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SOMBRAS NADA MÁS
Columna
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El hombre que buscaba el paraíso

Juan Cruz

Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) creyó que el paraíso era la infancia, hasta que apareció el padre, del que le habían dicho que estaba desaparecido o muerto, y el niño despertó al miedo, a la autoridad y a la tortura. Aquél fue el infierno, aunque su madre siguió estando en la parte del paraíso. El padre era un hombre tortuoso que tronaba cuando percibía que a Marito le podían educar para ser un poeta... "Él no tendría un hijo maricón", dice el propio Mario en su libro El pez en el agua. Ya escritor, siguió buscando el paraíso en la vida (el comunismo, primero, el liberalismo ahora; a Mauricio Bonnett, colombiano que dirige un documental sobre su vida, le dijo: "Cuando dejé el comunismo me sentí como un cura que abandona la sotana, lejos de la grey"). Pero siempre encontró el paraíso en lo que su biógrafo Armas Marcelo llamó "el vicio de escribir". Onetti (que dijo un día: "Tengo un solo diente, pero mi dentadura es bellísima: se la he prestado a Vargas Llosa") solía contar que él era un amante de la literatura, "y Mario está casado con ella". Y tan casado. Se levanta muy temprano, y con su mujer, Patricia Llosa (prima suya; madre de sus tres hijos, Álvaro, periodista, escritor; Gonzalo, funcionario de la ONU, en causas humanitarias; Morgana, fotógrafa, con su padre ha hecho ya dos libros) hace footing, lee todos los periódicos, y se encierra con llave y cerrojo. Una interrupción es un insulto al orden hecho para escribir. En Londres, donde vivió en un apartamento en el que Patricia y él creyeron que había ratas (alguna vez lo han contado sus vecinos allí, Miriam y Guillermo Cabrera Infante), se encerraba igual, hasta que terminaba su tarea... A ese apartamento llegó una vez un mensaje de su agente literaria desde entonces (y también su comadre), Carmen Balcells: tendrás un sueldo para escribir, te prohíbo que hagas otra cosa... El otro telegrama que condujo su vida está guardado en su biblioteca de Lima y es el que le envió Carlos Barral a París: su novela (La ciudad y los perros, publicada hace ahora 40 años) va a ser publicada... Pero no siempre escribe encerrado: por las tardes busca bares o bibliotecas, y allí escribe en cuadernos cuadriculados con plumas que guarda como fetiches. En Madrid tiene el Café Central, que le ofrece mesas sin mirones, o la Biblioteca Nacional. Conoció a tiempo la tragedia del 11 de septiembre en Nueva York, pero siguió escribiendo y escribiendo en la Biblioteca Nacional, lejos del infierno, en su paraíso personal... En 1990 regresó a París (una de sus ciudades, acaso también su propio paraíso) de una aventura que acabó mal para la política y bien para la literatura: quiso ser presidente de Perú. Perdió, y perdió más de veinte kilos en el empeño. Ahora para adelgazar va a una clínica: nunca más ha tenido la tentación política de incurrir en la misma cura... Fujimori, el que le ganó, le desposeyó luego hasta de la nacionalidad peruana. Cuando regresó a Lima, años después, aun con Fujimori allí, recibió un aplauso en la Universidad de Lima, donde presentó La fiesta del chivo; se le escaparon unas lágrimas. No deja que se vislumbren (excepto en El pez en el agua, donde combina su vida personal con su experiencia política, y en La tía Julia y el escribidor, donde puede apreciarse un trasunto de su matrimonio previo con su tía Julia Urquidi) sus intimidades, de modo que cuando le preguntan por su incidente más famoso (su desencuentro con García Márquez) se limita a decir que ni él ni Gabo van a comentar jamás cosas que tendrían que dilucidar sus biógrafos... Odia las pipas de aceitunas o de frutas: rompió con una novia a la que vio comerse un mango. Tiene un gusto horroroso para el cine, pero recomienda muy bien literatura. De las librerías viene su paraíso.

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