La transición de las sotanas
El obispo Alberto Iniesta, auxiliar de Tarancón, cuenta en un libro las trifulcas y posterior ruptura de la Iglesia con Franco
Le dijo el caudillo Franco a su ministro de Gobernación, Camilo Alonso Vega: "Camilo, no te comas a los curas, que la carne de cura indigesta". Era el año 1969, cuando la revuelta de una parte del clero, animado por las reformas del Concilio Vaticano II, obligó a la dictadura a construir en Zamora una prisión para sacerdotes, reclusos la mayoría por negarse a pagar las multas que cosechaban con sus homilías dominicales. Así empezó la Iglesia su transición desde el nacionalcatolicismo y la dictadura hacia la libertad religiosa y la democracia. El obispo Alberto Iniesta, el hombre del cardenal Tarancón en la Vicaría de Vallecas, lo cuenta en Recuerdos de la transición, que se presenta hoy en Madrid editado por PPC.
El prelado apunta en el haber de la Iglesia que España ha superado la "cuestión religiosa"
"En muchas ocasiones más bien me parecía estar haciendo de bombero que de obispo. ¡Cuántas veces tuve que dialogar o enfrentarme con la policía que rodeaba un local de la Iglesia para evitar que detuvieran a los que estaban dentro. El problema era siempre al salir", escribe Iniesta (Albacete, 1923) en el capítulo Historias para no dormir: de policías... ¡y cristianos! El apartado más explícito es el dedicado a los "encierros, encerronas y curas presidiarios". "Hubo una época en la que tuve que dedicar las mañanas de los jueves a visitar a mis curas en [la cárcel de] Carabanchel, porque mientras unos salían, otros entraban, y siempre tenía algunos encarcelados como delincuentes, siendo como eran hombres sacrificados por defender a los más necesitados", dice.
"¿Qué habría sido de la transición hacia la democracia si el episcopado se hubiera mantenido en actitud intransigente y reaccionaria ante los cambios?", se pregunta Iniesta. Los obispos habían bendecido sin tapujos el golpe militar de Franco en 1936, bautizaron como "cruzada" la guerra incivil e introdujeron al sangriento dictador bajo palio en el santoral de los salvadores del catolicismo, rezando por él cada domingo o cantando brazo en alto el Cara al sol. "Como se decía en broma por entonces", escribe Iniesta sobre esa España ensotanada, "en aquellas ocasiones Franco hablaba de Dios y de la Iglesia, y los obispos hablaban de política. ¡De la política del Movimiento, naturalmente!".
Cuenta Iniesta que, cuando el Vaticano II se disponía a votar el documento sobre la libertad religiosa, perseguida en España, el temperamental obispo de Canarias, Antonio Pildain, "completamente en contra, como la mayoría de los prelados españoles, afirmó que antes de que los obispos aprobaran semejante documento sería preferible que se hundiera el techo de la basílica sobre el aula conciliar y acabara con todos". Lo que se agujereó aquel día, con boquetes irreparables, fue el nacionalcatolicismo, documenta el prelado emérito de Vallecas.
"Nosotros estamos dispuestos a dar a la Iglesia todo lo que quiera; tan sólo exigimos que ella sea nuestro principal apoyo", sostenía, aún en 1972, el almirante Luis Carrero Blanco, número dos del dictador, ante el cardenal Tarancón y el nuncio del Papa, Luigi Dadaglio. Para entonces, Pablo VI había nombrado a decenas de prelados que no vivieron la guerra civil, y otros muchos -el propio Tarancón- se habían alejado sin remedio del régimen tras participar en lo que Iniesta llama "aquel extraordinario máster de eclesiología que el Espíritu Santo les impartió durante tres años en la Basílica de San Pedro", en alusión al concilio convocado por el prodigioso Juan XXIII, el papa que amparó a muchos exiliados españoles cuando era nuncio en París, y que se enfadaba si alguien llamaba "cruzada" en su presencia a la salvaje guerra desatada por el general Francisco Franco en 1936.
