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Columna
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Los metecos

Peroraba el señorito cortijero de la novela de Delibes contra la emigración de los jóvenes que, hace unas cuantas décadas pero no demasiadas, abandonaban la miseria y la pobreza rural hispana en busca de otros horizontes: "Que ya no es como antes, que hoy nadie quiere mancharse las manos, y unos a la capital y otros al extranjero, donde sea, el caso es no parar, la moda, ya ves tú, que se piensan que con eso ya han arreglado el problema". Quirce, el muchacho del relato, no aguantaba ni la miseria ni la opresión del cortijo. Ante la una y la otra reaccionaba con un silencio rebelde e impenetrable que crispaba al señorito. Quizás fue ese silencio hermético de protesta el que le sugirió al guionista de Los santos inocentes la estructura narrativa de la película homónima de la novela del vallisoletano, y que este periódico ha puesto a disposición de todos los bolsillos. En la cinta, Quirce trabaja en un taller de la capital. Emigró como lo hizo su hermana a la ciudad cercana donde trabaja como operaria industrial: el guionista imaginó que era la única salida a la pobreza extrema, la única salida para alcanzar una existencia más aceptable.

Son las mismas razones que soplan como el viento en la popa de las pateras u otros medios con los que alcanzan las tierras europeas -legales, ilegales o alegales- miles de extranjeros que se convierten aquí en metecos en el campo, la construcción, la asistencia domiciliaria, la industria, los servicios o la venta ambulante. Que con frecuencia tienen dificultades para alquilar una vivienda digna; que sobre los salarios que reciben habría mucho que hablar; que entre ellos, como entre los demás grupos sociales, hay pícaros. Droga, prostitución y el lucero del alba... eso lo sabe todo el mundo. Como todo el mundo sabe a estas alturas que se ha de regular la llegada de trabajadores extranjeros, no para levantar murallas, sino para evitar la acción del pícaro y el delincuente, y para evitar que el desdén o la injusticia se cebe en ellos.

Pero regular la llegada de nuevos metecos a Europa, tomar conciencia social y política de la nueva situación social, ha de estar a años luz del comentario tabernario y xenófobo, de la perorata contra la emigración enarbolando los colores de enseñas nacionales, o hablar de los intereses patrios de una patria que rechaza a los extranjeros, cuando los necesitamos. Para peroratas ultramontanas de ese tipo, nos sobran y nos bastan con las literarias de Delibes o las cinematográficas de Camus. Y porque no sobran y no bastan, ante esas peroratas, como las que se intentaron llevar a cabo estos días pasados en Crevillent y San Fulgencio -y previsiblemente esas peroratas pueden aparecer en cualquier punto de la geografía valenciana...-, frente al dislate, y hay que repetirlo, sólo caben dos soluciones: el silencio hermético del Quirce y el debate sereno, social y político, en torno a la regulación de la entrada de trabajadores extranjeros, que todavía no se ve en parte alguna. Los Camps, los Pla, los Pere Mayor, los dirigentes de Esquerra Unida y de los verdes, deberían apuntarse a ese debate de inmediato, porque si el fuego todavía no es patente, hay ya humo.

La Grecia clásica reguló a sus metecos, a los trabajadores que se establecían en un estado-ciudad helénica. Tenía sus derechos y podían defenderse en un tribunal presidido por un polemarca. Algo más tendremos que avanzar si pensamos, como Aristóteles que la ciudad-estado es una comunidad de seres semejantes, incluidos los metecos, en orden a la mejor vida posible.

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