La viajera más triste del mundo
Habrá otros viajeros más indómitos, audaces, perspicaces o comprometidos, pero ninguno más triste que Annemarie Schwarzenbach. La desdicha que emana de sus escritos, como los de este libro tan conmovedor, Muerte en Persia, consagrado "a la vida errante y a la ausencia de esperanza", sólo es comparable a la melancolía que destila en las fotos su "bello rostro de ángel inconsolable", como lo describió el poeta Roger Martin du Gard, uno de sus admiradores (también lo fue la escritora Carson McCullers, que se enamoró obsesivamente de ella y le dedicó su novela Reflejos en un ojo
dorado). Thomas Mann, que la conoció bien como amiga de sus hijos, la definió a su vez como un "ángel devastado".
MUERTE EN PERSIA
Annemarie Schwarzenbach
Traducción de Richard Gross y María Esperanza Romero
Minúscula. Barcelona, 2003
182 páginas. 13 euros
Annemarie Schwarzenbach (1908-1942), retoño inconformista de una familia de ricos industriales textiles de Zúrich, morfinómana, íntima de los malditos Klaus y Erika Mann, suicida en potencia (murió, sin embargo, a resultas de una caída en bicicleta), reportera, arqueóloga, escritora de atormentada exigencia, lesbiana devenida hoy icono gay, sucumbió al lado oscuro de la vida en un naufragio existencial doloroso pero que nos ha dejado el regalo de páginas bellísimas. Su biografía -véase la tan emotiva que le dedicaron Dominique Grente y Nicole Müller (Annemarie Schwarzenbach, Circe, 1991)-, con su búsqueda desesperada de amor, sus huidas, sus dependencias, su torturada relación familiar (nunca consiguió escapar del dominio de su marcial madre, hija de general y de una Bismarck, que acabó destruyendo, al morir la joven, gran parte de sus escritos), es de las que no pueden dejar indiferente ni al corazón más endurecido.
"Escogió la vía complicada, la vía cruel del infierno", escribió de Annemarie la gran viajera y compatriota suya Ella Maillart, con la que en 1939 viajó en automóvil de Suiza a Afganistán, ansiosas ambas de respuestas vitales, como dos Dorothys en busca de algún imposible mago de Oz del Hindu Kush.
Annemarie es la inolvidable
Cristina de La voie cruelle, el libro en el que Maillart recogió la experiencia de ese vagabundeo prehippy hacia Kabul y que constituye uno de los grandes clásicos de la literatura de viajes -hay traducción en castellano, Timun Mas, 1999- e incluso ha dado lugar a una película. "Creía en el sufrimiento. Lo veneraba como la fuente de toda grandeza", anotó Maillart, que cambió el nombre de su frágil compañera, a la que muchos confundían con un chico por su aspecto andrógino, en consideración hacia la joven, ante la cantidad de datos íntimos que vertió en su relato. Ella Maillart acabó agotada de su desequilibrada acompañante, del demonio que la corroía, de su inextinguible sed de absoluto, de sus crisis, de sus recaídas en la droga, de su desmesurado exceso de sensibilidad. Pero nunca dejó de sentirse atraída por su encanto y su fecunda vulnerabilidad. Schwarzenbach plasmó el mismo viaje en una serie de artículos reunidos en Alle wege sind offen. Die reise nach Afganistán, 1939-1940 -hay una traducción francesa de 2002, en Payot, Où est la terre des promesses? -. Otro libro reciente sobre ese periplo afgano junta textos y fotografías de las dos mujeres, añadiendo material del otro gran viajero suizo, Nicolas Bouvier, que hizo el mismo itinerario 15 años más tarde (Bleu inmortel, Zoé, 2003).
En Muerte en Persia (Tod in Persien), el primer libro de Annemarie Schwarzenbach que se publica en castellano, la autora plasma de manera fragmentaria y dispersa, mezclando la crónica de viajes, el diario personal, la autobiografía y la ficción, varias de sus estancias en Irán en los años treinta. La vieja Persia era para la viajera suiza el lugar propicio en el que enmarcar su angustia, sus miedos y obsesiones. "¿Qué busca en Persia?", le preguntó Malraux. Buscaba materializar su desazón. Encontró una tierra baldía y elemental en la que proyectó su sufrimiento, un país que le ofrecía a la vez un territorio de ascesis e "innominadas tentaciones" (para su adicción, sus crisis mentales y sus amores homosexuales).
La "horrible tristeza de Persia", su belleza letal, es uno de los temas del libro, del que emanan imágenes imborrables como la de las dunas convertidas en olas muertas, la caravana funeraria con los camellos cargados de féretros o las miríadas de langostas extendidas sobre el polvo cual espigas resecas y que producen, al marchar sobre ellas, un crepitar siniestro. Las ruinas de Persépolis, los fragmentos dispersos de civilizaciones olvidadas, el cabalgar de los nómadas, las tormentas de arena, Mazanderán, "paradigma de la melancolía"... todo es descrito a través del prisma del dolor y sólo adquiere sentido bajo esa perspectiva. Como si el Irán entero existiera únicamente para sumir a la escritora en la fructífera y desoladora "depresión persa", como ella misma denominó al mórbido estado en que, en 1936, realizó la redacción definitiva del libro.
Los diferentes episodios del mismo evocan retazos de la biografía de Annemarie: su desgraciada relación amorosa con una muchacha de Teherán -la hija del embajador turco-, su pasajero matrimonio de conveniencia (como lo fue el de su amiga Erika Mann con Auden) con un diplomático francés a fin de disimular sus
"escandalosos" romances con otras mujeres, las excavaciones en Rhages, la torturada necesidad de comprometerse en la lucha contra el nazismo, las febriles y llorosas excursiones al "valle afortunado" (el valle de Lahr), buscando la pureza y el olvido en las aguas gélidas de los torrentes; las pipas de hachís y el vodka de las tan durrellianas veladas con los colegas arqueólogos...
La parte más intensa y lírica de
Muerte en Persia es la alucinada descripción que hace la autora del encuentro con su ángel, una figura que surge a la vez de las profundidades de la psique de Annemarie (algo sobre lo que hubiera tenido mucho que decir su paisano Carl Gustav Jung -al que Ella Maillart, por cierto, conoció bien-) y de la memoria ancestral del país. En la antigua escatología irania, tanto en el mazdeísmo como en el maniqueísmo, el ángel era una presencia recurrente y se lo tenía por un doble celeste y una presencia tutelar (las fravartis guardianas o las daenas, jóvenes que ayudan al alma contra los demonios que la asaltan). La imagen de la bella viajera solitaria forcejeando con su ángel desnudo, que tiene sus mismas facciones, bajo la pirámide nevada del monte Demavend, resulta una sobrecogedora metáfora de la vida y la pasión de Annemarie Schwarzenbach. Una existencia que ella misma resumió en un grito desgarrador: "¡Dejadme sufrir!".
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