_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Hombrecitos

Hasta hace bien poco tiempo, generaciones y generaciones de muchachos cumplían con la obligación de la mili. Servir al Rey, decían los mayores. Era una prestación a la que les forzaba el Estado con el fin de hacerlos copartícipes de la seguridad. Pero las levas juveniles eran también un modo de nacionalizar a los muchachos, de acrecentar en ellos su sentido patriótico: se les arrancaba de su lugar de origen y del cobijo familiar y se les exponía a la intemperie de una vida en común, bronca, cuartelaria, de machotes propiamente, de soldados. En la actualidad, las tareas defensivas se cumplen de otro modo, con un ejército profesional, sin la leva obligatoria, y la nacionalización de las masas y los ardores guerreros han experimentado un feliz crepúsculo, como insistiera Gilles Lipovetsky: hedonistas, seguidores de una ética indolora, los muchachos ya no se dejan arrastrar por el sacrificio nacional o belicista. Pero en el servicio militar había algo más, otros rendimientos, durísimos o brutales aprendizajes privados o personales de la masculinidad, los de hacerse hombres, en palabras de David Gilmore, que no sabemos con certeza cómo se logran hoy.

En primer lugar, la experiencia militar era un rito de paso. Durante generaciones, los soldados españoles hacían del servicio su tránsito a la edad adulta, el fin de la pubertad, siempre demorada por madres obsequiosas de cuyas faldas había que desprenderse o por novias acuciantes. En el cuartel se curtían con una experiencia inaudita que los devolvía mayores y distintos, creciditos. Como en los durísimos internados de enseñanza media, también allí se aprendía el absurdo de la vida, la brutalidad frecuente de los compañeros, la disciplina a que la realidad obliga, la frustración que es común en la existencia, la demora sin sentido, la espera, la pérdida de tiempo y la lentitud, sobre todo la lentitud. Hay narraciones que han hecho de esa experiencia un relato de formación, como en alguna novela de Robert Musil o de Mario Vargas Llosa. Apegado a lo propio, el varón podía templarse en el ejército endureciéndose, perdiendo blanduras infantiles y acumulando otros miedos, las primeras derrotas de la vida. En segundo lugar, al margen de la experiencia cuartelaria en sí, más importante era el relato de la misma. En efecto, durante generaciones, los varones han contado su etapa castrense, dilatando episodios, recreando los hechos, agigantando lo que a cada uno le cupo en suerte. Se trataba de narrar la vida de vértigo, sus peripecias; las novatadas de que fueron víctimas cuando reclutas y que después ellos mismos infligieron a otros para escarnio y para venganza retrospectiva; las bravuconadas de que fueron capaces, las ingestas desmesuradas de alcohol y las correrías sexuales; los mandos que padecieron o de los que se hicieron conmilitones; las guardias o las maniobras que cumplieron empuñando el fusil de asalto; los permisos de que gozaron gracias a su astucia y a sus argucias; la vida muelle, en fin, que llevaron simplemente por su cara bonita o por la recomendación providencial de algún tío o familiar que les supo y les pudo emplear en el mejor destino.

En el relato del servicio, había hechos ciertos y recreación, la historia particular de cada uno y la fantasía con que se adornaba para trazarse la propia leyenda, un pasado inverificable, un tiempo lleno de circunstancias, de enseñanzas prácticas y de aventura. Era tradición que los jóvenes dijesen haber llevado una vida padre, dijesen haber aprendido cosas para su vida, dijesen haber trabajado poco, perdidos por dependencias militares y más astutos que sus jefes y oficiales. Era difícil que los licenciados del ejército confesasen abiertamente todos los miedos que habían padecido en el cuartel, las humillaciones reales que habían sufrido, los peligros temerarios y absurdos que habían corrido, las bajezas que habían demostrado, las crueldades de que habían sido capaces, las cobardías tras las que se habían parapetado, las brutalidades que a otros habían infligido por estupidez. El relato de la mili era siempre o heroico o tranquilo: o uno había demostrado audacias que ignoraba poseer, distanciándose, pues, del muchachito que aún era cuando abandonó el amparo familiar, o uno había logrado pasar desapercibido, oculto tras la maleza militar, tras el camuflaje de la mediocridad uniformada. Los veteranos recomendaban justamente eso: no destacar, no hacerse de destacar, pasar sin ser visto, no significarse. Y ese sabio dictamen de experiencia práctica lo corroboraba el simple sentido común: en el caso de no tener propensión castrense, mejor emboscarse. Un relato célebre de Antonio Muñoz Molina narra y describe con precisión esos miedos, esas bajezas y esas astucias de soldado.

No conozco a ningún varón que habiendo hecho la mili sienta verdadera nostalgia de aquella experiencia. Todos nos felicitamos de que haya acabado la obligación y de que ahora nuestros hijos no deban acudir al cuartel. Sin embargo, muchos padres con posibles se quejan hoy de que los jóvenes no sepan acceder a la vida adulta, poco dispuestos a abandonar el hogar, empeñándose en convivir al abrigo de sus progenitores. Muchos mayores se lamentan de las urgencias de sus hijos varones, de la vida acelerada que llevan al servirse de todo tipo de prótesis mecánicas o electrónicas, al adentrarse en un espacio sin frenos ni límites ni distancias, al abandonarse a la quimera que les hace creer en un universo simultáneo e inmediato. Muchos padres, en fin, deploran lo poco que hablan sus vástagos, el silencio rencoroso que los rodea, el enmudecimiento a que se entregan. Son preguntas que se mantienen y se repiten. ¿Cómo se da hoy la experiencia de hacerse hombres, la experiencia del desarraigo familiar, el rito de paso que consiste en madurar? ¿Cómo se aprende la demora y cómo se tolera la frustración que es siempre la vida? ¿Cuál es la vivencia susceptible de ser contada, acrecentada, fantaseada? Tal vez, el ejemplo que muchos jóvenes dan hoy auxiliando a los gallegos o actuando solidariamente sea una experiencia aprovechable. Sé que lo que propongo es una utopía fracasada, incluso una chifladura, pero no me resigno a callármela: quizá habría que idear algún sistema de prestación de servicios a la comunidad que rindiera beneficios colectivos, que les enseñara a perder literalmente su tiempo a los hombrecitos que con urgencia o con arrogancia irrumpen en el mercado. Si la sociedad nos acoge, a la sociedad nos debemos en una compleja red de prestaciones y contraprestaciones, como advirtiera Marcel Mauss. A ser individuo se aprende por fuerza o de grado responsabilizándose, haciéndose cargo de uno mismo, sin abdicar de lo propio, sin renunciar a las metas, pero se aprende también siendo capaz de alguna mansedumbre, renunciando a la omnipotencia y a la brutalidad, edificando un espacio más hospitalario, aceptando la lentitud.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_