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Columna
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Primavera

Desde la plaza de la Ciudad Vieja, el reloj astronómico sigue haciendo girar su zodíaco de prodigios y desdichas sobre la antigua Praga. Las calles parecen haber aparecido como resultado de una acumulación indiscriminada de milagros, horrores y burlas, y de algún modo recuerdan a los trazos arrugados que el paso de la vida dibuja en los rostros de los ancianos. Hoy, las estatuas del puente Carlos o la iglesia de San Nicolás nos resultan tímidas maravillas, pero en su tiempo fueron como la postilla que recordaba la posición de una herida vieja, mal cicatrizada, muy dolorosa. Praga ha contraído una extraña familiaridad con los desastres y vive esperando primaveras. Cuando el poeta Jaroslav Seifert se asomaba sobre la balaustrada de su puente más famoso, jugaba a esperar a que los charcos amenazaran la dureza del invierno sobre la placa de hielo del Moldava. Después, semanas o meses, un agua sucia llegaba de lo alto de las montañas para instaurar violentamente la primavera en la ciudad, haciendo chocar los carámbanos contra los pilares de los arcos.

Ese mismo Moldava se ha vuelto ahora irrespetuoso y amenaza las calles y los edificios con los que ha convivido durante siglos cubriéndolos bajo su cauce. La poesía checa está llena de declaraciones de amor a ese río que divide pacíficamente las cúpulas de su capital en dos graderíos, sin sospechar que algún día los halagos debían oscurecerse con la amargura del reproche. Lo primero que nos trajo la sucesión de imágenes de los telediarios a los amantes de Praga fue la angustia; luego, el miedo; luego, una sorda resignación. De algún modo constituye el sino de este museo de sombras la espera de tiempos mejores: su arquitectura no deja de añorar las luces de un pasado glorioso, pero probablemente ese pasado jamás existió. Aplastada por el rigorismo católico en la Guerra de los Treinta Años, engullida por el nazismo y obligada a aceptar el humillante título de Protectorado, solapada de nuevo por el bozal comunista, Praga no deja de aguardar su primavera: la misma que todos esperamos que muestre su tortuosa belleza en cuanto bajen las aguas.

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