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LA CRÓNICA
Columna
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El oasis del Drolma

Se ha repetido hasta la saciedad que Barcelona vivió durante muchos años de espaldas al mar, ignorando unas playas que, tras la reconversión propiciada por el revolcón urbanístico de los Juegos del 92, se han convertido en nuestra Copacabana particular. De repente, los barceloneses descubrieron que 'vaya, vaya, aquí sí hay playa' y la ciudad se puso el bañador para celebrarlo. Barcelona, sin embargo, sigue dando la espalda a muchas otras cosas. A los hoteles, por ejemplo.

Hay en todo el mundo notables ejemplos de ciudades que han sabido convertir sus hoteles en estandartes plenamente integrados en la vida urbana. El Plaza, el Algonquin o el Waldorf Astoria son en Nueva York excelentes referentes para los mismos neoyorquinos. Como lo es para los londinenses el Savoy, para los romanos el Excelsior y para los parisienses el Ritz. Los ciudadanos de Nueva York, París, Roma y Londres comprendieron a tiempo que no podían permitirse el lujo de dejar los elegantes salones de sus mejores hoteles para goce único de los turistas. Ellos también querían disfrutarlos y han sabido hacérselos suyos. En Barcelona, sin embargo, los hoteles siguen siendo principalmente coto de turistas. Hay excepciones, por supuesto: el Ritz, por ejemplo, se viste de gala para la velada literaria del Premio Nadal, pero esto sucede tan sólo la noche del 6 de enero. El Colón, un hotel situado en un lugar excepcional, frente a la catedral, fue durante años escenario de las celebraciones de la editorial Anagrama, pero hace ya tiempo que tanto Jorge Herralde como Beatriz de Moura (para los actos de Tusquets) optaron por mudarse a la parte alta de la ciudad, concretamente al restaurante Saint Rémy (antiguo Café de Colombia). Parecía que la batalla de los hoteles estaba ya definitivamente perdida, pero en los últimos tiempos ha sido el Majestic, otro hotel situado en un lugar único -en la esquina del paseo de Gràcia y València-, el que ha sabido integrarse en la ciudad con una inteligente maniobra que tiene su epicentro en Fermí Puig, el alabado cocinero del restaurante Drolma.

El restaurante del Majestic ha contribuido a que Barcelona aprenda a no dar la espalda a sus hoteles

Fermí Puig es un inquieto cocinero de 43 años que ha sabido apostar por una cocina elegante, con excelentes productos y con toques de modernidad, que está convirtiendo su restaurante en un punto obligado de referencia ciudadana. El marco se lo merece. Basta con entrar en el Majestic para darse cuenta de que este hotel ha sabido revestirse de una elegancia de esas que no te hacen sentir como pez fuera del agua. Es decir, de una elegancia con clase, pero sin falsos boatos. En este sentido, el gran cuadro de Modest Urgell de la entrada se presenta como una inmejorable carta de presentación. El espacio donde está situado el restaurante Drolma es otro de los aciertos. Fermí Puig supo reconvertir unos antiguos salones de la primera planta donde solían celebrarse festejos de comuniones y similares en un marco elegante abierto a Barcelona, con vistas al paseo de Gràcia, nuestros Champs Elysées.

El marco del Drolma es elegante y único, pero con esto no bastaba. Faltaba una cocina de calidad y esto es lo que Fermí Puig le ha dado al restaurante. Por cierto, si a alguien le intriga el significado del nombre, diremos que hace referencia a la parte femenina de una de las representaciones de Buda, aunque a Fermí Puig le gusta bromear diciendo que sirve para comprobar, a la salida del restaurante, si alguien ha bebido demasiado. 'Si puedes decir tres veces seguidas Drolma, significa que puedes ponerte al volante', dice con una sonrisa.

Fermí Puig es un cocinero atípico. En sus años de estudiante pasó por la Universidad Autónoma, y también ha coqueteado con el periodismo. Lo suyo, sin embargo, ha sido desde siempre la cocina. Se inició en el restaurante que tenía Montse Guillén en la calle de Marià Cubí de Barcelona, y en la Fonda Europa de Granollers. Le tocó hacer la mili en Cartagena, donde, por un caprichoso azar del destino, coincidió en los fogones de Capitanía General nada menos que con Ferran Adrià. Seguro que aquel capitán general no tenía ni idea de que estaban a su servicio dos futuros grandes cocineros.

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Ferran Adrià y Fermí Puig volvieron a coincidir en El Bulli, pero Puig se marchó antes de la gran eclosión y Adrià se quedó para rizar el rizo de la cocina y lograr el más difícil todavía. Después de pasar unos años saltando de cocina en cocina, Puig acabó asentando sus reales en el hotel Majestic, donde hace unos tres años tuvo la feliz idea de crear el Drolma. 'La familia Soldevila, los propietarios del hotel, acogieron bien mi idea de crear un buen restaurante de referencia y el tiempo nos ha dado la razón', manifiesta con orgullo. 'Hacemos una cocina tradicional con algunos toques modernos, pero no me gusta apostar por la estética. Un plato es lo que tiene que ser y ya está. No hace falta adornarlo. Lo que sí hay que hacer es conseguir buenos productos. Ésta es la base. Además, no me gusta renovar la carta cada año, como hacen algunos, ya que hay gente que vuelve al restaurante precisamente para probar un plato que quizá le gustó hace un año. Puedes hacer variaciones, pero no me gusta que los clientes se sientan frustrados'.

En su interés por la materia prima de calidad, Puig sabe prestar atención a productos excepcionales como la trufa blanca, todo un fenómeno en Italia durante la temporada de octubre a diciembre. El café y las copas vale la pena tomarlos en el bar, otro espacio agradable que está impregnado de esa elegancia que ha sabido explotar el Majestic. A la salida, espera el paseo de Gràcia. Es decir, el centro de Barcelona, de una ciudad que poco a poco va aprendiendo a no dar la espalda a sus hoteles.

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