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Columna
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El dogal

Puede parecer extemporáneo en Madrid, y con estos calores, hablar de la corbata y temas conexos que tienen mejor encaje en otras épocas del año, pero la reflexión, aunque aplazada, procede del renacimiento indumentario que vengo observando últimamente: la corbata ha vuelto para estrangular los cuellos masculinos. No ahora, sino en las estaciones venideras.

¡Calma, calma! Que no cunda el pánico, que es lo que se decía en los naufragios de los grandes transatlánticos cuando no había botes salvavidas para todos. Reseñamos un hecho: regresa la inútil prenda sobre cuyo génesis y naturaleza no se han puesto definitivamente de acuerdo los expertos. Lo más probable es que se tratara de una cinta de vivo color, anudada bajo la barba de los feroces jinetes croatas, lanzados al galope por las llanuras de Danubio en busca de sustento, vino y mujeres. En su forma actual tiene poco más de un siglo entre nosotros, fin de raza de una estirpe de tiras de tela o lienzo, que se enroscaron sobre el gaznate varonil, para caer sus extremos, con mayor o menor languidez, sobre el pecho. El corbatín tiene los mismos orígenes, adelgazado, esquematizado. Es lo que suele llevar mi amigo el escritor Luis del Val.

Pareció proscrito el uso, desterrado el hábito, como estuvo a punto de suceder con las enfermedades venéreas. Pero vuelve y la veremos florecer y expandirse el próximo otoño impulsada por la avasalladora potencia de la moda, como la inmensa ola vertical e implacable del maremoto. Traerá en sus espumas el girón de seda, de punto, de algodón, de fibra, de cuero, pero la tendremos entre nosotros. Ya había mostrado síntomas de actividad cuando, apenas hace dos o tres años, algunos personajes notorios de la sociedad o la política nos brindaron la insólita oferta del nudo mal hecho, de una sola vuelta, cuando la evolución de las especies había dado con el nudo Windsor, bien realizado, triangular, sencillo, más fácil de hacer que el lazo de pajarita que acompaña a los trajes de etiqueta.

Recuerdo al respecto el día en que era recibido en la Real Academia Española Camilo José Cela. Nos reunimos en su casa, en la calle Ríos Rosas, un reducido número de amigos para acompañarle en el trance. Parecíamos la cuadrilla del matador y alguien tenía que hacer de mozo de estoques, ese poco conocido personaje que algún día soñó con la gloria y que sabe de todo y dónde se encuentran las cosas en cualquier momento y situación. Cuando llegué se había suscitado el problema: nadie sabía anudar el lazo. Recurrieron al camarero del bar cercano, pero el hombre lo usaba ya hecho y con un elástico. Yo, algo más cosmopolita, sí conocía el arte, pero tuve que rodearle, desde detrás, para realizar el cometido como si fuera yo mismo. Le dije a Camilo: "Hombre, creí que te habías dejado la barba, precisamente para resolver esta situación". Ahí la tenemos, ofrecida en los escaparates de las tiendas masculinas, en los almacenes, como tradicional objeto de regalo, para lo que las grandes marcas fabrican exquisitas cajas oblongas. Hay que reconocer que el sombrero flexible está dando las boqueadas. Alguna vez he comentado que sólo los utilizan los gitanos y los jerarcas del Kremlin. Perecieron como las ridículas ligas con que los hombres sujetábamos los calcetines, los trajes interiores del doctor Rasurell o el acordonado y martirizante corsé femenino. Ella está ahí, como nunca se fue del todo la pamela y resisten los zapatos con tacón de aguja. El varón vuelve a lucir el pescuezo con el retal multicolor, que una vez era ancho como un peto, otras escuálido como una angula de perfil.

Ha estado a punto de ocurrir con ella como con los grandes restaurantes, en los que unos cocineros perspicaces inventan platos y sabores sumamente caros, que están al alcance de cualquiera que compre los suplementos dominicales de los diarios. Su existencia y conocimiento, digo, así como la popularidad de los grandes artífices, Subijana, Arzac o Adriá. Son tan populares como Bill Gates y casi tan ricos. El verdadero contraste sobre la prosperidad entre nosotros está en que varias docenas de esos exquisitos fogones disfrutan de una amplia y renovada clientela. En alguno de ellos -por instinto de conservación- exigen de los parroquianos masculinos la corbata, excusada durante la canícula, último reducto del dandismo. Por ahora resulta casi indispensable en bodas, funerales y guateques de medio pelo. La moda tiene razones que la razón ha desconocido siempre.

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