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Reportaje:

Los bonsáis acceden a la Universidad

El Botánico de la Complutense muestra 60 de los mejores arbolillos de Europa, algunos de colecciones del Rey y de Felipe González

El Jardín Botánico de la Universidad Complutense, que estrena primavera con un pujante empuje de verdor hiriente, alberga a partir de hoy una de las mejores colecciones de bonsáis de Europa. La exposición presenta hasta seis decenas de ejemplares de árboles y arbustos de tamaños en ningún caso superiores a un metro de envergadura y porte. Pese a sus dimensiones, sin embargo, pueden ser considerados monumentos vegetales: expresan con proporcionalidad y fidelidad supremas la calidad de la atención que, durante décadas, les han dedicado sus cuidadores, entre ellos el Rey Juan Carlos de Borbón y el ex presidente del Gobierno Felipe González Márquez. Los amantes de los bonsáis suelen ser personas refinadas y pacientes que vuelcan sobre ellos atención, mimo y destreza.

Su arte se basa en técnicas correctoras del crecimiento arbóreo, con pautas triangulares de armonía y equilibrio

El acceso a la exposición complutense es libre y la muestra, donde se pueden adquirir bonsáis y recipientes para albergarlos, kurumas, por precios de hasta 100 euros, permanece abierta sólo hasta el domingo, desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde.

La exposición se despliega por la pétrea diagonal de acceso al botánico hasta una primera rotonda que, parcialmente, circunda. Transitar por esta senda procura al paseante la sorpresa del brillo de un collar de tesoros vegetales. Proceden, generalmente, de árboles en peligro de perecer rescatados por el ser humano para dirigir, menguándolo, su crecimiento y diseñar su forma conforme a pautas de armonía. Todos comparten una característica: son resultado de un diálogo íntimo entre hombres y plantas. "Esa confidencia dura a veces un año hasta que el hombre se decide a intervenir, con pinzamientos y alambrados de sus ramas cuidadosamente pensados", reconoce Manuel Martín Pérez, de 61 años, padre de tres hijos y ex oficial de la Marina mercante.

Él descubrió el mundo de los bonsáis en 1963, en su primer viaje a Japón. "Los primeros maestros comenzaron a crear bonsáis en el siglo IV de nuestra era", explica. "Se trata de averiguar qué es lo que el árbol pide para sí al hombre", admite Manuel Martín, vicepresidente de la Asociación Bonsái Mirasierra, presidida por el catedrático de Química Orgánica Juan Rodríguz Ubis y que agrupa a unas cuarenta personas de ambos sexos. Es la encargada de organizar este evento. En ediciones anteriores la responsabilidad de la organización recayó sobre otras entidades madrileñas establecidas en Getafe, Parla y Alcobendas, localidad ésta que goza de un Museo de Bonsáis cuyo mentor ha sido Luis Vallejo, quizá el español con mayor autoridad en el delicioso mundo de los pequeños árboles.

Vallejo ha conseguido que sus diálogos con los bonsáis alcancen cotas de comunicación inigualadas en España. Expresión elocuente de ello es un pino silvestre, por él criado, que recibe al visitante desde una posición central. Se encuentra emplazado sobre una kuruma, recipiente de roca volcánica en forma de barco, cuyo aspecto arcilloso se desvanece con el verdor de un sotobosque donde proliferan musgos que acarician las yemas de los dedos con cosquillas de terciopelo. Hay también florones de hojas carnosas como las que festonan las rosas del desierto. Sorprende en este ejemplar de nudoso tronco la direccionalidad que van adoptando sus ramas, también sus piñuelas. Una rara simetría envuelve a este árbol cuya disposición y porte despiertan la admiración de cuantos participan en la muestra. "Es en verdad extraordinario", comenta con una sonrisa Juan Calvo, entusiasta miembro de la Asociación Mirasierra. El bonsái de hoja perenne, como el pino o el ficus, tiene género masculino, yan. Los de hoja caduca, como el arce, son considerados árboles femeninos, yin. El árbolillo se asienta sobre un anclaje llamado nevari. Suele presentar rajaduras premedidatamente hendidas sobre su tronco, como las que acostumbran tajar las sabinas, y que dibujan superficies muertas que los maestros cubren de carbonatos de calcio para aclararlas. "Se trata de fundir la vida y la muerte sobre el tronco" explica Manuel Martín Pérez, "conforme a los principios del budismo zen".

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Las hendiduras se llaman sari. Hay también trocitos puntiagudos de madera, conocidos como jin. El ápice es el término de la conexión hombre-tierra-cielo que el árbol representa. Esta tríada vertical se despliega, además, transversalmente y triangula ramas y hojas en una ecuación cuya silenciosa energía irradia equilibrio y paz: armonía. Así, aquel proyecto de árbol esquinado al borde de un camino y salvado de una muerte segura por la mano amiga impregna ésta de un sosiego creador. Tal es, dicen los sabios, el secreto que duerme en el seno de un bonsái.

Benevolencia y respeto

Bonsái significa árbol en maceta. Su crianza mediante técnicas correctoras de su crecimiento natural puede surgir del empleo de semillas especiales, de plantones en viveros o del reemplazamiento de árboles cuya inicial ubicación no les asegura la vida. El trato con los bonsáis, para ser fructífero, ha de descansar en una relación de respeto compasivo hacia los designios de la naturaleza. Pero se trata de una compasión no paternalista, sino benevolente e igualitaria. Fue enseñada por monjes budistas chinos que agitaban ante sí un gran plumero para evitar dañar a los insectos; eran los mismos monjes que caminaban descalzos para impedir el aplastamiento de las florecillas silvestres a su paso.

Su cultura pasó a Japón, donde los bonsáis alcanzaron su esplendor máximo. Maestros como Kimura convirtieron su cultivo en escultura vegetal en miniatura.

En España, este arte ha permitido reproducir pequeños olmos, cuyos ejemplares adultos resultaron casi diezmados por la temible enfermedad de la grafiosis.

Si un bonsái vuelve a ser emplazado en sus condiciones originarias, en aproximadamente cinco años puede adquirir el porte de su natural diseño.

La exposición del Botánico complutense incluye ficus, como los dos de la colección del Rey; madroños, como uno espléndido donado por Felipe González, con frutos anaranjados;acebuches; pinos y sabinas de gran variedad; hayas, incluso dispuestas en bosquecillo con troncos en número impar; también glicinias, de pátina lila y azaleas, cuyas flores, sorprendentemente, han mantenido su tamaño tan grande como para ocultar sus menudas hojas.

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