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Análisis:LECTURA
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

¿Guerra humanitaria o preventiva?

La guerra en Irak ha planteado algunas preguntas difíciles a muchos estadounidenses reflexivos. Incluso en el caso de que el régimen de Sadam no fuera una amenaza para nuestra seguridad o para la seguridad de sus vecinos, ¿no podría justificarse la guerra por razones humanitarias, por la necesidad de liberar al pueblo iraquí de una dictadura? ¿Y no tenemos nosotros, como principio general, la obligación moral de acudir en rescate de los pueblos que viven bajo regímenes brutales? Pero al ampliar el concepto de intervención humanitaria, ¿no corremos el peligro de justificar una nueva forma de imperialismo estadounidense? Y en cualquier caso, ¿qué derecho tiene Estados Unidos, o cualquier otro país, a determinar cuándo y dónde intervenir? Con el objetivo de promover un debate sobre la incipiente doctrina de intervención humanitaria, la revista norteamericana The Nation ha preguntado a pensadores sobre estas cuestiones.

Mary Kaldor: "El objetivo de la intervención humanitaria no es la victoria sobre otro colectivo, sino la protección de la gente y la detención de los criminales"
Samantha Power: "Necesitamos un mecanismo de repuesto para legitimar las intervenciones, que podría encontrarse tal vez en el secretario general de la ONU"
Richard Falk: "Considero que el Gobierno de Bush ha hecho todo lo posible por quebrantar el orden mundial en su evolución normal"
M. Mandami: "Mientras los beneficiarios de la guerra de Congo sigan siendo más influyentes que los millones de víctimas, no habrá intervención humanitaria"
D. Rieff: "El colonialismo europeo se emprendió en nombre de los imperativos humanitarios. Era una pantalla para los intereses económicos de Francia y Gran Bretaña"
E. Rouleau: "Hay indicios de que Estados Unidos pretende hacer de Irak un satélite como preparación para la consolidación de su hegemonía en Oriente Próximo"
M. Mandami: "En un mundo globalizado compuesto de Estados muy desiguales, la intervención humanitaria se convertirá, en la práctica, en la de una gran potencia"
Ronald Steel: "La inter- vención humanitaria es un principio noble que puede someterse fácilmente a la distorsión y al abuso"
R. Steel: "Justificar las intervenciones militares para imponer la democracia es una tapadera cínica del imperialismo o, si no, un acto de ingenuidad irresponsable"

"EL FACTOR CNN"

La década de los noventa fue sin duda la edad de oro de la diplomacia humanitaria. La guerra fría había terminado, dejando el espacio político abierto a una gran variedad de problemas internacionales relacionados con el sufrimiento humano, sobre todo en los países del África subsahariana y los Balcanes. "El factor CNN" acabó por empujar a un reacio George Bush, padre, a emprender acciones para proteger a los kurdos del norte de Irak de la violenta venganza de Bagdad tras la guerra del Golfo y, más tarde, para rescatar a la hambrienta población de Somalia, sumida en un caos de lucha armada interna y anarquía política. Bill Clinton llegó a la Casa Blanca defendiendo un "multilateralismo muscular" que estaba decidido a restaurar el Gobierno en Somalia y dar por terminada la limpieza étnica en Bosnia. Pero después del incidente Black Hawk Down [halcón negro derribado] de 1993 en Mogadiscio, en el que 18 soldados estadounidenses (y cientos de somalíes) fueron asesinados, el Gobierno de EE UU abandonó prácticamente las intervenciones humanitarias, llegando incluso a utilizar su poder para que la ONU no diera una respuesta efectiva en Ruanda, donde podría haber salvado miles de vidas. La función de la ONU en Bosnia fue inaceptablemente pasiva, y culminó con la matanza serbia de 1995, en la que murieron unos 7.000 musulmanes en el supuesto "refugio seguro" de la ONU en Srebrenica. Estos acontecimientos fueron demasiado para la conciencia internacional, por lo que se buscó un papel para la OTAN en Bosnia, para la diplomacia coercitiva de Washington, que llegó al Acuerdo de Dayton, y para la iniciativa de la OTAN, que salvó a los albanokosovares de la amenaza serbia de limpieza étnica. Bush, hijo, llegó a la Casa Blanca resuelto a resistirse a esta tendencia, manifestándose en contra de la "construcción de naciones" y en general mostrándose escéptico ante todo el plan humanitario, oponiéndose a cualquier conexión con la Corte Penal Internacional e intentando quitar importancia a la ONU.

