia de su Ejército en Diwaniya bajo el mando militar norteamericano. La pacificación y reconstrucción del país sólo podría llevarse a cabo con un mandato político claro de las Naciones Unidas. Insistir en lo contrario es añadir un nuevo eslabón en la cadena de disparates que va de la disolución del Ejército de Sadam a la tácita admisión del pillaje del Museo Arqueológico y la Biblioteca de Bagdad mientras se preservaba neciamente el Ministerio del Petróleo.

En corto y por derecho: tras la fraseología religiosa de Bush sobre "el bien y el mal, la libertad y la esclavitud, la vida y la muerte", descubrimos el 11-M que el futuro de nuestro planeta es mucho más vulnerable e incierto que el de antes de la invasión.

Fieles musulmanes rezan en la mezquita de Madrid con motivo del Ramadán.
Fieles musulmanes rezan en la mezquita de Madrid con motivo del Ramadán.GORKA LEJARCEGI

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