Volver al tren para alejar el trauma
Los ciudadanos de la periferia de Madrid vuelven a utilizar los cercanías - Las mochilas y las bolsas producen pánico y falsas alarmas - "Ha vuelto la circulación, no la normalidad", resume un guardia de Atocha
La estación de Alcalá de Henares sigue pareciendo un velatorio. Carteles y cirios rojos recuerdan a las víctimas. El ambiente es espeso y un silencio rotundo rodea a los escasos viajeros. Hay policías rondando, y los trenes rojiblancos esperan a los usuarios para salir hacia Atocha cada cinco minutos. Pero nada es igual, todavía. Algunas personas suben al tren llorando. Otros llegan y se dan la vuelta.
Los más enteros van ocupando los asientos del primer convoy de la tragedia (7.05) con desolación manifiesta. "No tengo más remedio que coger el tren", dice Eva Patiño, de 25 años. "No tengo otra forma de llegar a mi trabajo. Si no, iría en otro medio".
Los jóvenes con mochila intentan sonreír para tranquilizar a todos los que les miran con aprensión, que son muchos. La vieja camaradería de los que se ven cada día parece haber desaparecido. Y las muchedumbres no suben como antes en Torrejón, San Fernando, Coslada, las grandes ciudades-dormitorio del este de Madrid.
"Hay que seguir con la vida normal. No hay que obsesionarse. Lo que pasó era inevitable"
"Tengo un gran sentimiento de culpa. Todos esos heridos..., y yo no hice nada"
Mucha gente se baja en Vicálvaro, quizá para evitar el trayecto Santa Eugenia-El Pozo-Atocha. Allí cambian al metro con una extraña expresión de alivio.
Antes de amanecer, en el andén de Vicálvaro hay unas velas apagadas y cuatro o cinco personas esperando. Cristina Gallego, de 25 años, se escapó de las bombas porque "ese día estaba de baja". Anteayer cogió el tren por primera vez, con gran susto. "Antes de llegar a Entrevías, un chaval de otro vagón vino corriendo a buscar al revisor porque alguien había olvidado una bolsa. Preguntaron y no era de nadie. Cuando paró el tren antes de la estación, la gente se bajó en tropel. Sacaron la bolsa, pero sólo volvieron a subir la mitad".
En Santa Eugenia, a la altura del vagón en el que estalló la bomba, hay un ramo de flores. No se ve ninguna medida de seguridad especial. Una mujer de mediana edad enciende una vela antes de coger el tren en dirección a Atocha. "Todavía no sé cómo estoy aquí", dice. Como todos los días, el jueves cogió el tren a la misma hora. Lo vio todo. Todavía no lo ha superado: "Tengo un gran sentimiento de culpa, todos esos heridos y yo no hice nada".
La gente se acerca lentamente a la estación y se queda unos minutos en la entrada para observar los mensajes de rabia y solidaridad por los muertos y heridos, muchos de ellos vecinos del barrio. Dieciséis personas murieron aquí el 11-M. Sólo estalló una bomba, pero muchos de los habituales de este horario la sufrieron directamente o se salvaron por poco, y eso marca. Un revisor explica: "La gente está cabizbaja. Tendrá que pasar mucho tiempo para que se pueda superar el miedo, pero no queda más remedio".
Santa Eugenia, a diferencia de otros barrios o pueblos por los que pasa el cercanías, carece de transporte alternativos para llegar al centro en poco tiempo.
En El Pozo, los habituales de las 7.30 miran al suelo. Pero no son los de siempre, o más bien, no están todos. Faltan los 67 pasajeros que han muerto y numerosos heridos. El miedo o la pena retraen a muchos más.
José Manuel, de 27 años, siempre va de pie en el vagón que le lleva a su taller de serigrafía, pero ayer pudo sentarse. No está obsesionado. "No se puede tener más cuidado que antes porque lo que pasó era inevitable. Si te va a tocar, te toca; tienes que seguir con tu vida normal". Su mujer, en cambio, va alerta, mirando a los que llevan mochilas. Él le dice que no le dé vueltas. "No hay que obsesionarse".
Lo mismo piensa Enrique González, trabajador de Iberdrola, de 39 años, a bordo del tren que sale de Alcalá a las 7.05. Estaba en Atocha cuando sucedió la masacre: 34 muertos en el acto. Salió ileso. Dos conocidos suyos murieron. "El miedo en casos así no vale de nada, es mejor no pensarlo y que pase lo que Dios quiera. Si coges el autobús, igual te pasa en el intercambiador de Avenida de América. Miedo he tenido a que hubiera entrado otro tren en Atocha cuando explotaba el primero. Habría habido lo menos 2.000 muertos. Las escaleras para pasar de un andén a otro vibraron como si se fuera a hundir la estación".
Algunos recurren a la fe para emprender el viaje. Marcia se santigua antes de meter su billete en el torno de entrada a El Pozo. Al lado hay decenas de velas y ramos de flores. No son lo único que llamaría la atención a un forastero que acabara de llegar al sureste madrileño sin noticias de lo ocurrido. En el lugar del atentado más sangriento, el dolor se siente en las caras y las marquesinas desgarradas. Marcia, asistenta, de 48 años, cuenta cómo se siente: "Se me espeluzna el cuerpo cuando veo esas velas, pero hay que seguir adelante. Me persigno porque soy ecuatoriana y allí nos encomendamos a Dios cuando salimos de casa".