Tras el 11-S, el planteamiento estadounidense ante las intervenciones humanitarias se metamorfoseó en racionalizaciones post hoc para el uso de la fuerza que de otra forma serían difíciles de conciliar con el derecho internacional. La nueva dinámica se hizo evidente una vez concluida la guerra de Afganistán, cuando los gritos triunfales de Washington dejaron sutilmente de proclamar la destrucción de Al Qaeda para pregonar la liberación del pueblo afgano de las brutalidades del Gobierno talibán. Pero en Irak, esta dinámica ha llegado hasta el extremo de que prácticamente se ignoran los razonamientos anteriores a la guerra que hacían hincapié en la amenaza iraquí, y se exagera la justificación posterior a la guerra de la liberación del pueblo iraquí. No cabe duda de que el pueblo iraquí ha sido liberado, aunque todavía no está muy claro para qué.

Considero que el Gobierno de Bush ha hecho todo lo posible por quebrantar el orden mundial en su evolución normal, y que parte de esa ruptura es el abandono de las limitaciones legales al uso de la fuerza internacional, el cuerpo y alma de la Carta de la ONU. La guerra de Irak ha sido el epítome de este proceso. El mundo necesita la voluntad y la capacidad internacionales para salvar a las poblaciones vulnerables de catástrofes humanitarias, pero no necesita guerras imperiales que ocultan su verdadera naturaleza tras una neblina de retórica moralista. Mientras la política exterior de EE UU se siga ejerciendo desde una Casa Blanca de Bush, la única posibilidad que tiene la intervención humanitaria de desarrollar todo su potencial es que el Gobierno de Estados Unidos se retire de escena, tal como parece que ha hecho con respecto a los genocidios del Congo, dejando que Francia asuma la responsabilidad principal. Eso no sólo sería beneficioso para los pueblos en circunstancias trágicas, sino que también sería saludable para la ONU el no depender tanto de EE UU. Parece claro que Bush no está interesado en perseguir causas humanitarias por el mero hecho de hacerlo. Como ha demostrado la guerra de Irak, proclamar esos objetivos como una tapadera para los fines imperialistas es peligroso para el orden mundial y socava el derecho internacional y la ONU, y si se consiguen resultados humanitarios, es de forma accidental.

LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD

Si creemos en la igualdad de los seres humanos, también estamos a favor de la ampliación de la sociedad gobernada por leyes en el ámbito internacional, y en particular, la ampliación del derecho cosmopolita, es decir, el derecho internacional que se aplica a los individuos. Yo estoy a favor de la intervención humanitaria si se entiende como acción para el cumplimiento de la ley cosmopolita. Pero la intervención humanitaria, entendida de este modo, es muy distinta a la guerra. Los Gobiernos no pueden tomarse la ley en sus manos, de la misma manera que los ciudadanos no pueden decidir unilateralmente cuándo se viola la ley. Tiene que haber un conjunto de criterios acordados para decidir cuándo es adecuada una intervención humanitaria y cuándo hay que aplicar esos criterios. La intervención humanitaria consiste en impedir las catástrofes humanitarias. El objetivo no es la victoria sobre otro colectivo, sino la protección de la gente y la detención de los criminales responsables de la catástrofe. Por tanto, la intervención humanitaria es como la actividad policial, aunque requiera el uso de la fuerza militar. La guerra consiste en tomar partido, y las vidas de los soldados de un bando tienen prioridad sobre las de los civiles del otro. En la intervención humanitaria, el soldado arriesga su vida para salvar la vida de los civiles.

¿Qué habría implicado el llevar a cabo una verdadera intervención humanitaria en Irak? En primer lugar, habría significado tomarse en serio las resoluciones de 1991 del Consejo de Seguridad relativas a los derechos humanos; por ejemplo, enviando observadores de los derechos humanos además de inspectores de armamento. En segundo lugar, habría sido necesario desplegar tropas en la frontera para obligar al régimen iraquí a aceptar la resolución, pero el cometido de esas tropas no habría sido la invasión y el cambio de régimen, sino la protección de los civiles en caso de que el Gobierno decidiera aplastar una revuelta.

