_
_
_
_
_
LA CRÓNICA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Olor a Nenuco

"De vez en cuando voy a pasear por la plaza de Orwell, pero ya no tiene nada que ver con lo que era", cuenta Miquel Horta, hijo del fundador de Nenuco. "De niño, mientras mi padre estaba encerrado en casa haciendo colonia, yo jugaba en la calle y conocía a todo el mundo. Pero nos fuimos del barrio en 1959, cuando yo tenía 15 años; la llegada de la VI Flota lo cambió todo y empezaron a abundar los prostíbulos, las putas y los macarras. Todavía ahora, sin embargo, cuando vuelvo al barrio, entro en la casa de la calle de Arai donde nací y me quedo mirando fijamente la bola que hay al final de la escalera. Confieso que he intentado desenroscarla en más de una ocasión para llevármela, pero no he podido. Fue en esa bola donde mi padre me enseñó cómo era el mundo: dónde estaba el ecuador, los trópicos, los polos...".

Miquel Horta, del barrio chino. La vida le ha sonreído: una multinacional compró la empresa familiar, a él le tocó la lotería...

Han pasado muchos años desde aquellos tiempos en que la imagen del mundo se reducía, para Horta, a un pomo de escalera, pero la reciente noticia de un defecto en un lote de productos de la marca me ha hecho pensar de nuevo en Nenuco. Miquel Horta (Barcelona, 1944) vive ahora lejos del barrio y ya no tiene nada que ver con la colonia que fundó su padre en los duros años de la posguerra. Horta dirige actualmente una productora discográfica, Zanfonia, y conserva miles de anécdotas de sus tiempos de mecenas de la progresía catalana, de la época en que financió en parte la editorial Empúries y la desaparecida revista El Món. Horta es también un bon vivant, y quizá por eso sigue siendo socio de El Bulli junto a Ferran Adrià y Juli Soler. La fama le llegó, sin embargo, en 1984, cuando le tocó una quiniela de 200 millones de pesetas y regaló el 10% a su amigo Carles Flavià y otro buen pellizco a los comunistas catalanes. La vida le va bien, pero de vez en cuando se detiene y piensa que algún día tendrá que escribir la biografía de Nenuco, quizá porque reconoce en aquella colonia el olor de su infancia, ese olor que le rescata la memoria de su padre y la de un barrio que ya no es lo que era. "Mi padre, Ramon Horta, creó Nenuco, la primera colonia para niños, en 1946", recuerda. "Acabó la carrera de ingeniero industrial en 1931 y durante la guerra militaba en la UGT y fue director general de Industria de Guerra de la Generalitat. Cuando ganaron los franquistas, pensó en exiliarse, pero al final se quedó y sobrevivió como pudo. Durante la II Guerra Mundial hizo un estuche de belleza que tenía en la tapa la bandera norteamericana, lo que entonces estaba mal visto. Le hicieron retocar las estrellas porque eran de cinco puntas y recordaban las del Ejército Rojo. Las dejó en cuatro puntas, pero el día que acabó la guerra una perfumería de la calle de Escudellers llenó el escaparate de esas cajas y unos falangistas lo destrozaron porque exhibía la bandera norteamericana". Ramon Horta fue, sin duda, un tipo original. Entre 1946 y 1968 siguió fabricando Nenuco de un modo casi artesanal en su casa de la calle de Arai, junto a la plaza de Orwell. El nombre de la colonia se le ocurrió porque su suegra, que era de Comillas (Cantabria), solía hacer los diminutivos con la terminación uco. El padre se inventó la fórmula y la etiqueta, y muchas familias del barrio se ganaban la vida llenando los envases. "Ayudaba a mucha gente", comenta su hijo. "Era un republicano muy generoso y solidario, pero de vez en cuando sacaba un carácter muy fuerte. Sufría depresiones y las combatía con muchos barbitúricos. Además, tomaba unos 20 cafés al día y a veces montaba unos números impresionantes. Recuerdo un día, a principios de los años cincuenta, que entró en una barbería cerca del Cosmos con una botella de champaña y dijo: 'Hoy ha muerto un hijo de la gran puta'. Acababa de fallecer un general franquista y quería celebrarlo. La barbería estaba llena y el barbero estaba asustado. Y yo, claro, que era sólo un niño. Otro día entró en un café de La Rambla y al oír que unos militares hablaban con desprecio de Cataluña les dijo de todo. Yo iba con él y me meé encima del susto. El camarero ya nos veía a todos en la cárcel. Al final, los militares lo tomaron por loco y se marcharon sin hacer nada. Pero no hay duda de que era un hombre de carácter".

Cuando Miquel Horta habla del mundo de su infancia parece que evoque el mundo del detective Carvalho: la calle de Escudellers, la plaza Reial, La Rambla, el Arc del Teatre, un limpiabotas llamado Vicente... "Yo iba a la escuela a la plaza Reial, justo encima de la tienda del taxidermista, y aún recuerdo el olor a formol que nos llegaba", señala. "Allí, donde coincidí con Pepe Rubianes, es donde vive ahora Oriol Bohigas. Todo ha cambiado mucho".

El negocio de Nenuco fue creciendo y cuando en 1968 murió el fundador, un tío de Miquel se encargó de modernizar la empresa. Se construyó una fábrica, primero en Sant Feliu de Guíxols y después en Sant Martí Sarroca, y las ventas crecieron aún más. Mientras, Miquel Horta se puso a estudiar Química y fue detenido en 1969 por algaradas universitarias. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, se exilió por un tiempo a Londres, donde conoció a la que sería su esposa. A su regreso, trabajó un tiempo en el laboratorio de Nenuco, pero aquello no le llenaba. Al final, en 1985, la familia decidió vender la empresa a una multinacional. A partir de aquel momento, Miquel Horta se convirtió en un generoso amigo de sus amigos y en una especie de patrocinador de productos catalanes de izquierda. Después vino el golpe de gracia del quinielazo. En resumen, que no puede decirse que la vida lo haya tratado mal. De vez en cuando, sin embargo, todavía pasea por la plaza de Orwell y, con la vista fija en la que fue su casa, recuerda aquellos años en los que el mundo olía a colonia Nenuco y tenía la dimensión del pomo de la escalera.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_