Edad y ciudadanía
Algo menos de un millón de ciudadanos de entre 16 y 18 años de edad continuarán probablemente sin poder votar en los próximos comicios. Reconocer esa realidad legal no impide analizar la conveniencia de que los jóvenes de esa franja de edad ejerzan, en la medida que sea razonable, el fundamental a la vez que elemental derecho constitucional a la participación política "directamente o mediante representantes, libremente elegidos".
Admitamos que la participación directa de los niños -el Convenio de la ONU de 1989 sobre los Derechos del Niño atribuye esta condición a los menores de 18 años- en los asuntos públicos podría resultar inapropiada, no tanto por la supuesta falta de madurez que se predica de los infantes como por el riesgo que podría significar para su formación personal y profesional una dedicación intensiva a gestionar los asuntos públicos. Es una cuestión que se podría discutir, pero que, por el momento, queda aparcada.
Proteger, tutelar y educar a la infancia no está reñido con permitir el voto a los 16 años
El debate que ha puesto sobre la mesa el primer ministro británico Tony Blair es el de rebajar de 18 a 16 años la edad a partir de la cual se pueda votar en los comicios públicos, sin derecho a participar en ellos como candidato. Es discutible también si basta esa rebaja o si, por el contrario, la actual globalización de los mensajes, el acceso de los adolescentes a la información y la potencia expansiva, sin límites de edades, de las nuevas herramientas de la comunicación social, aconsejarían una reducción más drástica del límite de edad para votar: 15, 14, 13, 12 años... "Un adolescente actual de 15 años es probable que sepa más del mundo y sus circunstancias (...) que un joven de 20 años de hace cuatro décadas", explicó en 1999 el catedrático de Derecho Constitucional Jorge de Esteban, en un artículo titulado como éste.
Podría abrirse ese debate, pero circunscribámoslo por ahora a la rebaja a los 16 años, edad a la que concluye la enseñanza obligatoria y en la que se puede acceder legalmente al mundo laboral.
Es cierto que, desde que en 2001 entró en vigor la Ley Orgánica de Responsabilidad Penal de los Menores, el jurídicamente niño ya no puede ingresar en la cárcel de adultos, pero sigue respondiendo penalmente de sus actos, por los que, si tiene 16 años, puede ser privado de libertad en centros de internamiento de menores hasta 10 años en caso de infracciones graves.
Establecidos así los términos del debate, ¿qué razones existen para negar el derecho al voto a los ciudadanos de 16 y 17 años, capaces legalmente de abandonar sus estudios, afrontar el riesgo de caerse de un andamio o someterse a un proceso penal?
La ampliación del voto juvenil sería un modo de avanzar en la universalización del sufragio universal, como ya se hizo históricamente cuando se permitió votar a los pobres, a las mujeres o a los ciudadanos no cabezas de familia. Los primeros que reclamaron esos derechos fueron considerados poco menos que iluminados... En el caso de la mujer hubo quien osó oponerse porque se trataría de un voto conservador.
La propia inercia del desarrollo histórico español admitiría incluso la fijación de la mayoría de edad -sucesivamente establecida en 25 años, 23, 21 y 18 años- en los 16 años. Pero centrémonos en el adelanto de la edad mínima para ejercer el derecho a votar.
Cuando en 1998, incitado por la psicóloga forense Blanca Vázquez, planteé en este periódico la conveniencia de la ampliación del voto juvenil (en sendos artículos, publicados el 25 de febrero y el 31 de diciembre), observé que la preocupación primera y casi única de los grandes partidos era de qué lado caerían esos nuevos votos. Temían que esos votos pudieran engrosar los resultados electorales del contrincante.
Sólo el Partido Democrático de la Nueva Izquierda, liderado por Diego López Garrido y Cristina Almeida, se comprometió en un congreso a luchar por "bajar el derecho al voto a los 16 años". Poco después, ese pequeño partido desapareció -no hay datos sobre la incidencia de ese compromiso- y sus miembros se integraron en el PSOE, en donde no ha progresado aquella propuesta, ni otra similar, de 2000, planteada por las juventudes socialistas valencianas; ni siquiera en estos momentos de elaboración de programas electorales, y a pesar de que ya en 1997 el socialista Pasqual Maragall, hoy presidente de la Generalitat y entonces alcalde de Barcelona, prometió estudiar que los mayores de 16 años pudieran votar para elegir a los concejales de distrito.
La medida que ahora apadrina Blair no parece ofrecer en España especiales problemas jurídicos ni exige la siempre temida reforma de la Constitución. Bastaría reformar la legislación electoral, propiciada por diversos preceptos constitucionales, entre ellos el artículo 48, según el cual "los poderes públicos promoverán las condiciones para la participación libre y eficaz de la juventud en el desarrollo político", entre otros.
¿Cuál es, entonces, el problema, aparte del pesimismo egoísta de los grandes partidos sobre adónde irán esos nuevos votos?
Proteger y tutelar la infancia no está reñido con permitir votar a los mayores de 16 años. Preservar la etapa de formación de esos adolescentes no se perjudica por la escasa dedicación que requiere el ejercicio del derecho al voto.
Y en cuanto a la alegada falta de madurez política de esos niños o el riesgo de ser manipulados por los padres, baste recordar que siguen votando venerables nonagenarios, no siempre espléndidos de salud mental ni ajenos a toda influencia familiar, cuya importancia numérica condiciona buena parte de las ofertas electorales, mientras que nada o casi nada ofrecen las formaciones políticas a quienes no podrán premiarles con su voto.
Favorecer el reequilibrio demográfico del electorado constituye un objetivo añadido para permitir que voten -o que se abstengan, pero voluntariamente- los ciudadanos de 16 y 17 años.
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