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Columna
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Papá, no voto

Me lo contaba el otro día un buen amigo mío, profesor de una universidad de Madrid. Sus hijas, de poco más de veinte años, le habían transmitido con rotundidad su decisión de cara a las elecciones que han de repetirse en octubre en Madrid y, quien sabe si de cara también a otras futuras consultas electorales: "Papá, no voto". Ante semejante sentencia, mi amigo, persona de izquierda y comprometido desde hace muchos años con diferentes movimientos sociales, trató de argumentar que la abstención beneficiaría al PP, propiciando la llegada de Esperanza Aguirre a la presidencia de la comunidad autónoma. La respuesta fue la misma: "No voto". Trató de explicar entonces que los chanchullos de la Federación Socialista Madrileña justificaban el castigo al PSOE pero que había otras opciones electorales, aunque tampoco tuvo éxito. "Papá, no voto" fue de nuevo la respuesta de ambas al alimón. Se afanó en proponer todo tipo de argumentos, pero siempre obtuvo el mismo resultado: "No voto".

Lo sucedido con las hijas de mi amigo refleja probablemente la situación que vive mucha gente tras la catarata de escándalos que van saliendo a la luz y que reflejan la poco edificante vida interna de los partidos políticos, y la manera en que éstos hacen uso de las instituciones para dirimir sus luchas intestinas y los conflictos desatados por las ambiciones de poder de personajes diversos que se nos presentan como servidores públicos. El sistema empieza a funcionar como un magma que impregna todos los ámbitos de la vida política y en el que se mezclan muchas veces los intereses personales, las estrategias de partido, y la gestión perversa de los asuntos públicos como si todo fuera la misma cosa, contribuyendo a un descrédito general ante el que izquierda y derecha no ofrecen alternativas claramente diferenciadas, como cabría tal vez esperar. La expectativa de alcanzar mayores cotas de poder como objetivo primordial, la ambición personal como conducta aceptada con normalidad por los medios de comunicación, la prioridad de la imagen mediática sobre el discurso político como algo natural en la vida democrática, la mentira y la ocultación de datos como práctica habitual..., constituyen aspectos de la realidad cotidiana que la ciudadanía no percibe como propios de uno u otro partido, sino como algo bastante generalizado.

Hay dos víctimas principales en todo esto. Primeramente la propia democracia, que se ve desacreditada a los ojos de mucha gente, sin que la resignada participación en las consultas electorales debiera seguir siendo utilizada por los partidos como coartada para no querer afrontar el problema. Cerrar los ojos a esta realidad podría, a medio plazo, ir erosionando el sistema y quién sabe si llevarnos hacia cotas de participación que fueran aproximándose poco a poco a lo que es normal en los EE UU.

La segunda víctima es sin duda la izquierda, cuyo electorado es siempre mucho más exigente, en la medida en que aquella ha encarnado históricamente unos valores de honestidad, de compromiso social y de alternativa de progreso que le ha permitido contar tradicionalmente con el afecto y la adhesión de los sectores más preocupados por los asuntos públicos y los problemas colectivos. En una situación tan compleja como la actual, en la que la globalización ha puesto en crisis todos los proyectos emancipatorios constreñidos al ámbito del Estado-nación, mientras la derecha aprovecha el desconcierto para destruir los avances logrados durante décadas, la izquierda no puede seguir confiando su suerte a la capacidad de atracción mediática de uno u otro líder. Aunque no es condición suficiente, aunque la búsqueda de alternativas para el mundo de hoy siga siendo una asignatura pendiente, el compromiso firme con los valores democráticos y con limpieza de la vida pública es un primer paso ineludible que la gente está lejos de vislumbrar. De ahí que muchos jóvenes, que carecen de referencias históricas y que no están dispuestos a votar a la izquierda por lo que representó en un tiempo pasado -por cercano que a algunos nos pueda parecer-, vayan poco a poco desertando de la política y acaben, como las hijas de mi amigo, diciendo: "no voto".

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