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Columna
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Julieta estaba gorda

Hace unas décadas los obesos norteamericanos se organizaron y emprendieron iniciativas bajo el eslogan Fat is beautiful, la grasa es bella. Se veían excluidos y optaron por el ataque como mejor defensa. Si no recuerdo mal, renunciaban prudentemente a la pretensión de desempeñar ciertos trabajos, como el de policía o el de bombero. Pero, ¿por qué eran rechazados con cualquier pretexto por las empresas?

Cuando las empresas tenían dueño, el big brass (el jefazo) era caracterizado como un tipo panzudo, ensortijado, con un gran cigarro puro entre boca y mano. Así lo conocí yo en los tebeos. Imagen hoy impensable, pues el alto y menos alto ejecutivo de nuestros días es un señor que no cede a la tentación de la gula, que hace ejercicio y no fuma; pues sin buena forma física no hay buena forma mental (se supone) y sin agilidad mental e instinto depredador será devorado por la competencia. La esbeltez se asocia al dominio de sí mismo; la elegancia y la desenvoltura, abren puertas. La buena planta, en fin, impresiona, especialmente en la jungla del negocio. El galán de cine y el alto ejecutivo son especímenes en buena medida intercambiables.

La gordura, en cambio, es imperdonable, pues lo menos que debería saber un señor o señora es que la carne roja y el chocolate engordan; quien sabiéndolo devora estos y otros productos calóricos, es un irresponsable, carente de voluntad y disciplina: no sirve para la lucha. Y quien no lo sabe, más ayuno está del mundo de hoy que mi difunta abuela. Obviamente, no sirve. Claro que no todo obeso es culpable de su grasa, pero alma de cántaro, entiéndalo. La empresa no enviará a un obeso a negociar un asunto, previa advertencia al presunto cliente: "Don Fulano está muy gordo, acompañará certificado médico de su inocencia. Damos fe de que es un lince en el asunto a tratar".

Los tiempos cambian, dicen, y hasta cierto punto, que es lo que se proclama cuando el punto es más incierto, es verdad. Si antaño se identificaba gordura con buena alimentación y ésta con salud, ahora el ardiente apostolado científico-mediático ha puesto la verdad en su sitio, desplazando el concepto de alimentación por el de nutrición. Sabido es que la verdad siempre causa víctimas, que su alumbramiento es más o menos letal, pero si París bien vale una misa, la verdad nos hace más libres que esclavos y ante eso hay que humillar la testuz. O no, como diría el sutilísimo Rajoy.

Julieta estaba gorda. O lo estaba Romeo; o ambos. Y si ni el uno ni el otro, sería de pura chamba, pues el sobrepeso y la obesidad tenían que ser la constante en las clases altas de la época. Nuestros niños están gordos, clama hoy el mundo bien alimentado, pero mal nutrido. Nada más cierto ni de más fácil comprobación, basta con acercarse a un parque infantil o al patio de un colegio. La voz de alarma la dio Estados Unidos, siempre delante para todo lo bueno y para todo lo malo. Aquí ya no les vamos tan a la zaga y como allí, al niño obeso suele sucederle el adulto obeso. Pero al hilo de Julieta y de Romeo. ¿Acaso eran culpables de su obesidad? Por donde se mire, no. Las nociones de dietética eran entonces escasas y más inciertas que en nuestros días, que ya es decir. Don Quijote le aconsejaba a Sancho (cito de memoria): "Come poco y cena más poco, que la salud del cuerpo se fragua en la oficina del estómago". Y cuando a Sancho, ya gobernador por un día, le ponen una mesa repleta de cárnicos y tras los cuales se le va la vista, su médico de cabecera, el doctor Pedro Recio de Tirteafuera, sólo le permite comer unos barquillos. Por razones de salud, naturalmente. Pero no era la norma imperante y hemos de atenernos al banquete de las bodas de Camacho y a la famosa olla podrida (carne, tocino, jamón, aves y embutidos como ingredientes principales). Cojo al azar una breve receta culinaria de los tiempos de Romeo y Julieta: "Tome unos huevos y hierva. Mezcle harina con leche y añada miel y jengibre. Hiérvase todo junto...". Calórica, pero no especialmente. Las carnes, sobre todo de venado, el tocino y el jamón figuraban omnipresentes en las mesas de cortesanos y burgueses ricos. De modo que la carne con toda su grasa era la dieta básica (staple food) de Romeo y Julieta. Que entre la gente de su alcurnia la obesidad fuera la regla, no tiene que extrañarnos. No debemos culparles de que creyeran que su alimentación, a más de prestigiosa, y de marcar distancias con los pobretones, era fuente de vigor y de salud.

Por otra parte, entonces como ahora había obesos que lo habrían sido aún comiendo muy poco. Escribe el ya muy conocido Carlos Álvarez Dardet, de la Universidad de Alicante: "Es una enfermedad (la gordura) que no tiene una causa única y cuyos factores desencadenantes se desconocen en buena parte... Hay muchos obesos que no han probado nunca una hamburguesa y pasan hambre". Es una versión científica del viejo lamento popular, "me engorda el agua". Si a esto añadimos el factor social, tenemos el cuadro. Abunda entre nuestros niños una obesidad que no tiene necesariamente que ver con el síndrome metabólico de que hablan los especialistas. Niños que engullen mil porquerías entre comidas y padres que hacen la vista gorda. Si Julieta se libró de la obesidad, otras casi niñas no lo harían, culpa de la ignorancia entonces y de la negligencia ahora; y por supuesto, de una industria sin escrúpulos y de unos poderes públicos que deberían llegar allí donde esa industria no llega.

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El colmo de la insensibilidad y del cinismo, que no de la ignorancia de los hechos científicos y sociológicos, es la tendencia a demonizar el enfermo. Se le quiere culpable para, de este modo, obligarle a cambiar de vida so pena de verse despojado del tratamiento médico de la Seguridad Social. Brillante iniciativa del laborismo británico. ¿Está usted obeso? ¿Es usted fumador? ¿Drogadicto? Firme un contrato que le fuerza a redimirse de sus miserias o acuda usted a la medicina de pago. (Amplia información en EL PAÍS, 18-7-2003). Empezar a fumar es un accidente, pero ya instaurado el hábito (vicio, si se quiere) el fumador o el drogadicto ya no son totalmente libres, ya no dependen únicamente de su voluntad, "sino de si el cerebro está en condiciones de prescindir de la droga o no". Se cita el caso de Terenci Moix, quien murió fumando sabiendo que el tabaquismo le mataba. Dudoso, digo por mi cuenta; ¿no podía o no quería dejar su adición? Pero ante la duda no se penaliza a nadie por lo que pueden ser factores orgánicos, genéticos. Lo contrario es caza de brujas encubierta y a despecho de la ciencia no sobornable.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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