Un argumento que se suele utilizar contra los que afirman que la guerra en Irak fue ilegal es que apoyaron la de Kosovo aunque no hubiera resolución del Consejo de Seguridad, y aunque los medios (bombardeos) se parecieran más a una guerra que a una intervención humanitaria, y las vidas occidentales contaran más que las que se suponía que estaba protegiendo la OTAN. Yo apoyé la guerra de Kosovo, aunque no estuviera contenta con los medios. Apoyé una intervención humanitaria como la que acabo de describir, con tropas sobre el terreno para proteger a los civiles. Más tarde fui miembro de la Comisión Independiente Internacional en Kosovo. Esa comisión llegó a la conclusión de que la intervención en Kosovo fue ilegal, porque no había resolución del Consejo de Seguridad, pero legítima porque ayudó a resolver una crisis humanitaria y contó con un apoyo amplio de la comunidad internacional y la sociedad civil. La comisión también sostuvo que el vacío entre legalidad y legitimidad es muy peligroso y es necesario eliminarlo especificando las condiciones de la intervención humanitaria. Por desgracia, no se hizo, y eso permitió a los que estaban a favor de la guerra en Irak añadir una justificación humanitaria a todas aquellas justificaciones rápidamente cambiantes sobre las armas de destrucción masiva y el terrorismo. La guerra en Irak no ha sido ni legal ni legítima. No cumplía los requisitos para ser intervención humanitaria, y no contaba con el apoyo de la sociedad civil ni con el de la comunidad internacional. Confundir la guerra preventiva con la intervención humanitaria, como hace Blair, es la fórmula para la escalada de la violencia y para la polarización global.

REFORMAS EN LA ONU

Tras la guerra de Irak, debemos replantearnos tres polémicos aspectos de la intervención humanitaria: la autoridad legal, el umbral de abuso y la relevancia de los motivos. Aunque el marco de los derechos humanos se basa desde hace tiempo en la premisa de que los Estados no son de confianza, la Carta de la ONU dejó la tarea de autorizar la intervención humanitaria a esos mismos Estados no dignos de confianza. Dejar la autoridad legal en el Consejo de Seguridad, que incluye a Rusia y a China, dos notorios agresores de los derechos humanos, casi garantiza la falta de acción, incluso en lugares en los que la amenaza para la humanidad es desproporcionada. Por otro lado, disolver el Consejo de Seguridad, tal como parece empeñado en hacer Bush, invita a la prevención, al caos y, en último extremo, a un baño de sangre probablemente mayor. Sin la reforma que debería haberse realizado en el Consejo hace mucho tiempo, necesitamos un mecanismo de repuesto para legitimar las intervenciones, que podría encontrarse tal vez en el secretario general, único organismo de la ONU con capacidad para ir más allá de los intereses de Estado.

Cuando se trata de decidir si los abusos contra los derechos humanos son tan flagrantes como para exigir una intervención, casi todo el mundo está de acuerdo en que el genocidio o los crímenes en masa contra la humanidad constituyen un umbral válido. Pero en la práctica, pocos consiguen ponerse de acuerdo sobre cuándo se ha traspasado ese umbral. El presidente Milosevic fue responsable de cerca de 200.000 muertes en Bosnia; pero en el caso de Kosovo en 1999, dado que su régimen sólo había matado a 3.000 y expulsado a 100.000 kosovares en el momento en que se estaba gestando la guerra, muchos detractores de la política exterior de EE UU sostuvieron que no debía emplearse la fuerza militar de la OTAN. Sorprendentemente, muchos de estos mismos detractores también expresaron su enfado ante el fracaso del Consejo de Seguridad en enero de 1994 para tomar medidas después de las advertencias del comandante de la ONU Romeo Dallaire sobre la inminente exterminación en Ruanda. Si queremos impedir un genocidio, en vez de limitarnos a lamentarlo ritualmente después, tenemos que mejorar nuestra capacidad de imaginarnos los costes de la inactividad, y actuar cuando hay evidencia de amenazas mortales directas e indirectas. Irak supuso un desafío horroroso para los halcones humanitarios. Sadam había llevado a cabo un genocidio en 1988, cuando mató a más de 100.000 kurdos, y presidía una de las tiranías más crueles que el mundo ha conocido, asesinando a miles de personas más en años posteriores. Pero la crueldad de Sadam no llegaba al umbral en opinión de la mayoría de los que se oponían a la guerra, bien porque al oponerse a Bush optaron por ignorar las atrocidades de Sadam, o porque, al no confiar en Bush, creían que los iraquíes, como los afganos, acabarían por ser abandonados.

