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Reportaje:

Madrid gana una sala del mejor arte en las Descalzas

El monasterio madrileño troca un antiguo dormitorio de monjas en museo de tapices de Rubens y obras de Rizzi y Van Dyck

Cien metros distante de la bulliciosa plaza de Callao, las Descalzas Reales, remanso renacentista de quietud monacal con claustro de naranjos, recupera estos días un espacio suyo, singular y entraño. Con él ampliará su área destinada al museo, uno de los más visitados de Madrid. Se trata del primitivo dormitorio de las monjas clarisas, moradoras del convento. Austero aunque destartalado hasta hace un año, ese espacio se ha visto ahora transformado en una sala excelsa de cuyos muros cuelga una de las principales joyas del arte suntuario europeo. Ya se halla dispuesta para su contemplación la colección de tapices conocida como El triunfo de la Eucaristía, cuyos cartones fueron pintados por el hispanófilo flamenco Pedro Pablo Rubens y tejidos por maestros principales de la Bruselas más laboriosa del XVII: Jan Raes, Jacques Fobert, Hans Vervoert y Jacob Geubels.

Isabel Clara Eugenia encargó al pintor flamenco los cartones para tapices de Raes, Geubels y Verwoert

El dormitorio conserva, desde luego, la parquedad primitiva de su piso, en barro cocido; en sus losetas del color de la arcilla, hoy muy bruñidas, se marcan los exiguos tamaños de las camaretas ocupadas durante cuatro siglos por generaciones de monjas de clausura de origen noble. Por su alcurnia, acuñaron con sus dotes uno de los patrimonios artísticos más deslumbrantes de la Villa de Madrid, a la sazón capital de España, de Europa y de América. Los tapices, en número de veinte, fueron realizados por Rubens tras recibir encargo de su amiga y mecenas Isabel Clara Eugenia, esposa del archiduque Alberto de Austria, gobernadora de los Países Bajos, la más bienamada hija de Felipe II. Este monarca era hermano de Juana de Austria, fundadora del convento madrileño, esposa de Juan Manuel, heredero de Portugal, y madre del malogrado infante don Sebastián, cuya muerte en combate en Alcazarquivir, hoy Marruecos, permitió a Felipe II obtener el cetro portugués en 1580.

Los tapices, cuya sublime hechura hizo inundar de copias la Europa más rica, permanecieron casi cuatro siglos ocultos todos los días de año, salvo las jornadas del Corpus y el Viernes Santo en que las monjas los sacaban mimosamente de sus bargueños para decorar paramentos de los trayectos de sendas procesiones. Ahora, esos paños sacros, que conservan vivos sus carmines y sus azules, sus hilos de oro refulgente y sus torsionadas columnas salomónicas, pueden ser contemplados plenamente: un procedimiento sencillo, bien que cargado de talento, permite la visión de los tapices por entero. El truco consiste en una tanda de pares de escocias, salientes altos a modo de apoyaturas rectas y combadas por su base, cuya prominencia permite sujetar y arquear la parte superior del tapiz como un trampantojo; de tal manera, se alza sobre el suelo y, ya sin arrastre, libera a la contemplación toda su superficie. Así lo explica Ana García Sanz, conservadora del monasterio de las Descalzas Reales desde 1986, cuya propuesta fue realizada con fortuna por carpinteros y ebanistas de Patrimonio Nacional, la entidad estatal que regenta el cenobio madrileño. García se deleita explicando la nueva disposición del antiguo domitorio monacal, donde la pátina color teja del barro cocido del reluciente piso, enmarca, con una delicada iluminación, la fascinante secuencia de tapices aromada por una rara calidez plástica. Se ha decidido abrir dos ámbitos a modo de altares, entre grandes candelabros y flanqueados por pares de paños cuya magnificencia textil rivaliza con la riqueza de sus motivos. Uno de los escenarios se ve presidido por un crucifijo labrado por indios tarascas de México, de gran patetismo y fuerza, pese a la levedad de la pasta de médula de bambú y orquídeas empleadas para su construcción, con técnica similar a la del papel maché. El crucificado es un testimonio extraordinario de la primera recepción del barroco español por artistas indígenas que, en esta pieza única -destruida en un bombardeo en la Guerra Civil y rehecha pulgada a pulgada- no pudieron sustraerse a plasmar la inocencia de una sonrisa celestial sobre el cuerpo sangrante. El otro altar lo preside un descendimiento del XVII, teñido por una sfumatura suavemente lóbrega. Muy cerca, un retrato de Anton van Dyck de Isabel Clara Eugenia, facedora de la colección de tapices. La otra, obra de Francisco Rizzi, es Margarita de Austria, hija del sacrorromano emperador de Alemania. Ambas expresiones revelan poder y sobriedad.

Monasterio de las Descalzas Reales. Martes, miércoles, jueves y sábados, de 10.30 a 12.45 y de 16.00 a 17.45. Viernes, sólo mañanas. Domingos y festivos, de 11.00 a 13.45. Lunes, cerrado. Plaza de las Descalzas.

Contra fasto y poder, austeridad

Casi todo, en el monasterio de las Descalzas Reales de Madrid, habla el lenguaje de un poder cuya cercanía a la suntuosidad de los tesoros que alberga fortifica sobremanera su mensaje. Es la afirmación de la eucaristía contra el reformismo protestante, seña de identidad ideológica de los Habsburgos en el siglo XVII. Empero tal fasto, que aflora en cada rincón de este convento por rezumaderos sin cuento, no consigue torcer la pauta austera y rígida de la orden franciscana, por 445 años allí asentada. El monasterio fue, terciado el siglo XV, palacio de los reyes de Castilla. Las franciscanas clarisas llegaron una centuria después, a partir de 1558 y a instancias de Francisco de Borja, quien alcanzara el generalato de la Compañía de Jesús y la santidad cristiana. Juana de Austria había nacido en este palacio. Viuda del heredero lusitano don Juan Manuel y madre de su desaparecido vástago, ella decidió enclaustrarse muros adentro de un recinto bello aunque helador, cuyo huerto aprovisona en parte y todavía a una comunidad de religiosas de edad. La condición de abadesa de las Descalzas ha llevado implícita la grandeza de España. La alta alcurnia de sus novicias fue históricamente norma. Con las dotes ofrecidas para ellas por sus linajudos progenitores, las futuras monjas reunieron ajuares, cuadros, esculturas, tapices y ornamentos sacros de un valor artístico impar en España.

Sin embargo, el dormitorio monacal recobrado para las salas de exposición, en la planta superior del edificio que levantara Antonio Sillero, muestra que las monjas "dejaron de mano al mundo y sus falsas apariencias de señorío, con harto triunfo de la religión", según dejara escrito Juan López de Hoyos, maestro de Miguel de Cervantes Saavedra.

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