_
_
_
_
_
LECTURA

En las garras del águila

Por lo que antecede habrá quedado en claro que, en los tiempos agónicos del final del franquismo, las autoridades norteamericanas se centraron en lo que cabría caracterizar como su línea estratégica tradicional: garantizarse el acceso a las bases. ¿Hicieron algo, y cómo, en la línea constantemente subordinada de apoyar el cambio político de cara al inevitable futuro posfranquista? La respuesta que [el ex secretario de Estado Henry] Kissinger dio en sus memorias fue un rotundo sí. Con todo, a raíz de ciertos testimonios y de documentación que ha ido aflorando, más bien parece que la contestación debe acentuar la tibieza de los preparativos.

En el caso portugués (que, como dijo el jefe de la CIA en Lisboa, Cord Meyer, cogió a Estados Unidos en la pausa del almuerzo) una de las razones de la sorpresa radicó en la concentración del interés norteamericano (tanto de los diplomáticos como de los servicios de inteligencia) en el cultivo de los lazos con las élites políticas y empresariales, volcadas totalmente en favor de la dictadura, y nada en el cultivo de los lazos con la oposición. Es inverosímil que un embajador como el almirante [Horacio] Rivero, de autoproclamadas simpatías profranquistas, se moviese demasiado fuera de los círculos mágicos del régimen. Desde su partida, en noviembre de 1974, hasta la llegada de su sucesor, Wells Stabler, en marzo de 1975, la embajada estuvo en las manos del encargado de negocios, Samuel D. Eaton. En sus memorias, éste reconoce haber organizado una amplia gama de encuentros con representantes de la oposición política hasta el punto de que cerca de un tercio de los miembros de los tres primeros Gobiernos de la Monarquía habían pasado por la embajada. Esto no significa, en sí, demasiado. Mucho más interesante es su confesión de que no contó con demasiado apoyo del Departamento de Estado. Stabler, por su parte, llegó desde Washington sin instrucciones precisas sobre qué hacer de cara al futuro. Lo único que preocupaba eran las negociaciones sobre las bases.

'En las garras del águila'

Ángel Viñas

Crítica. Contrastes.

¿Hicieron los norteamericanos algo de cara al inevitable futuro posfranquista? A raíz de ciertos testimonios y de documentación que han ido aflorando, parece que la contestación debe acentuar la tibieza de los preparativos
El secretario de Estado Kissinger afirmó que no cabía confiar en que Franco se retirara del poder ("su señora no le deja"), aunque ya no se encontraba en buenas condiciones
EE UU apoyaba a Marruecos en el Sáhara y le suministraba armamento. Alguien debió de pensar que una dictadura moribunda con problemas de seguridad externos era maleable

Con vistas a la visita de[l presidente Gerald] Ford y Kissinger de finales de mayo, Stabler trató de prepararles un encuentro con lo que denominó la "oposición domesticada" (tame people). La negativa del presidente del Gobierno, a quien pidió autorización, fue rotunda. Stabler se inclinó. Hubiese sido, afirmó más tarde, una pequeña señal de que Estados Unidos se preocupaba de conectar con la oposición. Con la experiencia de la derrota sufrida, el embajador volvió a la carga y, sin instrucciones de Washington, informó de nuevo a[l presidente del Gobierno] Carlos Arias de su intención de encontrarse con representantes de la oposición política. Esta vez no hubo objeciones. Poco a poco, gota a gota, cristiano-demócratas y socialistas tomaron contacto con los diplomáticos norteamericanos. Entre ellos destacó el joven secretario del PSOE, todavía en la ilegalidad, Felipe González. Quienes no gozaron de tal privilegio fueron los comunistas y, cabe imaginar, la extrema izquierda. Las instrucciones permanentes de Washington lo impedían.

¿Qué revelan estos testimonios? En primer lugar, que cualesquiera que fueran los tipos de contactos, no obedecieron a una política establecida. En segundo lugar, que posiblemente no fueron muy intensos y empezaron en fecha tardía. En tercer lugar, que respondieron a iniciativas locales y quizá no tuvieran un impacto profundo en la formulación de la política hacia España en Washington. Una excepción en la que hubo un contacto entre opositores al agónico régimen y funcionarios de rango relativamente elevado en el Departamento de Estado se produjo a finales de 1974, cuando James Lowenstein, equivalente a director general, de paso por Madrid se entrevistó con varias figuras prominentes de la oposición y dio una conferencia sobre el papel del Congreso en la política exterior norteamericana, posiblemente con la intención de pasar el mensaje de que los anhelos de tratado no llegarían a mucho. Estuvieron presentes varios militares. El episodio le costó un pequeño disgusto burocrático a Eaton con su departamento. Tampoco gustó en ciertos sectores del palacio de Santa Cruz, donde se pensaba que los norteamericanos podían bascular hacia una actitud de interferencia en los asuntos internos. Ahora bien, el régimen ya no estaba en condiciones de imponer, como veinte años antes, la expulsión de diplomáticos extranjeros que se desmandaran.