A la hora de evaluar una intervención humanitaria, un tercer punto de controversia incluye la cuestión de cuánto deberían importarnos los motivos del que interviene. Algunos exageran la importancia del motivo, negándose a apoyar cualquier intervención que no sea puramente humanitaria. Otros le restan importancia, alegando que las verdaderas intenciones de los Estados son imposibles de discernir y que, por tanto, lo que importa son los resultados humanitarios. Ambos planteamientos son erróneos. Los motivos importan no porque podamos esperar realmente que sean puros, sino porque el hecho de saber por qué interviene un Estado nos da un cierto poder de predicción: la importancia relativa que un Estado da a las preocupaciones humanitarias nos dice mucho sobre el punto al que estaría dispuesto a llegar para salvar vidas civiles, y la voluntad del agente interventor de continuar con la labor, e invertir el capital político, financiero y militar necesario para ofrecer un entorno seguro en nombre de aquellos por los que se ha iniciado la guerra. Naturalmente, una vez que ha terminado la guerra, los resultados importan. Y a la hora de juzgar los efectos a largo plazo de esas misiones, es importante no limitarse a medir los efectos humanizadores y deshumanizadores del país receptor, sino también los efectos que tendrá en la región, o en el país o países que intervienen, y en el sistema internacional.

TRAGEDIA EN CONGO

Según un informe de la Comisión de Rescate Internacional, se calcula que 3,3 millones de personas han muerto durante los últimos cuatro años y medio en la República Democrática del Congo, pero ningún centro de poder u opinión importante ha pedido la "intervención humanitaria". Tras la continua tragedia humanitaria de Congo se esconde una combinación de fuerzas -locales, regionales y globales- que se benefician de este conflicto. Mientras los beneficiarios de la guerra de Congo sigan siendo más influyentes que los millones de víctimas, no habrá intervención humanitaria, aparte de la pequeña fuerza internacional con autoridad limitada que se ha enviado a Bunia. Congo confirma la lección que hace una década aprendieron muchos africanos del genocidio en Ruanda. La retirada del ejército de la ONU se llevó a cabo en medio de las abrumadoras pruebas que apuntaban a un aumento de las violaciones masivas de los derechos humanos. Tras retirarse el ejército, el Consejo de Seguridad autorizó una intervención francesa "humanitaria". La Operación Turquesa salvó a muchos tutsis, pero también a los líderes políticos y militares del genocidio. Hasta la fecha, ni la ONU ni ningún otro foro internacional ha hecho a los franceses responsables de esa intervención. La Operación Turquesa encaja perfectamente en un historial de intervenciones imperiales en la época moderna. Como es lógico, todas las intervenciones imperiales pretenden ser humanitarias, pero el hecho de denominar a una intervención "humanitaria" no la despoja de su política. Ya sea en Congo o Ruanda, Kosovo o Irak, todas las intervenciones -y también las no-intervenciones- tienen su propia política.

