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Reportaje:CAOS EN ESTADOS UNIDOS Y CANADÁ

Noche de transistores en Manhattan

La corresponsal de la cadena SER en Nueva York relata los sobresaltos de una megalópolis sin energía ni transporte

Cuando el jueves, a las cuatro de la tarde, me quedé atrapada en el ascensor de mi edificio de Broadway con la calle 75 junto a otras seis personas, caí en la cuenta de que fue el hecho de que, durante la guerra, funcionaran los ascensores que utilizaba en Bagdad lo que me había llevado a tomar una decisión, quizá, equivocada.

Fueron apenas 30 minutos durante los cuales conservamos la calma, pero sabía que la mente de todos mis compañeros de ascensor estaba clavada en el 11 de Septiembre. La mía, además, barajaba otros desastres cercanos vividos hace poco en Irak.

Cuando por fin fuimos rescatados y pude salir a la calle, vi a decenas de vecinos que mostraban inquietud. Algunos señalaban con el dedo un avión que surcaba el horizonte. Otros trataban en vano de establecer comunicación a través de los teléfonos móviles. Pero no funcionaban las líneas. Una mujer me preguntó si había visto columnas de humo elevándose sobre los rascacielos. Le contesté que no. "Eso es una buena señal", comentó.

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Luego llegó una chica con un transistor y se hizo el silencio. Todos nos arremolinamos en torno a ella. La radio informaba de que las autoridades neoyorquinas descartaban casi por completo que el apagón se debiera a un sabotaje.

Me dirigí entonces hacia Broadway marcando continuamente en mi teléfono móvil el número de teléfono de la Cadena SER en Madrid. La mayoría de los aparatos de las cabinas telefónicas no funcionaban. En las demás había largas colas de personas que querían llamar. Me armé de paciencia y esperé hasta poder, al fin, establecer comunicación a través de una de ellas.

A mi espalda, cerca de Columbus Circle, una auténtica riada humana caminaba por la acera. Los neoyorquinos comenzaban a salir ya de sus lugares de trabajo. El metro no funcionaba. Había cerrado sus puertas. Se decía que cientos de personas habían quedado atrapadas en el interior de los vagones.

Comenzaron a pasar autobuses urbanos abarrotados de pasajeros que viajaban apretados contra los cristales. Resultaba imposible encontrar un taxi libre en Manhattan. Las tiendas de alimentación cerraron, y sus empleados empezaron a repartir gratuitamente agua embotellada bajo el sol de agosto.

El boca a boca y los transistores de pilas se convirtieron en la única vía de información. Las escalinatas de las entradas de los edificios se transformaron en foros improvisados, donde ciudadanos de diferente origen, sentandos sobre los peldaños, charlaban y hacían cábalas sobre cómo llegar hasta sus casas.

Comenzó a caer la noche y decenas de espontáneos empezaron a regular el tráfico. Hubo quienes tuvieron claro que era momento de hacer negocio: las aceras se inundaron de puestos donde se podía comprar pilas, linternas y velas. Las tiendas de deporte se vieron también desbordadas ante la demanda de calzado cómodo para caminar.

Un policia me aseguró que la noche podía ser peligrosa. Recordaba el apagón que se produjo en en 1977. Encendí una vela mientras caminaba. El sky-line de Manhattan era prácticamente imperceptible. Cientos de personas seguían atrapadas en la Gran Manzana, a kilómetros de sus hogares. Las aceras estaban salpicadas por la tenue luz de las linternas y bengalas que llevaban los transeúntes. Llegué a Time Square: el corazón de Manhattan estaba blanco y negro, sin el color de los letreros luminosos.

Antes de acostarme, envié la última crónica para la SER sentada sobre el bordillo de la acera y a la luz de una vela. Cuando entré en el edificio, vi a siete personas recostadas sobre los sillones del vestíbulo. Casi todas viven en pisos muy altos y no tuvieron fuerzas para subir por las escaleras. El corte del suministro eléctrico nos hizo comprender la vulnerabilidad de la ciudad moderna. Débil de repente simplemente porque saltaron los plomos. Nueva York, la megalópolis, aún seguía anoche incomunicada.

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