Pasaporte sin fronteras
Azar Nafisi tiene muchas cosas en común con Shirin Ebadi. Como ella confía inicialmente en la revolución islámica, experimenta muy pronto el desengaño y la desesperación, y como ella también cree que la suerte de la mujer constituye un eje en torno al cual ha de girar el futuro de la sociedad y de la política iraníes. A diferencia de Ebadi, el punto de partida y el de llegada se sitúan fuera de Irán, en esas mismas universidades norteamericanas donde Azar fue una contestataria hasta regresar en 1979 al país natal y a las que vuelve en 1997. No sólo para enseñar literatura, sino para dar a conocer su experiencia personal. A partir de la misma se propone mostrar tanto el papel central de la subordinación femenina en un régimen opresivo como la imposibilidad de lograr una reforma del mismo sin una ruptura con el poder clerical. Azar Nafisi piensa que en Occidente hay una comprensión muy insuficiente de lo que ocurre en Irán, por la cortina que impone el propio régimen y por el predominio de una voluntad exterior de ver cambios reales donde sólo hay retoques, a veces grotescos. Ejemplo, la proyección de Mary Poppins, citada como prueba de apertura por la CNN, cuando bailes y canciones, 45 minutos en la cinta, son sustituidos sin imágenes por la voz de un locutor. O como el libro de arte sobre Degas en que las bailarinas han sido borradas.
LEER LOLITA EN TEHERÁN
Azar Nafisi
Traducción de Luz García de la Hoz
El Aleph. Barcelona, 2003
446 páginas. 18,95 euros
Los 18 años de estancia en
Teherán fueron para Azar Nafisi una prolongada inmersión en el vacío. En un ambiente de vigilancia generalizada y de represión cada vez más intensa, sólo alcanza la supervivencia mediante una sucesión de repliegues. Los únicos espacios de libertad pueden construirse en el interior de un reducido círculo de relaciones personales y adquirir consistencia gracias a la literatura. Es lo que intenta con un reducido seminario femenino después de perder su empleo en una universidad por negarse a llevar velo, primero, y de abandonar otra por su ambiente irrespirable. En esa antesala de la partida, la elección de Nabokov como referente, y no sólo por su Lolita, se justifica precisamente por la capacidad del escritor ruso para mantener la actitud creativa en plena tormenta revolucionaria. La lectura y el comentario la proporcionan el único medio de constituir una esfera de libertad. El ejercicio de la razón aísla frente a la agresión de los monstruos exteriores y además permite su reconocimiento. Cada libro o conjunto de libros se convierte en un espejo desde el cual la autora y sus discípulos nos hacen llegar las imágenes de una sociedad convulsa y violenta, así como de su incidencia sobre quienes participan, ante todo mujeres, en el intercambio intelectual. Son dos niveles, el literario y el político, que generan discursos diferenciados y al mismo tiempo se entrecruzan una y otra vez. Eso sí, con una eficacia narrativa desigual. En Lolita, y también en Invitado a una decapitación, Nabokov proporciona una inmejorable sucesión de metáforas aplicables a las variantes de dominio de un poder irracional. Otro tanto sucede con El gran Gatsby, soporte para el magnífico episodio del juicio promovido por los estudiantes islámicos del curso. La tensión se mantiene con Henry James pero se disuelve al llegar a Jane Austen, enlazando con las últimas humillaciones, la desconfianza rotunda ante Jatami y la decisión de dejar Irán. El desenlace recuerda a esos hermosos ríos iraníes que terminan su recorrido en el desierto, sin alcanzar el mar. Quedan atrás el espléndido testimonio y el ejemplo de la literatura como último reducto de la libertad humana.
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