Para entender la ideología de la guerra de Irak, primero deberían tenerse en cuenta dos aspectos: el consentimiento de incluir a la población civil entre los objetivos y el rechazo de quienes ejercen ese poder enormemente destructivo más allá de sus fronteras a hacerse responsables de quienes pueden sufrir las consecuencias. En un mundo globalizado compuesto de Estados muy desiguales, la intervención humanitaria se convertirá en la práctica en una intervención de una gran potencia. Cada intervención servirá a una serie de intereses, tanto generales como específicos. Si realmente se tratara de una intervención humanitaria, eso no se daría. Es curioso comprobar que quienes apoyan las intervenciones humanitarias dan por hecho que éstas deben ser militares, y que se diferenciarán de otras intervenciones militares por poseer un propósito y un efecto benignos, e incluso humanitarios. Si no se ponen objeciones a esa suposición, las intervenciones humanitarias se convertirán en un eufemismo para designar los alardes de poder unilaterales e incomprensibles. Yo no lo doy por hecho. Propongo que la responsabilidad política sea el centro de la discusión. La guerra de Irak nos ha ofrecido una terrorífica demostración de las capacidades tecnológicas y militares que la única superpotencia mundial es capaz de desarrollar. También nos ha dado un ejemplo excepcional de una sólida mayoría de la ONU que primero se negaba a autorizar una intervención "humanitaria" dirigida por EE UU y que después se desintegró. Antes, esa misma mayoría había establecido una Corte Penal Internacional, pero sólo después de conceder disposiciones que garantizaban una impunidad temporal a la potencia estadounidense.

Estos acontecimientos confirman que es necesario esforzarse por conseguir un acuerdo internacional político y legal que sea representativo y efectivo a la hora de obligar a rendir cuentas a quienes manejan tal capacidad de destrucción. Subrayan tanto las limitaciones políticas del actual sistema internacional de Estados, basado en la soberanía, como el potencial de los movimientos contra la guerra que exigen que el poder de alcance internacional debe ser responsable también a escala internacional.

A menos que todas las intervenciones dirigidas por cualquier potencia sean revisadas por alguna organización de derecho internacional, no podremos determinar si una determinada intervención (o no-intervención) es justa o no.

UN NUEVO ORDEN COLONIAL

Intervención humanitaria" es un nombre inapropiado, ya nos refiramos a ella como prescripción o como descripción. Lo que realmente queremos decir cuando hablamos de intervención humanitaria (o intervención por los derechos humanos, o la "responsabilidad de proteger", dos nuevas versiones de la misma fórmula) es guerra. Nos referimos, claro está, a una guerra por una buena causa. Estas guerras se llevan a cabo para proteger a la población civil de agresiones externas cuando sus Estados se vienen abajo o por alguna otra razón no pueden o no quieren defenderla. También pueden emprenderse cuando un país es demasiado débil para reprimir los conflictos internos, como es el caso de Sierra Leona. Por último, pueden llevarse a cabo cuando el Estado mismo es el opresor, como en Kosovo. Estas guerras pueden ser bienintencionadas y justas, pero llamemos a las cosas por su nombre, y no las higienicemos con el término intervención humanitaria. El admitir que lo que se requiere es una guerra sitúa el problema de si el uso de la fuerza es apropiado en sitios como Congo o Liberia en su contexto adecuado: el político. La virtud de la política es hacer que la más trágica de las decisiones públicas se convierta en polémica y tema de debate público, en lugar de algún tipo de imperativo moral categórico cuya necesidad de ser emprendido es evidente de por sí.

Y la necesidad de ese debate es imperiosa. Porque la consecuencia inevitable de ensalzar la intervención humanitaria como respuesta deseable a las guerras y a las crisis de refugiados será un nuevo orden colonial. En la mayoría de los casos, la acción militar consiste, en la práctica, en sustituir al Gobierno del país en cuestión por el Gobierno del interventor humanitario o por algún otro agente externo, que suele ser la ONU, o si no, un sustituto local que de hecho está controlado por el interventor externo. El hecho de que los intervencionistas humanitarios y los activistas de los derechos humanos sigan afirmando que esto no es un problema grave porque: a) tienen las mejores intenciones, centradas únicamente en el interés de las víctimas, y b) sólo actúan de acuerdo con la ley internacional establecida, es, como poco, un caso de amnesia histórica. El colonialismo europeo de la Europa decimonónica se emprendió de forma explícita en nombre de imperativos humanitarios. Y esta dialéctica no era más que una pantalla para los intereses económicos de Gran Bretaña y Francia, al igual que el humanitarismo actual es una mera pantalla para la globalización neoliberal y el "imperio virtual" de EE UU. Fue un esfuerzo genuino por la mejora de la humanidad y un esfuerzo para reparar los peores males del mundo.

