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Columna
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Zeligs

Soñaba de niña, en esa ingenuidad, esa ignorancia, con ser reportera de guerra. Ahora, la sola idea me espeluzna; doble idea: la de la guerra y la de estar allí para contarlo. Con frecuencia, uno no sirve para sus sueños de infancia. Lo más cerca que he estado del reporterismo de guerra (con todos mis respetos por los que sí valen para jugarse la vida tratando de informar) fue el miércoles en el hotel Palace, presentación del libro Mis ocho años en La Moncloa, escrito ("con la ayuda del joven periodista Álvaro del Corral") por Ana Botella. No tanto (no sólo) porque allí estaban los señores y las señoras de la guerra, sino porque decidí adentrarme en aquel terreno socialmente minado como quien se aventura hasta la primera fila (prieta) de un peligroso frente ideológico. Acompañada por el periodista catalán Paco Obrer, mantuvimos el tipo. Dos infiltrados. Íbamos de cachondeo, pero más peinados que de costumbre, para no desentonar, y, como dignos zeligs de Woody Allen, no sólo dimos el pego, sino que, protegidos por un cordón de quebrantahuesos, avanzamos desde el lujoso hall hasta el lujoso estrado en el pelotón de la autora, esposa, madre y concejal a la vez ("una mujer de su tiempo casada con un hombre de su tiempo"): Ana Botella, José María Aznar, Rodrigo Rato, Mariano Rajoy (y Elvira), Javier Arenas, Luisa Fernanda Rudi, Federico Trillo, Ana Palacio, Eduardo Zaplana, Ana Mato, Paco Obrer y yo. Lo juro. Piel contra piel. Nunca nos vimos en otra.

El caso es que vimos cómo son de cerca: cuando Aznar pasa a ser Jose (sin tilde). Presentaba Rodrigo. Rato. "Una Ana tal cual". Y tal y cual. "Una mujer con personalidad" (fue machista: ¿hay mujeres sin personalidad, por inane que ésta sea?). Ana, que remitía su tristeza al terrorismo, dijo que, después de los ocho años en La Moncloa, su marido y ella volverán a ser ellos mismos. ¿No han sido ellos mismos en La Moncloa?, ¿se puede gobernar sin ser uno mismo? Sin embargo, de cerca, se les parecían mucho: esa autocredencial de clase rancia, privilegiada aun en la derrota. Porque, bajo sus galas de siempre, se les veía derrotados. Más bien, estupefactos. A la autora, nerviosa. Se equivocó mucho: 11 de septiembre por 11 de marzo (claro); 1966 por 1996, llegada del matrimonio a La Moncloa (¿olvidó -qué lapsus facilón- que la democracia se basa en la posibilidad de alternancia del poder?). Curiosamente, el público aplaudía, más que nada, los errores. "Me di cuenta", meditó, "de que la vida estaba fuera de la verja de La Moncloa". Muy aguda. Aunque, ¿no hubiera sido bueno que la vida traspasara esa verja? Habría menos muertos, en Madrid y en Irak. Entre los peores momentos, Ana recordó Perejil. Merece el virreinato. Entre los mejores, la satisfacción del deber cumplido. Muy original. Y la emoción de haber casado a una hija "a la que adoras". Pura Historia de España. A todo esto, Miguel Ángel Rodríguez se dormía de pie, Esperanza Aguirre congelaba la sonrisa y a Gallardón se le aceleraban los tics faciales. Es decir, que vimos, de cerca, cómo están: Ana (Mato), más morena que nunca, como si la hubieran mandado a Baqueira; Ana (Palacio), pa'llá, también más que nunca, como si volviera de Marte; Eduardo, impertérrito; Federico, pretérito; Mariano, bah, ni fu ni fa; Elvira, ajena. Pero Jose, el peor. Se le ahorcaba la mirada en las arañas del techo y se diría que contenía una lágrima, como en la boda de la niña. Está fatal. Hasta el punto de acabar solo, al pie de una columna, haciéndose fotos con señoras ("¿te acuerdas, Jose, fuimos vecinos en Conde de Orgaz?"). Disparaba un fotógrafo anciano, neorrealista y oficial. Y Jose se dejaba. Patético como un monito de feria o un burrito de Mijas. Menos inocente. Paco Obrer le tendió la mano y una trampa verbal: "La Historia te colocará en tu sitio". Y Jose se lo agradeció.

De cerca, sorprende que algún día triunfaran en las urnas. Porque allí sólo había un tipo: la derechona. Marquesas y notarios. Dinero viejo. Joyas de familia y compromiso. Caspa lacada. Pitita Ridruejo. Carmen Sevilla. Y Mariñas, con la digital. Veníamos de ver en Barcelona la exposición sobre Leigh Bowery (1961-1994), artista del dressing up, icono de la transgresión. Si como un zelig de la aristocracia provinciana se hubiera colado en la performance del Palace, habría hallado inspiración. Nosotros, una vez cumplida nuestra perversa misión, pusimos pies en polvorosa. Adiós.

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