Todo ello parece haber tenido una proyección y una influencia mucho menores que las actuaciones de numerosos Gobiernos y partidos políticos europeos, liderados por alemanes, franceses, británicos y suecos. Otra cosa son, naturalmente, las actividades de la CIA, sobre las que corrían todos los rumores posibles. Ciertamente, antes de la visita de Ford vino a España de nuevo el general [y director adjunto de la CIA, Vernon] Walters, y su viaje despertó una gran polvareda.

Las circunstancias cambiaron con la rúbrica del acuerdo-marco entre Kissinger y [el ministro de Asuntos Exteriores, Pedro] Cortina y la ulterior enfermedad de Franco. La primera satisfizo los deseos norteamericanos, la segunda mostró el riesgo de que pudieran encontrarse sin contactos -y sin amigos- entre los dirigentes futuros, como había ocurrido en Portugal. Este factor adquirió entonces cierto relieve, si es que no lo tuvo previamente. El propio Kissinger, testigo de excepción, reconoció en uno de sus viajes a Pekín ante sus interlocutores chinos que la situación en España era bastante complicada para Estados Unidos. El régimen estaba en las últimas, pero, por otro lado, había que evitar que se repitiera el caso de Portugal. De aquí que Washington tratase de ampliar la cooperación con España en una amplia gama de actividades (culturales, económicas) que permitiera desarrollar contactos orgánicos con una gran variedad de españoles al movilizar tal infraestructura. Incluso las negociaciones había que verlas desde esta perspectiva. Las bases permitían una interacción permanente con los militares y, en particular, con los altos mandos entre los cuales la influencia aperturista era menor. Lo que pasara entre los oficiales de menor graduación era secundario porque su impacto en las Fuerzas Armadas era mucho más reducido. Si estas declaraciones respondían a lo cierto (aspecto que la investigación documental ulterior podrá, quizá, demostrar), Kissinger ponía con ellas al descubierto la orientación general de la preparación norteamericana: influir de manera puntual en grupos determinados de las élites económicas, políticas y militares sin correr el riesgo de exponerse al contacto con los plebeyos. Ésta era una orientación muy diferente de la que, por ejemplo, siguieron el Gobierno y ciertos partidos alemanes, sobre todo el socialdemócrata.

Para aquella fecha, cuando Franco estaba ingresado de nuevo en el hospital, Kissinger señaló a sus interlocutores que el PCE había hecho varios intentos de tomar contacto con los norteamericanos. Siempre se les había dicho que no, porque Washington creía que el PCE se encontraba bajo el control del Kremlin. En la perspectiva de aumentar contactos se consideró la posibilidad de establecerlos, pero en Washington se pensaba que los comunistas españoles seguían demasiado influidos por Moscú. Los chinos respondieron que entre los partidos comunistas europeos y el PCUS había divergencias (contradictions) importantes, pero que las más profundas eran las que se daban con el PCE y el partido comunista holandés. Kissinger no reaccionó y los contactos con el PCE continuaron prohibidos.

Un hombre simpático

Una de las razones por las cuales a Kissinger le parecía necesaria tal proliferación de contactos con los distintos sectores de la vida española era porque el príncipe don Juan Carlos, un hombre simpático ("He is a nice man. Naive"), no comprendía bien los peligros de la revolución ni lo que se le venía encima ("He doesn't understand revolution and doesnt understand what he will face") y quizá no pudiera lidiar con ello ("I don't think he is strong enough to manage events by himself"). Este tipo de confidencias, o de intercambio de impresiones, era evidentemente molesto para el Kissinger que escribía este capítulo de sus memorias a finales de los años noventa. Así que, si se acordaba de ellas, las suprimió completamente, aunque no olvidó mencionar que Mao era favorable al ingreso de España en la CEE (como si China pudiera impulsarlo).

Por lo demás, el secretario de Estado afirmó que no cabía confiar en que Franco se retirara del poder ("su señora no le deja"), aunque ya no se encontraba en buenas condiciones ("He estado con él acompañando a dos presidentes y las dos veces se nos ha dormido. Es más, causa un efecto hipnótico. Cuando estuve con el presidente Nixon y vi que se dormía, también me dormí yo. Así que las dos únicas personas despiertas fueron el presidente y el ministro de Asuntos Exteriores"). No cabe duda de que en Pekín el secretario de Estado se encontraba a sus anchas. De las actas de las reuniones se desprende una atmósfera, casi palpable, de buen humor y bonhomía, muy alejada de la intensidad dramática con que España entera comenzaba a vivir la larga agonía del caudillo.

