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Columna
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El portavoz

Uno de los hechos frecuentes de la liza política es la controversia verbal. No hay nada que objetar, ya que en ello se fundamenta la supremacía del régimen parlamentario. Nos referimos, en efecto, a aquel sistema en el que la palabra es ejercicio de convicción, de deliberación. En eso consiste parlamentar, en conferenciar con la parte contraria para intentar llegar a algún acuerdo o para zanjar diferencias. La elocuencia democrática no es pirotecnia verbosa que deslumbre, que encandile, sino pensamiento expresado en voz alta, la proclamación de unas pocas ideas con el fin de que los ciudadanos reflexionen en el espacio público, examinándolas, refutándolas incluso. Decía Ralf Dahrendorf en Después de la democracia, un libro dialogado, un volumen precisamente oral, que uno de los peligros más graves que amenazan al sistema representativo es la crisis de la argumentación, el significado torticero y manipulador con que tantos pervierten o desnaturalizan las palabras. Ahí, en el mundo exterior, ocurren cosas y eso que sucede no cobra dimensión hasta que lo designamos, hasta que lo nombramos. Dominar el lenguaje, adueñarse de la semántica, es calificar ese mundo, pero es asimismo construir lo que nos sobreviene al darle espesor verbal. Desde luego, mentir es negar los hechos realmente acaecidos, empecinarse en ocultar lo consumado. Pero decir embustes es también apropiarse de un significante para rellenarlo con un significado contrario a las evidencias o, sin más, reinventar el sentido que atribuimos a las circunstancias y que la generalidad suscribe. Reparemos en el habla del portavoz del Gobierno.

Seguramente, la principal tarea que se le encomienda no es la de mantener la limpieza de su expresión, ni la de articular con justa dicción. Lo que se le pide, lo que se le exige, es hablar con vehemencia o con facundia o con convicción, con un torrente verbal que anegue la duda, la vacilación, que descarte todo embarazo o reparo. Cumpliendo su tarea, habrá de exhortar, de dar ruedas de prensa, de conceder entrevistas, de entregar este o aquel dossier a los informadores con el fin de hacerse propagador de sí mismo y de su Gobierno. No está mal que obre así, no esta mal que se explique. ¿Pero se explica realmente Eduardo Zaplana? Llaman mucho la atención los modos, las formas, la actuación del actual portavoz. Con gesto llano o con prosopopeya, con media sonrisa o con gravedad, con suficiencia, con ademanes de galán otoñal, departe. Hemos de admitir que es un personaje de recursos, dado a la representación. A pesar de haber perdido parte de su energía olímpica, alcanzada tiempo atrás accionando aparatos de musculación, aún suele presentarse con ligereza, atildado, afectando garbo, quehacer y dinamismo, con el cabello esculpido a navaja, nunca legañoso, nunca greñudo. O, como dijo Manuel Vicent en un daguerrotipo poco caritativo: "Eduardo Zaplana viste siempre muy planchado y da la sensación de que asoma la cabeza por el cuello alto y acartonado de la camisa como si la hubiera puesto sobre una de esas figuras de los barracones de feria donde te sacan un retrato con tu rostro y el cuerpo de un torero, de un vaquero o de un caballista, sólo que en este caso el cuerpo pertenece al propio Zaplana".

Cuando comparece ante la prensa después de un Consejo de Ministros se expresa con su simpática locución regional, lejana del decir de la Corte, pero más que el habla copiosa, garrula y campechana, sorprende la retórica de sus exposiciones. Así, uno de sus hábitos más arraigados es el de difundir un relato contrario a los hechos, a las evidencias y a las pruebas, un espeso y torrencial sermón que recubre, que tapona, que oculta lo que cualquiera está en condiciones de ver o de sostener. Su discurso vocinglero es como un cuento en el que todo parece encajar, un apólogo pronunciado con tono ceremoniosamente sencillo, franco. Pero la afectación de buenas formas no tiene por qué ser ejemplo de hábito o de talante democrático. Podemos ser educados y, a la vez, revelar índole autoritaria; podemos obrar con estudiada gentileza y, al mismo tiempo, negar legitimidad y fundamento a la palabra del adversario. ¿Cuántas veces no habremos tenido la sensación, la explícita y abierta sensación, de que Eduardo Zaplana se expresa con trampas, con fullerías, y que lo hace con simpatía y con la sonrisa en los labios? Es frecuente que evite voces peligrosas reemplazándolas por otras que no le dañan o incomodan; es habitual que emplee tópicos que no admiten, en efecto, controversia; es común que plantee oposiciones verbales que no son tales para así hacernos debatir sobre lo que no tiene opción; es normal que distorsione el significado de vocablos tomados del adversario reinvistiéndolos con acepciones inauditas; es corriente que formule generalizaciones dudosas como si fueran certezas documentadas. Pero, sobre todo, el colmo del descaro es cuando afirma una cosa y su contraria valiéndose de un discurso que pretende coherente. Algunos calificarán estos ejercicios orales como propios de una estafa verbal. ¿Es así?

Permítanme dudarlo. Pero no por la simpatía que el personaje me pueda despertar, sino por el fracaso mismo de la operación. Para que una impostura produzca consecuencias, para que un embeleco sea creíble y dure, entonces el fingimiento no debe apreciarse y el fingidor tiene que hacerlo con entusiasmo y solvencia, ya que de lo contrario se arruina su efecto. Pues bien, desde que Eduardo Zaplana está en la Corte ejerciendo la nueva función de portavocía, desde que está obligado a comparecer y a departir con frecuencia semanal, no sé por qué pero el caso es que el personaje resulta cada vez menos plausible, más bronco, más intemperante, y sus vocablos encubridores acaban diciendo, revelando, incluso proclamando, lo que justamente querían ocultar. Tal vez porque, como precisaba Jorge Luis Borges, omitir siempre una palabra recurriendo a metáforas ineptas y a perífrasis obvias es la manera involuntaria, torpe, enfática de indicar aquello que se quería evitar. O tal vez porque ya no es, ya no pude ser, la promesa del régimen y ante la indiferencia del jefe, la ingratitud del delfín y el desplante de su audiencia se le agria el gesto hasta convertirse en mueca, en avinagrado mohín. Es tal el repudio que no hallo mejor letra para expresarlo que la que debemos a Horacio Pettorossi, alias El Marqués, en un tango de 1930: "No comprendés, milonga,/ que vos pasás la vida en una farsa alegre,/ donde se necesita,/ para conquistar hombres, eterna juventud./ Pero los años pasan,/ dejando sus recuerdos, recuerdos muy ingratos/ y cuando vieja y fea te encuentren tus amigos, / verás qué ingratitud".

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