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CAMBIO POLÍTICO
Columna
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La tristeza, que nunca engaña...

Soledad Gallego-Díaz

La tristeza, que nunca engaña, nos puede engañar esta vez, como dejó escrito Mercè Rodoreda. Nos puede engañar si dejamos que oculte cosas que debemos saber o si permitimos que, en su nombre, se disfracen realidades que son feas, pero que hay que conocer. La tristeza por lo ocurrido el 11-M no debe ocultar las dudas sobre la capacidad y la actuación de los servicios de inteligencia de este país, aparentemente cogidos por sorpresa por un atentado que, sin embargo, debía estar entre sus primeros temores.

No se trata de acusar ni de exigir responsabilidades, legales o políticas. Se trata de hacer algo para que los ciudadanos recuperemos una confianza que está maltrecha. Para averiguar si se hizo todo lo posible y, en el caso de que no hubiera sido así, si ya hemos empezado a descubrir los fallos y a poner los medios adecuados para corregirlos. Nadie puede garantizar que una tragedia como la del 11-M no se vaya a repetir, pero los ciudadanos tenemos derecho a estar seguros de que se está haciendo todo lo humana, y legalmente, posible para evitarla.

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Por encima de todo, no se trata de promover otra confrontación política a la que tan inclinados somos. (Jiménez Lozano se lamenta de que los españoles pintemos "retratos al odio"). Quizás en España, hoy día, no merezca la pena encargar a una comisión parlamentaria que investigue qué sucedió y cómo están trabajando los servicios de inteligencia, porque lo más probable es que se convierta en una palestra para luchas políticas, sin la menor intención de descubrir la verdad. Tal vez sería más oportuno que se nombrara una comisión independiente, integrada por especialistas, incluso políticos retirados experimentados en el tema, y que sólo después de establecidos y analizados los hechos el informe así elaborado llegara al Parlamento para su debate y, por supuesto, para su conocimiento público.

Hay que insistir en que de nada servirían las "auditorías internas" de las que tan partidarios son los propios servicios de inteligencia, porque de lo que se trata es de analizar "desde fuera" cómo trabajan. Tampoco hay motivos para creer que ese tipo de investigación ponga en peligro a los agentes en el terreno, a los informadores o a los propios mecanismos de funcionamiento de esos órganos de seguridad y de información. Lo demuestra la comisión nacional que investiga en Estados Unidos lo ocurrido antes del 11 de septiembre y que se desarrolla, ejemplarmente, con la televisión en directo.

En el caso español, importa mucho saber si los servicios de información le estaban dando la importancia debida al riesgo de un ataque de Al Qaeda contra la población civil, si el Gobierno tuvo acceso a esa información y qué medidas se adoptaron.

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No hace falta ser una experta, sino una ciudadana sensata, para interrogarse sobre algunas circunstancias de los atentados del 11-M. Por ejemplo, ¿es cierto que algunos de los detenidos como presuntos autores materiales habían sido investigados con anterioridad por sus relaciones con grupos islamistas radicales y que, sin embargo, se relajó posteriormente su control? ¿Qué medidas de vigilancia de estos individuos, y de las personas con las que se relacionaban, se establecieron a raíz del atentado de Casablanca?

¿Cómo es posible que hayan desaparecido más de 100 kilos de Goma 2 de una cantera o mina sin que nadie lo detectara? ¿Cómo es posible que alguien vinculado con la venta ilegal de explosivos, José Emilio Suárez, no estuviera especialmente controlado en estas circunstancias? Es aterrador saber que, como en el caso del 11-S, los autores de los atentados no fueron a buscar armas de destrucción masiva a Irak, sino que las lograron de manos de sus propias víctimas. En Estados Unidos fueron aviones. En España, dinamita minera.

Y una pregunta muy preocupada: ¿Cuánta información nos estaban proporcionando los servicios de inteligencia de EE UU? ¿Valoraron el riesgo que corríamos? ¿Dejaron, al menos, que fueran nuestros especialistas quienes manejaran toda esa información para valorar, ellos sí, nuestro propio riesgo? solg@elpais.es

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