Otros que esperan en los recién reparados andenes de El Pozo están más o menos abatidos, según su carácter. Gela, georgiano de 49 años, peón de albañil, no tiene miedo porque estuvo dos años en el ejército de su país: "Allí tuve que esquivar muchas balas". Mónica, de 27 años, apenas balbucea: "Tengo un nudo en el estómago, pero hay que coger el tren". Alfonso, 35 años, colombiano de Coslada, es tajante: "El que no tiene susto es que no tiene corazón". Juan, de 32, es el más tranquilo. "Yo me adapto a todas las situaciones, lo voy llevando bien", dice mientras come un bollo de chocolate.
Todos quieren retomar su vida normal aunque algunos estén inquietos. Como dice Sergio, de 23 años, "tenemos suerte de que no nos haya tocado, pero ahora hay que tirar adelante".
Algunos viajeros comentan en voz baja la suerte de estar vivos. Éste, por haber cogido un tren a la carrera; aquellas, por seguir una huelga universitaria; el otro, por adelantarse un poco a la catástrofe, sólo por cinco minutos. Estrella Muñoz, cocinera en un bar de Atocha, esquivó la bomba de El Pozo por librar un jueves de marzo. Llora cuando espera el mismo tren que no cogió el otro día: echa en falta a una pareja habitual. "Su hija murió allí mismo", y señala un lugar del andén donde coincidían cada día.
Aída, estudiante de 18 años, se pregunta qué habrá sido de la limpiadora de Renfe, "supermaja", que trabajaba en los andenes a las 7.40. Sabe que el vendedor de cupones se recupera de sus heridas. También vio en la televisión el carrito del niño de una chica peruana que siempre cogía el tren con ella. Estaba tirado entre los escombros de la estación, Aída teme por la suerte de madre e hijo.
Estrella y Aída dicen sentirse "muy mal" por no haber hablado nunca con algunas de las víctimas que conocían de vista. Y son muy conscientes de que podrían haber sido ellas. Aída, que cree "en cosas de esas de energías", resume así el ambiente de El Pozo: "En cuanto he entrado en la estación, he sentido una atmósfera horrible, muy fea".
En el tren que llega a las 7.37, algunos pasajeros dormitan y otros asoman la cabeza con curiosidad para ver los daños de la estación en la que acaban de parar. Una chica se afana con una sopa de letras y muchos leen la prensa gratuita. Como cada día. Pero en Entrevías monta una mujer con dos maletas y las miradas inquisitivas son inevitables.
Laura y Sonia Sánchez son de las pocas personas que van charlando. Se dirigen a sus universidades desde Torrejón, y van sentadas, por una vez. Laura hace como que lee, "para no pensar", levantando la cabeza cuando Sonia le dice algo.
Las hermanas tienen miedo, "no porque vuelva a pasar, sino porque nos ha tocado tan cerca que sientes más los atentados. El jueves no cogimos el tren por casualidad".
A su alrededor, la gente se vuelve para averiguar quién comenta lo del atentado en voz alta. Los pocos que hablan lo hacen muy bajito, como si no quisieran que nadie se enterara de su conversación.
El tren llega rápido a Atocha, lo que impide ver el escenario de los asesinatos de la calle de Téllez (64 víctimas mortales). Los guardias jurado que cada día controlan la aglomeración en los andenes 1 y 2 de la estación, empujando a las masas hacia los vagones "como en el metro de Japón", no tenían ayer demasiado trabajo.Una multitud ocupa cada día a la hora de los atentados la plataforma donde explotó el primer tren, que circulaba por la vía 2. La imaginación prefiere no manejar la posibilidad de que las explosiones hubieran sucedido con otro tren parado en la vía 1, justo enfrente, a 10 metros escasos.
De repente un hombre de aspecto latinoamericano se desploma en el suelo y los guardias acuden a ayudarle. Un cámara de televisión rueda la escena. Enseguida, unas enfermeras que van a trabajar se agachan y le examinan. El 11-M ha roto muchas cosas, pero se nota que la solidaridad ha salido reforzada.
Una mujer sale llorando de un tren que llega. La sensación de riesgo, el desamparo y la memoria siguen marcando la vida en los trenes de cercanías. Uno de los guardias que estaba de servicio en Atocha la mañana del 11-M cuenta que, el lunes, los viajeros desalojaron un tren: había un carro de la compra abandonado que al final resultó ser de un repartidor de publicidad. "Ha vuelto la circulación, no la normalidad", resume.
A la salida, los madrileños siguen rindiendo homenaje a sus muertos. Los carteles recuerdan nombres, designan culpables, piden justicia y paz. Las velas se mantienen encendidas. El trauma será largo. Pero Madrid vuelve poco a poco a coger el tren. Magdalena, una asistenta colombiana de 40 años que trabaja en Pitis (norte de Madrid) y vive en El Pozo, superó el lunes un momento de pánico cuando anunciaron su parada de vuelta a casa: "Cuando escuché por megafonía 'Próxima estación, El Pozo' y se abrieron las puertas, me quedé paralizada, pero al final me repuse y logré bajar". Laura, una rumana de 18 años, sonríe con dulzura mientras cuenta que no tiene otra forma de llegar a la urbanización de Las Lomas: "Limpio una casa allí, y sólo puedo ir en tren. Tengo un poco de miedo, ¿pero qué voy a hacer?".
Información elaborada por Arturo Díaz, Michael Neudecker y Miguel Mora.
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