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Columna
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Buitres quemados

Sábado, 30 de agosto. Ya bastantes sobresaltos llevábamos en el corazón, cuando el vehículo todoterreno empezó a dar brincos por las abruptas veredas. Se multiplicaban así las inquietudes de una expedición un tanto compulsiva: ver sobre la realidad, con los ojos preparados para la angustia, los estragos del fuego, el paisaje calcinado donde ayer todo era verdor y vida. Las 2.650 hectáreas de pinos y eucaliptos que ardieron este verano en Sierra Pelada, en términos de Cortegana, Aroche, Almonaster. Allí tiene sus altos señoríos el buitre negro, una de las tres especies más amenazadas de Andalucía, detrás del lince y el águila imperial. Allí las asociaciones ecologistas, Fundación Bios y Ándalus, principalmente, llevan más de 20 años cuidando de la conservación y reproducción de esas majestades del cielo, y combatiendo, cómo no, una política oficial de forestaciones largamente equivocada. Allí se han abrasado en el incendio diez pollos de esta especie singular, cuando iniciaban sus pesquisas por el ancho mundo, por el balcón del Andévalo, La Contienda, las fronteras de Portugal. Pero una cosa hemos ganado: la razón. El fuego ha venido a dársela a los que siempre dijeron que plantar de pinos y eucaliptos estas estribaciones de Sierra Morena era un suicidio ecológico, sostenido por otras estribaciones, las de una política tardofranquista de repoblación forestal, basada en las expectativas madereras de la industria del papel, que también le tocó a la provincia de Huelva -al final, todo encaja-, en aquella oscura suerte de los privilegios del Régimen.

Dentro del dolor que es ver estas latitudes devastadas, de circular entre negros esqueletos de miles de árboles consumidos por la furia del infierno que dormía a sus pies, algunas otras enseñanzas se obtienen. La administración, cualquiera que sea, no debe hacer oídos sordos a las lecciones de la historia natural, en primer término. Y aquí la cosa estaba bien clara. Basta recorrer estos territorios, incluso ahora, cuando todavía los persigue el pavor de las llamas, para ver con absoluta nitidez lo que ocurre. En la cabecera de Los Ciries, una rivera que recoge las últimas aguas occidentales de Sierra Morena, el fuego forestal se ha detenido justo en las lindes de lo que queda de la antigua configuración vegetal -jara, brezo y algunos alcornoques aislados, donde anida cómodamente el buitre negro-, y que en pleno verano permanece verde y viva. Y cuando ésta también arde, no pasa nada, porque se recupera con inaudita rapidez. Querer doblegar este inteligente diseño de la naturaleza es inútil, además de costosísimo. Por suerte, la Consejería de Medio Ambiente ya lo había entendido así, antes de este incendio, y acaba de pactar con los ecologistas la única política posible: arrancar pinos y eucaliptos y devolver a los buitres su hábitat natural. Y a los ciudadanos el derecho a un paisaje hermoso como pocos, además de la razón.

Con esta esperanza salíamos del espantoso lugar, convencidos de que lo que ha ardido en Sierra Pelada ha sido sobre todo una política nefasta. Algunos pinzones, totovías y abejarucos nos fueron saliendo al paso entre tan vastas negruras. Parecían alegrase con nosotros, a pesar de todo.

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