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Columna
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Colón

José Luis Ferris

Noticias que para ciertos científicos e historiadores resultan más que estupendas, a mí, sinceramente, me dejan perplejo. Lo del obsesivo interés por el material genético de los restos de Cristóbal Colón me parece desproporcionado. Esta misma semana, un grupo de biólogos, historiadores, expertos en ingeniería genética y forenses del Departamento de Medicina Legal de la Universidad de Granada han extirpado de las entrañas de la Catedral de Sevilla un par de urnas donde, se supone, reposan los huesos del mismísimo Cristóbal Colón y de su hijo Hernando. Durante los próximos seis meses, los citados especialistas emplearán a fondo la última tecnología de análisis forense y analizarán con detalle el ADN mitrocondrial de los vestigios recuperados con un único objetivo: saber si los restos del navegante descansan en España o en Santo Domingo. No sé lo que la operación va a costarle a la administración pública, pero me remueve las tripas que un hecho así de irrelevante sea acometido con tanto respaldo y expectación mientras que otros de mayor trascendencia humana se desatiendan o se desprecien. Me refiero a la labor que la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica intenta realizar de un tiempo a esta parte en las cunetas y las fosas comunes de tantos lugares de nuestra geografía sin que los organismos competentes subvencionen una maldita pala excavadora. Son miles las familias que llevan más de sesenta años esperando enterrar dignamente a sus muertos. El país está sembrado de cuerpos de nadie que reclaman un estudio de ADN mitocondrial, nuclear o cromosómico para ser devueltos a los suyos. Ahora mismo, en el sur de la provincia de Alicante, en el campo de Albatera-Catral yacen miles de cadáveres que se rebelan contra el olvido y, de vez en cuando, asoman sus manos o el perfil de sus calaveras entre el arado mecánico de algún tractor que remueve el terreno. Mientras tanto, medio país anda pendiente de los huesos de Colón sin reparar en una tercera hipótesis: que el ilustre marino fuese incinerado en Guanahaní por expresa voluntad y que sus cenizas se esparcieran sobre el Atlántico un bello domingo de 1506.

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