Abrasada por su propia familia
Una víctima de un crimen de honor narra por qué su familia quiso matarla
Acostumbrarse a su cara cosida a cicatrices fue lo más duro. Mucho más que adaptarse a Europa, aprender otra lengua y construirse una nueva identidad. Durante más de veinte años el espejo siempre le devolvía unos ojos grandes y asustados en una cara desfigurada. Y algo peor: "Me miraba y veía a mi madre. El mismo hueso de la nariz pegado a la frente, idéntica expresión. Lloraba", afirma Souad, una antigua campesina cisjordana de 46 años que a los 17 fue sentenciada a morir por su familia por quedarse embarazada antes de casarse. Souad no quería ser su madre, no quería verse en ella. Su madre representa el fantasma de la sumisión, la negación total como ser humano. "Hace cuatro años fui al quirófano de nuevo para que me quitaran ese hueso". Ya no se parece a su madre. Su cuerpo ha soportado 27 operaciones. Y se someterá a una más para eliminar marcas en el cuello y la cara. Borrar cicatrices, ése es su empeño. "Antes, en verano, iba tapada, no podía bañarme en público. Ahora empiezo a verme guapa. Pero no quiero olvidar. Recordar duele, pero contar lo que sufrí ayudará a otras chicas".
"Antes, en verano, iba tapada, no podía bañarme en público. Ahora me veo guapa. Pero no quiero olvidar"
Su testimonio, recogido en un libro que se presentará en Madrid en el Día Internacional Contra la Violencia Doméstica, relata el infierno de golpes y miedo en el que crecieron ella y sus hermanas, niñas campesinas en la Cisjordania de hace treinta años. "No me robaron mi infancia. Simplemente no tuve infancia". Hija de un campesino rico, se encargaba con otra hermana de llevar al campo las ovejas. La calle estaba prohibida.
A los quince años, casarse es ya una obsesión. Un vecino que trabaja en la ciudad pide su mano, pero antes debe casarse una hermana mayor. Souad se enamora de ese hombre sólo porque es el hombre con quien puede casarse. Se ven a escondidas, se queda embarazada, él huye y empieza la catástrofe.
Para entonces, Souad ya ha visto a su hermano estrangular a una hermana menor, casi una niña, cumpliendo un encargo familiar. Ella nunca supo por qué. El crimen, impune, se mantuvo en la oscuridad de los secretos familiares. Ha visto cómo su madre, nacida para parir hijos, pero no para mantenerlos, sobre todo si son niñas, asfixia a una recién nacida que acababa de salir de su cuerpo. No existe la contracepción ni el aborto, sólo la tradición. A ella la muerte le llega de la mano de su cuñado, comisionado por la familia: el cuñado le arroja gasolina y la prende fuego mientras ella hace la colada. La muchacha sale corriendo en llamas y unas vecinas la llevan al hospital.
Souad es en esos momentos una vergüenza para su familia. Que no haya muerto es una desgracia. Al visitarla en el hospital, su madre le ofrece un vaso de agua con veneno. Así acabará todo. Un médico lo ve y la salva. Pero curar a una víctima de crimen de honor es incómodo: la familia espera que muera. Y el cuerpo de Souad, muy dañado, desprende un olor pestilente, chamuscado.
Mientras cree morir, nace su hijo, y desaparece pronto de su habitación. Entonces hace su aparición Jacqueline Thibault, de la ONG Terre des Hommes. Thibault, con la ayuda de un médico palestino, convence a los padres de Souad de que ya que su hija va a morir lo haga lejos de ellos. La activista localiza después al bebé y logra un doble salvoconducto israelí para sacarlos del país.
La infamia del crimen de honor persiste en Oriente Próximo, Pakistán o Chad. Thibault, impulsora de Surgir (www.surgir.ch), cita 6.000 casos anuales, pero muchos se camuflan en accidentes o suicidios. Surgir ha salvado a 51 mujeres. Una de ellas es Souad, que vive en un país europeo, se ha casado y tiene dos hijas. Además de Morouan, el bebé de Palestina. Marouan ha vivido con una familia adoptiva que acogió al principio a Souad. "No sé cómo evolucionará la mujer árabe. Sólo conocí la vida en mi pueblo. Pero la sumisión sólo acabará cuando cambien los hombres. Ellos dictan las leyes".
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