En una segunda entrevista, esta vez con la participación del presidente Ford y de su consejero de seguridad nacional, general Brent Scowcroft, Kissinger insistió en que le preocupaba de tal suerte lo que pudiese ocurrir en el sur de Europa (Portugal, España, Italia y Yugoslavia) que Estados Unidos se reunía en secreto y a alto nivel una vez por mes con otros tres países europeos para intercambiar información, coordinar planes e incluso pensar en actuaciones comunes de cara a Yugoslavia. No los identificó.

Las dos Alemanias

La identificación puede hacerse gracias a las memorias de[l ministro alemán de Exteriores, Hans-Dietrich] Genscher. Se trataba de encuentros de los ministros de Asuntos Exteriores de Estados Unidos, Francia, República Federal de Alemania y el Reino Unido. Tenían lugar antes de las reuniones del Consejo de la OTAN y en ellas se abordaban temas relacionados con las dos Alemanias y Berlín (su razón de ser originaria), y, en una segunda parte, otros referidos a los países mencionados. Estos últimos se trataban de forma muy confidencial.

En descargo, tal vez, de esta política que a unos puede parecer excesivamente pragmática y a otros un tanto improvisada en sus manifestaciones concretas, hay que recordar que en aquellos años se tenía poca experiencia de cómo apoyar los procesos de democratización en países que salían de un oscuro pasado autoritario o dictatorial. No había doctrinas ni instituciones, nacionales o internacionales, con la capacidad operativa necesaria. Tal vez la excepción que confirma la regla fuesen las fundaciones políticas alemanas, porque las norteamericanas apenas si actuaron en España. Más adelante se desarrolló una abundante producción académica sobre el colapso de los regímenes autoritarios y su contexto internacional, las influencias recíprocas y su compatibilidad o incompatibilidad relativas. En lo que se refiere al estudio del caso concreto español, las catas realizadas por otros autores no invalidan las tesis desarrolladas en páginas anteriores.

Al lado de esta línea política, que debería ser objeto de un análisis documental más detenido, lo que sí saltó a la vista de todo el mundo fue que Estados Unidos apoyaba a Marruecos en su reclamación sobre el Sáhara y que no dudaba en suministrar armamento al reino alauí. A pesar de que ello provocó preocupación en Santa Cruz y alarma en la cúpula militar, los norteamericanos no cejaron. Se escapa de este trabajo analizar las razones por las que ello fue así. Alguien debió pensar que una dictadura moribunda con problemas de seguridad externos sería maleable. En definitiva, una traducción a la práctica de la realpolitik kissingeriana. El apoyo norteamericano al proceso democratizador del posfranquismo se produjo, en realidad, una vez desaparecido el dictador. Ésta es la cuestión que se analiza en el próximo capítulo. (...)

Insatisfacción canalizada

(...) Los resultados siempre dejaron insatisfechos a los negociadores españoles. A veces tal insatisfacción, debidamente canalizada y modulada, salió a la luz pública, de la pluma de periodistas adictos y seguros. Con mayor frecuencia, su extensión e intensidad quedaron consignadas a la oscuridad de los archivos, muchos de los cuales, por si las moscas, permanecen cerrados: Alto Estado Mayor, Junta de Defensa Nacional, incluso los de los tres ministerios militares. Hubo sus dramas. Cuando [el ministro de Exteriores, Fernando María] Castiella intentó, tardíamente desde luego, dignificar un tanto la posición española, su línea de conducta despertó tales enconos que, a pesar de su impecable ortodoxia y de estar en línea con los planteamientos estratégicos del omnisciente jefe del Estado, no consiguió otra cosa que su defenestración. Con la dictadura en declive, la relación hispano-norteamericana alcanzó un grado de simbiosis notable. El general [Manuel] Gutiérrez Mellado lanzó el grito de alarma ante la posibilidad de que los norteamericanos tratasen a los españoles como "cipayos". Las ejecuciones, primero, y la muerte de Franco, después, crearon otros parámetros. Con Kissinger, el renovado abrazo que Estados Unidos, en la mejor tradición de la realpolitik, había estado dispuesto a dar al régimen, se transfirió a la monarquía casi sin solución de continuidad.

