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Entre Davos y Porto Alegre

En las dos últimas décadas, América Latina ha vivido la recuperación casi generalizada de los sistemas democráticos y, como contrapunto, un pobre crecimiento económico, que apenas ha mantenido el producto por habitante con una redistribución más desigual del ingreso.

Esta evolución está debilitando la confianza en el funcionamiento del sistema de libertades y en sus instituciones, al tiempo que los partidos políticos clásicos se ven desplazados por alternativas no siempre mejores.

Además, se pone en cuestión el Consenso de Washington en su totalidad -las políticas macroeconómicas, las reformas liberalizadoras y los procesos de privatización-, al que se atribuye el fracaso del crecimiento y el aumento de las desigualdades.

Las elecciones se han ganado con programas de desarrollo y los gobiernos se han desempeñado con programas de ajuste sobre las mayorías sociales, tanto en los periodos de crecimiento como en los de crisis.

Como el problema de la legitimidad es siempre doble -de origen y de ejercicio- y la de origen conseguida en las urnas no ha ido seguida de la de ejercicio en la ejecución de los programas prometidos, es natural que el fenómeno de debilitamiento de la confianza democrática se haya extendido por el continente, con escasas excepciones.

El esfuerzo de la generalidad de los gobiernos por adecuar sus comportamientos al Consenso de Washington -más allá de los errores propios- ha ido produciendo un creciente rechazo, avalado por la frustración de los resultados, que lleva a la tentación de optar por ofertas políticas populistas.

¿Cómo recuperar la legitimidad de ejercicio que evite las regresiones democráticas situando a los países emergentes en la senda del desarrollo?

Voy a centrar la atención en las correcciones de política económica, consciente de que las reformas institucionales son tan imprescindibles como aquéllas para el fortalecimiento de un nuevo modelo superador de la crisis actual. La crisis política merece un análisis propio.

El debate, en Davos y Porto Alegre, está condicionado por los acontecimientos derivados del 11 de septiembre, que alteró las prioridades de EE UU, y el clima prebélico que se vive en estos momentos. El telón de fondo de la crisis económica mundial y el de la crisis latinoamericana se ve ensombrecido aún más por las incertidumbres derivadas de estos escenarios.

La polarización entre los que defienden una aplicación más rigurosa de las recetas neoliberales y los que desean hacer un funeral completo y definitivo del Consenso de Washington estrechará el margen de los que propongan políticas alternativas.

Sin embargo, hay que intentarlo para superar errores, mantener líneas de actuación imprescindibles y evitar sucumbir al pesimismo ante las constricciones del escenario mundial de crisis económica y de seguridad.

Hay que reafirmar la necesidad de mantener equilibrios macroeconómicos sanos, una constante lucha contra la inflación y una vigilancia seria de los equilibrios externos. Nada de ello debería perjudicar, sino todo lo contrario, la aplicación de políticas económicas de desarrollo.

Estados Unidos realiza políticas económicas pragmáticas, según las necesidades del ciclo, sean fiscales, monetarias, cambiarias o de protección de su mercado, pero, a través del FMI, exige a los países emergentes políticas ideologizadas y contradictorias con los objetivos de desarrollo en los mismos campos.

El principio de funcionamiento parece evidente. Los países centrales disfrutan de renta histórica y relaciones favorables de poder, que les dan márgenes para hacer políticas pragmáticas que les ayudan a superar las crisis y a mantener y ampliar las ventajas sobre los emergentes, al tiempo que exigen a éstos una ortodoxia neoliberal codificada por ellos, que ahoga sus posibilidades de desarrollo.

Los resultados están siendo devastadores para América Latina. Por eso es necesario redefinir algunas líneas básicas de actuación.

El equilibrio de ingresos y gastos ha de referirse a los corrientes y no computar de la misma forma ingresos obtenidos por privatizaciones o gastos destinados a inversiones. Ahora que se han cuestionado los procedimientos contables de muchas empresas emblemáticas, sería necesaria la revisión de las contabilidades nacionales, incluso para ganar transparencia y racionalidad.

