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Columna
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Memoria

Lo único que los cadáveres poseen auténticamente en propiedad es la memoria: el recuerdo suplente de una lápida donde derramar flores, el testimonio de una fotografía o de una placa que demuestre que su trabajo en un determinado puesto no fue estéril. Por eso la memoria es lo único que puede arrebatarse a los muertos, lo único que puede dejarlos desnudos, indefensos, inútiles: apagado ese último vestigio de sus días, su vida parece diluirse, se deshace como los dibujos de humo de los cigarrillos, se contagia de esa neblina que afecta a los ensueños y las fantasías y cruza un río infranqueable hasta la otra orilla de lo real. Por eso todos los pueblos han guardado con tanto celo la memoria de sus muertos; convertidos en estatuas, en nichos, en poemas, parecían poder resistir mejor la corrosión del tiempo, aplazar más y más esa desintegración última y definitiva. Los tiranos de antaño, que eran conscientes de la dureza del recuerdo, idearon castigos de una fascinante crueldad: Shi Huang Ti, señor de China, ordenó aniquilar en una pira millares de libros para reducir a ceniza los milares de voces apagadas de que eran depositarios. En Roma, el emperador y el Senado tenían potestad para aplicar la sanción de la damnatio memoriae, es decir, para devolver a la nada a aquella persona que hubiera atentado contra la autoridad del Estado: se borraba su nombre de los monumentos, desaparecía de las actas y los anales, el alquitrán del olvido caía negramente sobre él erradicando todas las huellas de su paso por la Tierra. Porque la carne y el hueso son frágiles y fáciles de deshacer, pero las palabras y los gestos exigen fuego, clavos, mordazas.

Después de más de sesenta años, muchas familias de Andalucía y fuera de ella han podido devolver a los cadáveres de la Guerra Civil el único equipaje que es útil en el largo exilio de la muerte: su memoria. Ahora saben que ha quedado una estela de los seres a los que amaron, que las mejillas sobre las que abandonaron los alientos del beso o la rabia no pertenecían a meros fantasmas, que un día cruzaron cierta esquina, amaron a una mujer, cerraron una maleta, emprendieron un viaje: todas esas minucias y esos detalles administrativos de que se componen la vida de cada individuo. Extraídos de las fosas comunes en que estaban hacinados, reescritos sobre las listas de las que habían sido tachados, dotados de nuevo de nombre y voz y parientes, aquellos que se fueron han sido recompensados con esa forma vicaria de existencia que disfrutan todos los que ya han muerto una vez pero que a ellos se les había negado. Impugnando sus personas, proscribiéndolos del recuerdo popular, prohibiendo que los llamaran españoles y humanos, el régimen anterior buscaba corregir la Historia, esa cosa escrita en mármol, y hacer como si esos rostros y esas vidas de dolor y esperanza nunca hubieran tenido lugar. Pero todos, amigos y enemigos, merecemos ese último homenaje: los retratos, la remembranza empañada de tardes del pasado, unos apellidos sobre una losa en la que se puedan reunir de vez en cuando los cuñados. Y un ramo de flores frescas que se irá marchitando lentamente, cuando las madrugadas y los veranos y el zodíaco vayan imponiendo su necesario curso.

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