Frente a este revisionismo español, practicado al alimón por numerosos diplomáticos y militares, aunque no sin roces y sin emboscadas recíprocos, EE UU trató siempre de mantener el statu quo, una posición eminentemente conservadora que defendieron con uñas y dientes. Deseosos de preservar el disfrute lo más irrestricto posible de las ventajas conseguidas en 1953, contemplaron la relación bilateral no desde una óptica política como los españoles, sino desde un ángulo esencialmente militar. Lo que les preocupaba era que en el rincón tranquilo -o tranquilizado- de la España de Franco la evolución futura pudiese poner en cuestión el acceso a las bases. Muchos diplomáticos destinados en Madrid, pensando en el porvenir, alertaron repetidamente sobre los riesgos de una asociación estrecha con la dictadura. Hubo años durante las Administraciones de Kennedy y de Johnson [1961-1968] en que Estados Unidos pareció jugar con dos barajas, con un pie sólidamente instalado intramuros del régimen y con el otro jugueteando inquieto con una oposición domesticada a la que no daban demasiadas posibilidades. Al final siempre triunfó la carta de la colaboración con la dictadura. No se llamaba a engaño el todopoderoso jefe del Estado al menospreciar como meras molestias lo que pensaba eran actividades no declaradas de la CIA en España.

Así, pues, el advenimiento de la democracia se topó con numerosas asignaturas pendientes, a pesar del espaldarazo dado a la monarquía con el tratado de 1976 y la sonada recepción a su majestad don Juan Carlos meses más tarde en Washington. Los planteamientos iniciados en la época de [Adolfo] Suárez y [Marcelino] Oreja, y en los que [José] Lladó y su equipo desde la embajada y Carlos Fernández Espeso y un pequeño grupo de diplomáticos en Madrid jugaron un papel considerable, permitieron clarificar, en las nuevas condiciones constitucionales, los entresijos de la relación, pero las circunstancias políticas ambientales no llevaron a extraer todas las conclusiones operativas posibles o deseables. En 1981-1982, el palacio de Santa Cruz indujo un giro, todavía no bien documentado, al sentido que hubiera podido tener la negociación. Lo que como tratado exigía el asentimiento de los senadores norteamericanos se reconvirtió en mero acuerdo ejecutivo, en la más pura y rancia tradición bilateral. Se utilizaron subterfugios que recordaban a los manejados por el fenecido régimen. Ello no obstante, se continuó atornillando el control español respecto a las autorizaciones de uso de las instalaciones de apoyo. En medio de polémicas muy intensas ligadas a la entrada y/o permanencia en la Alianza, correspondió a las nuevas fuerzas políticas que llegaron al Gobierno a finales de 1982 extraer las consecuencias que se imponían de una larga y no siempre armoniosa historia. Jóvenes nacionalistas o no, lo hicieron con éxito y ampliaron los pilares de la estrategia española. El modelo de disuasión franquista quedó obsoleto.

Cipayos

La atracción de Washington, que había existido durante la dictadura desde que el sueño de la afiliación con el Tercer Reich como valladar contra el Este se reveló imposible, se complementó con el anclaje en Europa, es decir, el marco natural del que había quedado excluida España. Frente a un polo washingtoniano en el que las posibilidades de adquirir influencia eran limitadas, ni siquiera como "cipayos", el polo europeo, basado en el derecho y en el método comunitario o en la negociación intergubernamental a numerosas bandas, resultó mucho más permeable a las acometidas de un país como España. Frente al unilateralismo norteamericano, demostrado en Granada, Libia o Centroamérica, la Comunidad ofrecía la posibilidad de formación de frentes comunes multiformes más fáciles de manejar que en la Alianza. Felipe González la aprovechó a fondo y llegó incluso a establecer una relación excelente con George Bush [padre]. Con ello demostró que el nacionalismo primario que, de puertas adentro y ocasionalmente hacia afuera, había impelido la dictadura, no constituía el enfoque adecuado para defender e impulsar los intereses españoles. [Michael] Marks ha estudiado [The formation of European policy in post-Franco Spain, 1997] la forma y manera en que la imbricación de éstos en los más generales favoreció a España a los europeos e incluso a los norteamericanos.

Cuando el PSOE dejó el Gobierno, España había superado la dependencia que con respecto a Estados Unidos había heredado del franquismo y que se ha retratado, a grandes trazos, en la presente obra.

Henry Kissinger (izquierda), con el presidente del Gobierno español, almirante Luis Carrero Blanco, en 1973, horas antes del atentado contra este último.
Henry Kissinger (izquierda), con el presidente del Gobierno español, almirante Luis Carrero Blanco, en 1973, horas antes del atentado contra este último.EP

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_