El relato de Iniesta se fija, sobre todo, en los conflictos que vivió personalmente, de los que desvela aspectos desconocidos hasta ahora, y refleja hasta qué punto llegó la ruptura del episcopado con la dictadura, sólo apoyada por algunos prelados intransigentes, bien jaleados por la prensa del régimen. Tarancón se lo echa en cara a Carrero en una tormentosa relación epistolar tras haber reprochado el almirante la ingratitud de la Iglesia. Según Carrero, el dinero entregado por la dictadura a su principal aliado sumaba cada año los 300.000 millones de pesetas, y el paciente cardenal creía miserable ese "pasar factura".
Lo cierto es que la Iglesia española, tan acostumbrada a apoyarse en dictadores -Narváez, Primo de Rivera, Franco- para librarse de la modernidad liberal que amenazaba con limitarle sus inmensos privilegios y poderes fácticos, se enemistó sin remedio con la dictadura y saludó con confianza la llegada de la transición hacia la democracia. España superó así "la cuestión religiosa", sostiene Iniesta, y se libró a los españoles del espantajo clerical o anticlerical, siempre detrás del cura, unas veces con un cirio y otras con un palo.
Recuerda Iniesta que Carlos Arias Navarro, el lacrimoso presidente de Gobierno que comunicó a los españoles la trabajosa muerte de Franco, reclamó a la Conferencia Episcopal que todos los obispos acudieran a Madrid a concelebrar la misa funeral por el dictador. Al fin y al cabo, todos habían jurado los Principios del Movimiento y debían el cargo al régimen, dijo Arias. Ni siquiera Tarancón hizo caso al presidente, con el que el cardenal había discutido agriamente a propósito del caso Añoveros. [Al obispo de Bilbao Arias lo quiso expulsar de España en 1974 por una homilía, pero Franco finalmente no dio permiso, aterrorizado porque la medida le supondría la fulminante excomunión].
Especial relevancia tiene el capítulo dedicado por Iniesta a explicar el ominoso silencio de la Conferencia Episcopal la noche del fracasado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Los obispos estaban ese día en Madrid reunidos en asamblea general, y Tarancón acababa de dimitir. La jerarquía de la Iglesia estaba sin dirección, "como rebaños sin pastor", justifica el prelado.
Los obispos vuelven hoy sobre el problema del terrorismo
Las posiciones de la Iglesia católica ante el nacionalismo vasco y catalán provocaron las iras del régimen de Franco y no han dejado de irritar a algunos sectores conservadores. La última vez en que ese desencuentro se produjo fue el pasado 30 de mayo a causa de una pastoral de los obispos vascos criticando la ilegalización de Batasuna mediante la aprobación de una nueva Ley de Partidos. El conflicto alcanzó tal virulencia que el Ejecutivo del PP, muy "molesto", llamó a consultas al nuncio (embajador) del Vaticano en España, Manuel Monteiro de Castro, y el propio Aznar calificó la pastoral de "una perversión moral grave".La Conferencia Episcopal Española (CEE), liderada por el cardenal Antonio María Rouco, dijo entonces que los prelados vascos eran autónomos para opinar sobre cuestiones de sus diócesis y que, además, la condena del terrorismo por la Iglesia española había sido siempre unánime y rotunda. "Un presidente del Gobierno no puede llamar inmorales a los obispos", replicó al presidente José María Aznar el cardenal Ricard Maria Carles, arzobispo de Barcelona y vicepresidente de la CEE.Que aquella pastoral de los prelados vascos dejó grandes heridas en las relaciones de la Iglesia con el Gobierno y un sector de la sociedad española lo demuestra el hecho de que esta semana, a partir de hoy lunes, los prelados se reúnen en asamblea general para debatir un nuevo texto, tan definitivo como contundente, contra el terrorismo.Los dirigentes de la CEE llevan ya varios meses dando vueltas a ese documento antiterrorista y es probable que no terminen de redactarlo esta semana. En todo caso, quieren dejar ante la opinión pública la idea de que están en ello, sin tapujos ni fisuras. ¿Por qué? Aparte las razones morales, una causa de peso es el estado de ánimo de los ciudadanos ante la Iglesia, manifestado en la disminución paulatina de las limosnas de los fieles y en una nueva caída del porcentaje de españoles que destinan a la Iglesia la parte legal permitida en cada declaración de la renta anual.
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