En el siglo XIX, las metas gemelas de los imperialistas eran erradicar la esclavitud y mejorar la sanidad pública. Hoy día, la meta es garantizar los derechos humanos, impedir el genocidio y mejorar la sanidad pública. El proyecto de los intervencionistas humanitarios es un nuevo orden colonial. A lo mejor este colonialismo es necesario. Y a lo mejor, las guerras humanitarias, incluidas las guerras humanitarias que probablemente sean mucho más sangrientas que las de los años noventa, van a ser necesarias, y moral, política y culturalmente inevitables en este siglo. Pero llamémoslas por su nombre, y no las maquillemos con fantasías de justicia internacional. Los derechos humanos y el humanitarismo no son bienes morales inexpugnables. Son ideologías, tan cuestionables como el neoliberalismo, el comunismo o el cristianismo. Ésta es la realidad que los defensores de la intervención humanitaria están intentando suavizar (con un éxito preocupante, en mi opinión).

LA CARTA DE LA ONU

En principio, ¿quién se opondría a una intervención humanitaria, sobre todo si se trata de impedir el genocidio o crímenes en contra de la humanidad? Sin embargo, la Carta de Naciones Unidas prohíbe la injerencia en los asuntos internos de los Estados miembros. Esta cláusula fue introducida por los fundadores de la organización internacional por dos razones: para respetar la soberanía de los Estados miembros y, más importante, para mantener la paz mundial. Los autores de la Carta no querían proporcionar a los Estados, o a los grupos de Estados, un pretexto para intervenir por motivos egoístas. De ahí la absoluta necesidad de que todas las intervenciones humanitarias sean aprobadas de antemano por el Consejo de Seguridad. El mundo unipolar en el que vivimos ha quebrantado las reglas acordadas. EE UU se ha adjudicado el poder para designar, de forma muy selectiva, a los culpables, y para intervenir con o sin aprobación de la ONU. Las nociones estadounidenses de unilateralismo, guerra preventiva e intervenciones militares con el propósito de un "cambio de régimen", ya sea para instalar la democracia o cualquier otro sistema, van en contra de las bases mismas de la legalidad internacional.

Incluso dando por supuesta la pureza de los motivos de EE UU, uno no puede evitar percatarse de que su lista de "Estados rebeldes" no incluye a los países pro-occidentales, algunos de los cuales pueden ser calificados de "malignos", si se juzgara a todos por el mismo rasero. Puede que uno sea también consciente de que la democracia no es un bien exportable, sobre todo mediante la violencia. De hecho, sería fácil que la comunidad internacional, si así lo deseara, tomara medidas concretas para animar a los países a democratizarse, tanto por la imposición de sanciones como por el método más preferible de ofrecer diversos incentivos. La intervención militar contra Serbia para liberar Kosovo, bajo los auspicios de la OTAN (en lugar de la ONU), sentó un peligroso precedente, independientemente de las justificaciones humanitarias. Había otras formas de proteger a los kosovares sin recurrir a la guerra, recursos que las potencias beligerantes optaron por ignorar. Hoy día, varios miembros de la OTAN, sobre todo Francia, ya no están dispuestos a seguir ciegamente a Estados Unidos por esta resbaladiza pendiente. EE UU se enfrenta a una crisis de credibilidad de unas proporciones que no tienen precedente. Los principales argumentos puestos sobre la mesa para justificar la invasión de Irak han resultado carecer de fundamento, y es más que dudoso que se instituya la "democracia", ni siquiera la interpretación que hacen de ella los halcones del Pentágono. De hecho, hay indicios de que Estados Unidos pretende hacer de Irak un satélite, para establecer allí bases militares, para controlar los recursos petrolíferos y para adjudicarse los fabulosos contratos de reconstrucción, como preparación para la consolidación de su hegemonía en Oriente Próximo. El imperialismo, sea estadounidense o europeo, pasado o presente, no difiere en sus fundamentos. Y ciertamente, nunca es humanitario en esencia. Ésa es la razón por la que el mundo debe seguir apoyando el papel del Consejo de Seguridad de la ONU a la hora de determinar si una intervención es o no legítima.

¿QUIÉN DECIDE?

