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Cuba y la izquierda iberoamericana

Rafael Rojas

En los dos próximos años, la mayoría de los gobiernos iberoamericanos podría estar encabezada por líderes y partidos de izquierdas. A los triunfos de Sampaio en Portugal, Lula en Brasil, Kirchner en Argentina y Rodríguez Zapatero en España, tal vez se sumen los de Luis Eduardo Garzón en Colombia, Andrés Manuel López Obrador o Jorge Castañeda en México, alguna candidata de centro-izquierda en Chile, como Michelle Bachelet o Soledad Alvear, y algún político socialdemócrata en Perú como Valentín Paniagua o Javier Díez Canseco. Este giro a la izquierda, muy lejos de esa alarma que cunde en un Departamento de Estado por momentos aferrado a la bipolaridad ideológica de la guerra fría, será decisivo para la consolidación de la democracia en la región.

A diferencia de España y Portugal, América Latina no ha experimentado gobiernos estables de izquierda desde la consumación de las transiciones democráticas a mediados de los ochenta. Estos nuevos gobiernos, arropados por una plena legitimidad democrática y comprometidos con una crítica inteligente del modelo neoliberal, podrían acelerar la inserción de la izquierda latinoamericana -todavía proclive al autoritarismo en los casos marginales de Hugo Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia- dentro del proceso continental de afianzamiento del Estado de derecho y de una economía de mercado socialmente responsable. Como han demostrado Brasil, Argentina y Ecuador, la probabilidad de que esos gobiernos democráticos de izquierda degeneren en dictaduras populistas o comunistas es casi nula.

Un punto de discordancia entre la nueva izquierda democrática latinoamericana, por un lado, y Washington y los organismos financieros internacionales, por otro, es la inequidad que impone al comercio interamericano y atlántico el subsidio de productos agropecuarios en Estados Unidos y Europa. Ése es el principal diferendo que ha frenado el proyecto del Acuerdo de Libre Comercio para las Américas (ALCA) en el Cono Sur y en los Andes, donde varias izquierdas vecinas tienen visiones distintas sobre una virtual integración comercial con México, Estados Unidos y Canadá. Sin embargo, frente al sólido consenso en materia de políticas económicas sanas, inversión social efectiva, seguridad hemisférica, Estado de derecho y democracia, el debate en torno al comercio pierde intensidad ideológica, a pesar del mesianismo antiyanqui que tratan de imprimirle populistas trasnochados como Hugo Chávez o Fidel Castro.

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El otro punto de discordancia, que podría incrementar las tensiones entre la nueva izquierda iberoamericana y una segunda Administración de George W. Bush que sea tan unilateral como la primera, o un Gobierno de John Kerry que no se despegue un poco del lobby cubanoamericano, está relacionado con un capítulo muy simbólico de la política exterior de Estados Unidos. Cuba, que en el pasado ha sido un tema de enfrentamiento diplomático entre Iberoamérica y Estados Unidos, podría figurar de dos maneras en ese debate: como una manzana de la discordia entre estrategias punitivas y persuasivas -que es lo que desea Fidel Castro- o como un área de convergencia entre Europa, América Latina y Estados Unidos, en la que predomine el consenso de avanzar hacia la democratización de la isla por la vía del diálogo crítico y la negociación diplomática. Sin embargo, esa producción de una política occidental común hacia la isla, que es lo que desea la oposición interna cubana, sólo podrá realizarse si Estados Unidos levanta el embargo comercial contra Cuba, el cual es rechazado por todos los gobiernos europeos y latinoamericanos.

Mientras no se alcance ese consenso diplomático, el Gobierno de Fidel Castro puede continuar practicando su tradicional encubrimiento de la parálisis económica y el despotismo político tras el diferendo con Estados Unidos. Puede, incluso, atizar, como ha hecho eficazmente en los últimos quince años, cualquier diferencia entre las comunidades iberoamericana y norteamericana con el fin de obstruir las transiciones democráticas en nombre de viejos mitos nacionalistas y autoritarios. Si una democratización pacífica de la isla, a partir de un acuerdo razonable entre el Gobierno, la oposición y el exilio, se convierte en un objetivo compartido de la diplomacia atlántica, la poca resistencia que podrá ejercer Fidel Castro y el círculo intransigente que lo rodea será percibida, hasta por sus propios aliados latinoamericanos, como el burdo apego de una élite al poder.

Aun cuando ese acuerdo no se alcance, dada la firme oposición al levantamiento del embargo comercial que predomina en la clase política cubanoamericana, y Fidel Castro logre mantener su juego antiyanqui hasta la muerte, la emergencia de una nueva izquierda democrática en Iberoamérica tendrá un efecto saludable sobre la transición cubana. Gobiernos como los de Ricardo Lagos en Chile y Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil demuestran que en países pobres y desiguales, como los latinoamericanos, no son imposibles administraciones comprometidas con la justicia social, los derechos humanos, la democracia política, el crecimiento económico, la soberanía nacional y el multilateralismo diplomático. Gobiernos breves de izquierda democrática que cumplen un mandato electoral, respetan la alternancia, saben abandonar el poder y no aspiran a la eternidad por medio del enfrentamiento mesiánico con Estados Unidos. Izquierdas conscientes de que deben proteger la democracia, ya que fue ese régimen, y no la lucha armada, la vía que las llevó al poder.

Las diferencias políticas entre esa nueva izquierda democrática iberoamericana y la vieja izquierda autoritaria que personifica el régimen cubano son demasiado evidentes. La mejor prueba de que la revolución y el socialismo cubanos han dejado de ser paradigmas de las izquierdas occidentales es que ninguno de esos nuevos gobiernos de orientación socialdemócrata -ni siquiera el de Chávez- ha roto relaciones con Estados Unidos, estatizado la economía, suprimido

las libertades de expresión y asociación o impuesto un régimen de partido único. El propio Fidel Castro sabe que su sistema ya no es una referencia ideológica, que ya pasaron aquellos tiempos de Allende y Ortega, en que los radicales cubanos rebasaban por la izquierda a los socialistas chilenos y nicaragüenses, precipitándolos en una polarización hábilmente aprovechada por Washington y las derechas militares de la guerra fría. Por eso el viejo caudillo se conforma con el tímido apoyo diplomático que puede representar una abstención ante la Comisión de Derechos Humanos de Ginebra.

Sólo en una situación límite -un colapso social, un éxodo masivo, una guerra civil, una intervención norteamericana- esas diferencias ostensibles entre el totalitarismo cubano y las nuevas democracias de la región pasarían a un segundo plano. La comunidad iberoamericana no vería con buenos ojos que una espiral de violencia, similar a la que se desató en Haití a principios de este año, derive tristemente en una ocupación de la isla por Estados Unidos y la imposición de una democracia desde afuera. Cuba, por su revolución y por su dictadura, por su rol protagónico en la región durante la segunda mitad del siglo XX, es demasiado simbólica como para merecer otro desenlace que no sea un cambio de régimen pacífico, negociado y soberano. La nueva izquierda democrática iberoamericana es la fuerza internacional que con mayor legitimidad y eficacia puede impulsar diplomáticamente esa transición cubana.

Rafael Rojas es escritor y ensayista cubano, codirector de la revista Encuentro.

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