Los procesos de privatización se deben analizar por sus propios méritos y con ritmos adecuados, sin las presiones que se derivan de intereses foráneos o de grupos oligopólicos propios. En no pocas ocasiones, los procesos de privatización poco o nada han tenido que ver con la liberalización que se pregonaba para mejorar la competitividad y los precios a los usuarios.

La liberalización precipitada de los sistemas financieros ha tenido costes insoportables para los países de América Latina que se han visto compelidos a ello.

Choca la diferenciación permanente entre crecimiento económico, planteado como un problema técnico, y equidad social, planteada como un problema moral, no de redistribución del ingreso.

Todo el mundo parece estar de acuerdo en la necesidad de aumentar la justicia social, aunque nunca quede claro el momento de realizar el esfuerzo redistributivo que conduzca a ella.

Si asumimos la necesidad de disponer de mecanismos eficientes de creación de riqueza y de redistribución del ingreso resultante, el modelo será más sostenible y exitoso para todos. Esto nos situaría en un papel razonable del Estado y del mercado, sin abandonarlo todo al segundo ni sobredimensionar al primero.

La pregunta sobre la compatibilidad entre crecimiento y equidad está mal formulada, porque enfrenta el problema técnico con el problema moral, y cuando se trata de números, la primacía de lo técnico reduce el espacio de lo moral o solidario, convirtiéndolo en un imperativo deseable, pero en un horizonte que siempre se aleja.

Por eso, sugiero que hablemos de crecimiento y redistribución del ingreso -directa e indirecta- como los dos términos de la misma ecuación, que pueden discutirse por la mayor o menor eficacia del modelo resultante.

En las economías exitosas que han conducido a la centrali

dad se han retroalimentado, conformando un paradigma. Los países emergentes que no lo han seguido, incluso con crecimientos duraderos y fuertes, no han mejorado sus posiciones en ningún terreno, salvo el de exiguas minorías mucho más ricas.

Hoy, además, resulta imprescindible facilitar el acceso a las tecnologías de la Red, tanto para la educación y la salud cuanto como palanca del desarrollo. Es una forma de redistribución que fortalece a todos los factores.

La formación de capital humano, más la productividad por persona ocupada, son más trascendentes que las políticas de bajos salarios y reducción de costes en educación o salud. La senda del desarrollo y la competitividad va por ahí.

Hay que reconsiderar el modelo de crecimiento ligado exclusivamente al sector externo. Sobrepasadas las teorías de desarrollo autárquico con sustitución de importaciones, se ha caído en el abandono de la economía interna en todas aquellas líneas de creación de riqueza que poco o nada tienen que ver con los insumos externos, al tiempo que generan puestos de trabajo y bases para el desarrollo.

En América Latina, la vivienda -por ejemplo-, extraordinariamente intensiva en empleo y nada dependiente de insumos externos, es un motor de crecimiento y redistribución desatendido.

Lo mismo cabría decir de la inversión en infraestructuras de comunicaciones, telecomunicaciones, energía y agua, cuyos retrasos son cuellos de botella para el desarrollo, que pueden enfrentarse con esfuerzos públicos y/o privados, tanto nacionales como regionales, y con financiamientos mixtos que hagan soportables sus impactos presupuestarios. Las importaciones necesarias tienen la virtualidad de capitalizar al país que lo hace. El Banco Mundial y los demás organismos financieros internacionales pueden y deben realizar este esfuerzo.

Finalmente, sin una revisión de los equilibrios en las relaciones comerciales, las políticas de impulso liberalizador de los mercados seguirán penalizando a los países en desarrollo y ahogando sus potencialidades en el comercio mundial.

Necesitamos, en fin, políticas pragmáticas de desarrollo, no políticas ideológicas de ajuste permanente.

Empieza a abrirse camino la necesidad de la guerra contra la pobreza y el rechazo de la guerra que empobrece.

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