La intervención humanitaria es un principio noble que puede someterse fácilmente a la distorsión y al abuso. Al igual que otros nobles principios, como la democracia (que a menudo implica elecciones sin opciones) o la autodeterminación (que puede significar la ruptura de un Estado multicultural en favor de la dominación de una sola etnia o grupo religioso), puede ser una tapadera para la intolerancia y la agresión. El ampliar la doctrina más allá de la prevención del genocidio plantea una serie de problemas a los que la gente bienintencionada es reacia a enfrentarse. Asumir la afirmación de Kofi Annan de que "las violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos allá donde tengan lugar no deberían permitirse jamás" no es más que el comienzo de la pregunta. ¿Quién decide qué es masivo y sistemático? ¿La ONU, el G8, una coalición de voluntarios, los dictados del Estado dominante? ¿Y si el Estado que comete los abusos es demasiado fuerte para ser intimidado? ¿Y si los abusos cuentan con el apoyo de la mayoría de la población, como en la Alemania nazi? ¿Y, continuando en esa línea, en Estados Unidos, cuando los ciudadanos de ascendencia japonesa fueron hacinados en campos de concentración durante la II Guerra Mundial? Para que la intervención humanitaria sea más que un deseo piadoso de un mundo mejor, es necesario diseñar unos mecanismos realistas para la toma de decisiones y el cumplimiento de la ley. Esto implica el establecer no sólo un tribunal internacional con autoridad vinculante, sino también un Parlamento internacional y un cuerpo de seguridad. Y esto conlleva tanto la disminución de la soberanía de los Estados individuales como la creación de la soberanía de una entidad global que de momento es poco más que un cliché (la "comunidad internacional").

Al tiempo que abordamos este titánico cometido (suponiendo que las grandes potencias estén siquiera dispuestas a abordarlo), reconocemos algunas realidades alarmantes. Primero, los Estados que intervienen por meras razones humanitarias pierden el interés rápidamente y se vuelven a casa (como en Haití o Somalia); los que se quedan, casi siempre tienen motivos sospechosos. Segundo, los agresores más atroces de los derechos humanos (la Alemania nazi, el Japón imperial, la Rusia soviética) rara vez se detienen ante las sanciones económicas, que suelen ser fáciles de esquivar. Pero sí los agresores de poca monta, como los caciques asesinos de África Central, dada su dependencia del petróleo internacional y los diamantes. Tercero, si no se puede eliminar a los agresores, ayudemos a las víctimas. Muchos, puede que la mayoría, de los judíos europeos podrían haberse salvado en los años treinta si algún Estado les hubiera ofrecido asilo. Cuarto, es más difícil y más importante construir una nación que destruirla. La intervención humanitaria sólo funcionará si hay un compromiso a largo plazo para construir algo mejor. Quinto, las consecuencias no previstas suelen prevalecer. Las guerras humanitarias siguen siendo guerras, aunque limpiemos su imagen llamándolas intervenciones. Y éstas, invariablemente, crean nuevos problemas. Entre los más frecuentes están el del separatismo étnico y la violencia comunal. Los imperios austrohúngaro y otomano eran más tolerantes, justos y cosmopolitas que lo que les sustituyó. Sexto, cuidado con las soluciones democráticas. La democracia es una planta que requiere cuidados a largo plazo y no enraíza en cualquier parte. Lo que importa no es que un Estado sea democrático (Atenas no lo era), sino que brinde justicia, igualdad y dignidad a sus ciudadanos. Al fin y al cabo, la democracia no es una solución, sino sólo un método. Justificar las intervenciones militares con el propósito de imponer la democracia es una tapadera cínica del imperialismo o, si no, un acto de ingenuidad irresponsable. Los líderes de las grandes potencias no suelen ser ingenuos, aunque los ciudadanos sí lo son. Un caso que viene a cuento es que las autoridades estadounidenses han declarado que no permitirán que los fundamentalistas islámicos suban al poder en Irak ni siquiera si son elegidos libremente. Los entusiastas de la intervención humanitaria harían bien en tener en cuenta la primera lección que les enseñan a los estudiantes de medicina: sobre todo, evitad hacer daño.

Un ciudadano de Sierra Leona, víctima de la guerra civil, descansa (enero de 1999) en una instalación internacional creada para las víctimas del conflicto.
Un ciudadano de Sierra Leona, víctima de la guerra civil, descansa (enero de 1999) en una instalación internacional creada para las víctimas del conflicto.REUTERS

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